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Infrapolítica en Los muertos y el periodista (2021) de Óscar Martínez

11 Mar

Desde el inicio de Los muertos y el periodista (2021), de Óscar Martínez, se advierte sobre el tema principal del libro, pero también sobre la diferencia radical que tiene este libro en comparación con otros escritos por Martínez. Este es también un libro en el que “hay pandilleros, pero no es sobre pandillas; hay narcos” pero “no va de narcos; hay El Salvador, Honduras, Guatemala, México, Estados Unidos, pero no va sobre esos países; también hay policías y jueves y presidentes y políticos corruptos, pero no pretende profundizar en ese mal endémico de la región; hay migrantes y no es sobre migración; hay reflexiones de periodismo y frases de periodistas célebres, pero no va sobre eso” (12-13). Eso que hay en, pero no “de lo que va” el libro es la diferencia radical a la que apunta Martínez. Si sus trabajos anteriores fueron ejercicios periodísticos de largo trabajo y dedicación, este libro, como se dice desde las primeras páginas, fue escrito “como vomitar” (11). Así pues, este es un libro sobre la distinción, o la diferencia absoluta, entre aquello que hay y aquello que es, entre lo que es trabajo (escribir) y lo que es orgánico (vomitar), y entre los muertos y el periodista.

Aquello que separa al periodista de los muertos es también lo que los une. La principal historia que el libro cuenta, construida a partir de digresiones, reflexiones y comentarios sobre el trabajo anterior de Martínez y otros de sus compañeros periodistas, es la de una muerte anunciada, como la de casi cualquier fuente que pueda tener un periodista como Martínez: Rudi, un dieciochero que presenció una masacre realizada por policías en El Salvador, esquiva su muerte hasta que años después policías irrumpen en su casa y secuestran a él y a dos de sus hermanos. Jéssica, la hermana mayor de Rudi, y Martínez, se encargan de identificar los cuerpos de los dos hermanos de Rudi, cuando estos aparecen. Pero de Rudi, no quedó sino un cráneo quemado, una calavera imposible de identificar. El desenlace es una ya sabida desazón, un no saber, y una absoluta impotencia. Al final, el periodista vive, una buena historia se escribe y se vende, y los muertos se apilan en un cúmulo interminable. Y aún así, es por la vida de Rudi, su confesión y su historia, que muertos y periodista guardan una relación casi irrompible. 

La diferencia entre muertos y periodista está en la completa obviedad que conllevan ambas palabras. Los muertos son muchos, el periodista es uno solo. Los muertos preceden al periodista, el segundo es un mero agregado (aquello que sigue de la “y”). Aún así, es por el agregado, el periodista, que aquello que precede puede hallar un espacio en la escritura. El asunto, claro está, es que escribir no es, para nada, un oficio feliz. Ante la famosa frase de Gabriel García Márquez, sobre eso de que el mejor oficio del mundo es el periodismo, Martínez afirma, “‘No jodás’ le respondería con muchísima admiración” (36). Para Martínez, el oficio del periodista “da un privilegio inmenso y una enorme responsabilidad: atestiguar el mundo en primera fila. Aunque a veces, casi siempre, el espectáculo sea nefasto” (36). El periodista, entonces, es aquel que ve aquello que es siniestro, lo que duele, pero que también expande la imaginación y provoca la escritura. El periodista registra un infinito incalculable donde se mezcla el dolor, el asombro y la curiosidad en el nudo machacado de las palabras.

Desde esta perspectiva, entonces, se podría pensar que la escritura es en sí una práctica que guarda las distancias insalvables, una práctica de la diferencia absoluta entre aquellos que viven y mueren, y el “individuo” que registra todo en una multitud: los muertos. Es decir, el periodista es aquel que escribe siempre sobre los muertos, es aquel que encara siempre a esa siniestra multitud. Los muertos y el periodista es un libro sobre ese espacio crepuscular donde se diferencia lo que hay y lo que es: un espacio infrapolítico, similar a aquello que Alberto Moreiras define como eso de lo que ningún experto puede hablar. Desde ese espacio siniestro, esa infinita distancia, pero también infinita cercanía, es que se invita a pensar la relación misma entre muertos y periodista, entre lo existente y su registro, lo que duele y sus marcas. Sólo desde aquí es que uno pudiera ver en Los muertos y el periodista no sólo un libro de distancias insalvables, sino un umbral hacia otra parte y diferentes comienzos.

