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Notas sobre “Multitud” de Alejandro Zambra

31 May

Zambra Barrera-

Silvestre Zambra Barrera, 2020

“Lo leo.  Bueno, pero no me captura.”

“A quién le importa si se levanta o no tu niño?”

“¿Y la multitud? No dijo mayor cosa… quizás que somos parte sin saberlo, incluso cuando la vemos desde ‘afuera’.  No sé, igual gracias por enviarlo.”

 

Esta fue la reacción de un buen amigo luego de que le compartí un cuento de Alejandro Zambra. El cuento es “Multitud”, un relato corto publicado recientemente en el número especial sobre la Pandemia de la Covid-19 en La revista de la Universidad de México. Después de leer los mensajes de mi amigo y responderle, nos quedamos en desacuerdo. Entiendo el reclamo de mi amigo. ¿A quién le puede interesar lo que un escritor tenga que decir sobre “la multitud” [ese cuerpo social abierto, expansivo, común y continuo] desde una posición cómoda y en aislamiento cuando en Minneapolis las multitudes toman las calles y en Brasil siguen muriendo miles por la prepotencia delirante del gobierno? Después de pensarlo un par de días, no dejé ir esa incomodidad que me quedó luego de leer la reacción de mi amigo e, irremediablemente, caí preso de esas, a veces, inescapables preguntas que todos los que nos dedicamos a hacer algo con textos literarios tenemos: ¿para qué sirve la literatura?, ¿qué hace?, ¿hay que darle una acción a la literatura? Llevo algunos años aferrado a las mismas respuestas: para nada, nada, no. Estas preguntas, en estos días, reaparecen con una intensidad, un tanto, renovada: muchas editoriales están quebrando, departamentos de literatura y lengua en muchas universidades quizá no sobrevivan a los recortes económicos. En cierto sentido, creo que “Multitud” de Alejandro Zambra retoma esta interrogante sin ofrecer una respuesta tan simplona como la mía.

El cuento de Zambra no encara a la política, ni reflexiona sobre el dolor de los contagiados por la pandemia, tampoco se trata de la dificultad del encierro o la cuarentena, ni mucho menos sobre el oficio literario. Pese a esto, el cuento lidia con esos espacios que precisamente permiten la reflexión sobre política y el dolor y las dificultades de la pandemia. El relato empieza, como tantos otros, desde donde se pueden trazar los primeros gestos de la escritura, esos terrenos en disputa, un sueño, un recuerdo y la vida personal (familiar, en “Multitud”), sostén de los dos primeros. En el sueño del narrador, “sale un loco que hace años, en Nueva York, se ponía en una esquina de Bryant Park o en la entrada de Gran Central a clasificar a la gente —tourist, not a tourist, tourist, not a tourist, sentenciaba, en un tono mecánico y a la vez extrañamente amable”. Igualmente, otros personajes en el sueño deliran de la misma forma, “me encuentro con una amiga […] que hace lo mismo que el loco aunque no parece loca sino abrumada o enojada o las dos cosas”. El delirio de los locos consiste en catalogar a la multitud, en capturarla, darle un nombre a cada cuerpo. Incluso el narrador piensa que para mejorar la tarea de los locos, habría que “tener un formulario, [pues] se les va a olvidar”, como si para delirar hubiera que dejar un testimonio de ello.

El recuerdo del narrador se centra en una noche en Santiago, Chile. “Estaba triste, no me acuerdo por qué, pero sí recuerdo el momento en que, unos segundos antes de bajarme en la estación Las Rejas, miré a la multitud de la que formaba parte y pensé algo así como todos tienen una vida, todos van a sus casas, a todos les falta o les sobra algo, todos están tristes o felices o cansados. (Años más tarde, cuando conocí el concepto de epifanía, supe de inmediato a qué experiencia asociarlo.)” Ese sentimiento cercano a la revelación, al desasosiego, al error de haberse pretendido único en el mundo, que desencadena pensar en la vida de los otros, puede traumatizar. Con tantas personas alrededor, uno cede a lo obvio, uno está solo y los otros también. Como los jóvenes tenistas en Infinite jest de D. Foster Wallace, el narrador en el metro de Chile, se dio cuenta de cómo todos estamos encadenados los unos a los otros para jugar en una misma arena, enfrentados siempre uno a uno o dos a dos. Verse y ver a los otros en la multitud es darse cuenta de que se tiene una profunda soledad, que eso es lo único que tenemos todos en común. La soledad, a su vez, es una presencia llena, viva y feliz por estar completa. Sin embargo, es también esa tristeza frágil y boba por no necesitar a nadie pero sí desear algo de los otros o a ellos mismos.

En el sueño habitan los locos que intentan capturar a cada cuerpo de la multitud, en el recuerdo mora el sabersesolo y común. En la vida cotidiana del narrador, el delirio de los sueños y la soledad del recuerdo se repite día a día a través de la ventana del departamento familiar. El narrador y su hijo pasan horas contando autos de colores. ¿Será que eso es estar en y ver a la multitud? Es decir, ¿será que la vida, rutinaria y familiar, como la del narrador, que sucede desde una ventana y se mide a partir del número de autos que pasan, no es más que la repetición de una imaginación delirante, como la de sus sueños, y la persistencia del recuerdo de una soledad compartida pero nunca empática? Quizás eso sea vivir en una ciudad, o en cualquier parte, saberse cuerpo expuesto ante otros y preso del sueño de esos mismos. Frente a este posicionamiento, habría que huir del delirio de los otros, habría que escapar del sueño del otro y liberar el cuerpo, esconderlo. No obstante, sin deseo y sin delirio, ¿seguiría siendo propio el cuerpo, o pasaría a ese espacio de nadie, ni de la memoria, ni del dolor, ni si quiera de la soledad? Cuando el padre se prepara para ver un licuado —un dibujo en el que los “crayones eran frutas” para el niño, el narrador asume que su hijo repite rutinariamente sus “apasionados garabatos”. No es así, “Me siento a su lado, lo ayudo a sujetar el papel. / —¿Es un licuado? —le pregunto. / —No —me dice, categórico. / —¿Qué es? / —Eres tú, papá, mirando por la ventana.” Los trazos coloridos del dibujo se embrollan. Como los niveles narrativos del cuento, el sueño, el recuerdo y la vida cotidiana; como las vidas de todos en estos días, sea desde la calle, desde una ventana, alzando la voz y levantando los puños al aire, aplaudiendo, llorando, muriendo, así se enmarañan y se pierden las líneas de todos los cuerpos. Hay una multitud y multitudes. El dibujo es un embrollo, como el texto del padre, como la relación del texto y el dibujo. Este embrollo, precisamente, es (y no es) eso que enuncia la literatura: darle un nudo (múltiple) a las cosas, atarnos los unos a los otros sin presionar y sin sujetar, pero sosteniendo a cada cuerpo.

Mi amigo podría volver a preguntar, ¿qué puede decir la literatura sobre la estación de policía en llamas en Minneapolis? Tal vez, habría que dejar de demandarle algo a la literatura, pero a sabiendas que la demanda del otro es desde siempre la mía, la del otro en mí, diría que hay que ver de nuevo el dibujo de “Multitud”, justo ahí, donde los colores se confunden con mayor fuerza. Tal vez desde ahí algo nos ve y nosotros también lo vemos, tal vez desde ahí incluso las llamas del edificio dejan de ser sólo fuego. En ese enredo de líneas y en ese fuego dejan de contar los autos en la avenida, dejan de contar los cuerpos en el piso y los colores en los rostros.