¿Libertad de qué y para qué? Notas sobre Páradais (2021) de Fernanda Melchor

9 Jan

Páradais (2021) de Fernanda Melchor cuenta la historia de cómo Polo y Franco, dos adolescentes, planean un crimen “liberador,” irrumpir en la casa de la familia Maroña un día de madrugada. Cuando al fin cumplen sus respectivas fantasías, mientras Polo carga la camioneta de los Maroño con varios objetos de valor, el “gordo” Franco asesina al padre de familia y luego viola y mata a la madre, Marián Maroño, la mujer de sus sueños. Sin embargo, la fechoría fracasa para Polo, pues Franco ha sido apuñalado por Marián y muere cuando están por huir en la camioneta cargada. Así que Polo escapa de milagro y su crimen queda impune. Su vida regresa al punto de partida que lo motivara a fantasear con el atraco: barrer incasablemente las hojas de las banquetas y calles del fraccionamiento Paradise, o como Polo aprende que se dice “Páradais.” 

En cierto sentido, la novela es acerca del peligro que representan las fantasías. Así, el texto invita a preguntar por ese escurridizo momento en que de la fantasía se pasa a la acción. No sorprende, entonces, que el título de la novela aluda al paraíso: un sitio perfecto, pero carente de libertad. De hecho, el mito de la expulsión del paraíso es también una evocación al pasaje de la fantasía a la acción (la tentación de la serpiente es, después de todo, una fantasía que luego se realiza). En Páradais, específicamente, lo que hay es un pasaje de idioma, de realidad y de sumisión. Cuando Polo rememora las circunstancias que lo llevaron a trabajar a Páradais, recuerda que fue corregido “Páradais, lo corrigió Urquiza, con una media sonrisa de burla, la segunda vez que Polo trató de pronunciar esa gringada. Se dice Páradais, no Paradise; a ver, repítelo: Páradais” (53). El anglicismo y su repetición, en una cáscara de nuez, sintetiza en buena medida lo que ha sido el proyecto modernizador en América Latina, y, sobre todo, en las regiones favoritas de la prosa de Melchor, la franja sureste de Veracruz: una adaptación forzada de un pasaje de la fantasía a la acción. La modernidad, como el nombre del fraccionamiento, es algo vivido a partir de una fantasía ajena, significando inadecuadamente aquello que no es: un paraíso. 

Con esto en mente, la novela también plantea la tentativa de preguntarse por un afuera del opresivo pasaje a la acción que la racionalidad de la modernidad plantea. Es decir, la novela se pregunta por la posibilidad de que el pasaje al acto deje de ser un pasaje a la opresión, la disciplina y el control. Y es que Polo aspira a algo más que ser el jardinero del fraccionamiento, pues, “¿Qué tenía de malo querer ganar más varo, tener más libertad y adquirir un sentido de utilidad, de finalidad, lo más parecido a una meta en la vida que alguna vez había sentido?” (103). Y justo por eso, busca ser como su primo, Milton. Polo quería “abrirse a la chingada, conseguir una lana, ser libre, carajo, ser libre por una pinche vez,” pero su primo, “no quería ayudarlo” (105). Milton, como se explica a detalle en la novela, pasa de vendedor de coches robados en Chiapas y Guatemala, a agente de aquellos, los narcos. Milton es como la mayoría de los niños de Progreso, lacayo de aquellos. 

La fantasía de Polo, de ser libre, entonces, queda suspendida a un acto que expone tanto la posibilidad de pensar un afuera como el, casi, inescapable determinismo de la novela. Dado que la novela es una confesión deferida, que comienza con el proyecto de contarle a alguien tal cual pasaron las cosas: “Todo fue culpa del gordo, eso iba a decirles” (11), la novela en sí es un ejercicio fracasado de liberación. Esto es más evidente al final de la novela. Aunque Polo está “harto de todo, harto de aquel pueblo, de su trabajo, de los gritos de su madre, de las burlas de su prima, harto de la vida que llevaba, [y] quería ser libre,” (158), y está también convencido de confesarlo todo, su deseo de libertad, (pues él “les diría,”) él también es el que “les alzaría la flecha a las patrullas que arribarían más tarde, con las sirenas apagadas pero al sobres, como perros mudos en pos de su presa” (158). Polo se convierte en sujeto de la dominación justo cuando más clara está la posibilidad de articular la transferencia (la decibidilidad) de su deseo de ser libre. La contrariedad de todo esto está la fantasía compartida por Polo y Franco. Cuando ambos comienzan a planear juntos, lo que los une es “algo como una corriente, pero subterránea, una cosa palpitante y viva que no tenía nombre” (115), y lo que al final de la novela une a Polo con su propia fantasía no es sólo la obediencia y la sumisión, el volver a desempeñar su rol como empleado en el fraccionamiento Páradais, sino también su propia fantaseada confesión. En últimas, la novela sugiere que la libertad pensada para uno no es sino la afirmación del pasaje al acto de ser sujeto, de ser dominado. Y así, la libertad pensada en común, desde lo indecible “como una corriente, pero subterránea, una cosa palpitante y viva que no tenía nombre,” quizá tenga más chances de ser más que una línea de muerte, un despliegue de pulsión de muerte exacerbada. 

La hiperinflación de la traición. Notas sobre El arma en el hombre (2001) de Horacio Castellanos Moya

10 Oct

Contada a manera de testimonio, pero también como novela picaresca, El arma en el hombre (2001) de Horacio Castellanos Moya recupera la historia de Robocop, un soldado “desmovilizado” luego de la guerra civil en El Salvador. La novela cuenta la historia de Robocop desde su temprano ingreso a la milicia, y luego su vida de “desmovilizado.” Luego de la guerra civil, Robocop y su único oficio quedan fuera del mercado, o como dice el mismo narrador “con ese palabrerío de la democracia, tipos como yo encontrábamos cada vez mayores dificultades para ejercer nuestro trabajo” (39). Así, la vida del narrador luego de la milicia es un ir y venir de ladrón a asesino a sueldo, paramilitar en su propio país, y luego paramilitar para un narcotraficante en El Salvador. 

Siempre relatando con un estilo parco, el narrador se ciñe a su primera promesa al iniciar su relato: “No contaré mis aventuras en combate, nada más quiero dejar en claro que no soy un desmovilizado cualquiera” (11). Así, lo que se lee es la confesión de Robocop antes de convertirse en un “verdadero Robocop.” Al final de la novela se nos dice que ha sido capturado por la CIA, y un agente llamado Johnny, le ha ofrecido la posibilidad de “redimirse,” de escapar a la prisión y a la deportación. El trato era contarles todo lo que sabía y ellos, la CIA. A cambio, dice el narrador “me reconstruirían (nueva cara, nueva identidad) y me convertirían en agente para operaciones especiales a disposición en Centroamérica” (131). Robocop confiesa su pasado, y la novela está escrita. Aquello que quedó suspendido luego de la guerra civil fue absorbido por la CIA.

Durante varios momentos en la narración, Robocop expresa su aversión por la traición. Ya sea con misoginia, al respecto de Vilma, una sexoservidora que luego él mismo asesina, “las mujeres llevan la traición en el alma y no me iba a gastar mi poco dinero en ella” (15); o con recelo frente a la posibilidad de que los altos mandos hayan traicionado a los soldados comunes (20), Robocop se mantiene siempre en su rol, siempre es un soldado dispuesto a cumplir todas las órdenes que reciba, siempre dispuesto a improvisar para salvar el pellejo, un hombre hecho arma, o un arma hecho hombre, como sugiere el título de la novela. Cuando Robocop se une a las filas del Tío Pepe, el narcotraficante que luego será revelado como el objetivo de captura de la CIA, los compañeros de Robocop le expresan al nuevo miembro del grupo “el Tío Pepe era un jefe auténtico, leal, con principios, y no un mugroso traidor como el mayor Linares o como el coronel Castillo y el Sholón” (84). Casi como si la CIA y el jefe de los narcos fueran los únicos polos a elegir, ambos aparecen como agentes a quienes la traición les es indemne. 

Robocop parece ser el único ajeno a la traición. Él es el único soldado que se mantiene fiel y contrario a los “terroristas,” exrevolucionarios, hasta el final. Él vive en un mundo donde la traición es una moneda de cambio en hiperinflación. Todo se trata de ver quién puede capturar todas las fuerzas creativas de la traición. Desde esta perspectiva, la novela es en sí un acto más de traición desposeída, pues Robocop se entrega ahora a la CIA. El asunto es que esta traición ya va prefigurada por otra. Cuando se vuelve parte de las fuerzas del Tío Pepe, Robocop es interrogado por sus compañeros, “ahora a ellos les tocaba hacer las preguntas y a mí nada más contestar, ése era el método, cuestión de disciplina, mi única alternativa” (84). Y más aún, luego de que Robocop sale del Palacio Negro, y uno de sus viejos compinches lo interroga sobre lo ocurrido en los calabozos, el narrador lo traiciona. Cuando Saúl, el viejo amigo le pregunta sobre lo que le contó a la policía, Robocop responde “Le mencioné lo de mi historia en el Acachuapa [a la policía]; lo más importante era que a mí no me habían sacado nada; callé lo de las alucinaciones” (70). Lo que Robocop calla ante su compañero, unas alucinaciones que tuvo en los calabozos, esta ya es una traición. Entonces, la primera promesa de la narración (“No contaré mis aventuras en combate, nada más quiero dejar en claro que no soy un desmovilizado cualquiera” [11]) se revela como una traición más.  Robocop cuenta sus aventuras de combate luego de la guerra, y se vuelve un soplón más de la CIA, no es una excepción su estado sino un asunto normal. Con esto no hay, necesariamente, una conversión del informante, en Robocop, sino la posibilidad de una traición común, una que no redime, pero sí abre la historia hacia otras posibilidades. 

Notas sobre Antígona González (2012) de Sara Uribe. Desaparecidos: muerte sin fin, fugitividad sin fin

28 Mar

Antígona González (2012) de Sara Uribe es una “pieza conceptual basada en la apropiaciónintervención y reescritura” (103) y escrita por encargo. Estos y demás detalles sobre los textos apropiados, intervenidos y reescritos se encuentran en la última sección de la pieza bajo el título de “Notas finales y referencias.” En esta sección el texto ofrece, de cierta manera, un comentario y una breve explicación sobre su propia construcción. De ahí, nos enteramos de que todo el texto ha sido una suerte de collage o acumulación de diversas fuentes —incluidos testimonios, noticias, textos académicos, obras de teatro que también se apropian de la figura de Antígona, y experiencias vivenciales de la propia autora. Con esta sección, de cierta manera, el texto elude, o evita, la conversación. Es decir, si la tarea del comentario textual está, en buena medida, en explicar la forma en que un texto está escrito y además mencionar las referencias intertextuales, el acto de lectura queda como la propia mecánica de escritura: consciente pero desempoderada. Al mismo tiempo, aunque las “Notas finales y referencias” se adelanten al comentario textual, y aunque esta sección sea de las más vastas en la pieza, queda una falla, y es que tal vez la Antígona griega no sea análoga para describir la violencia relacionada a la guerra contra el narco en México, ni contra lo narco, general. 

Mientras que en la tragedia de Antígona hay un cadáver, el de Polinices, que no puede ser sepultado dentro de la ciudad porque así lo manda la ley de Creonte, en Antígona González hay, casi como en las páginas de la misma pieza, espacio de sobra para sepultar muertos, pero lo que no hay son cadáveres. Esto quiere decir que en la tragedia griega el lugar en dónde hacer el duelo, sepultar a Polinices, no existe porque la ley lo impide, y en Antígona González hay espacio para poner el duelo, pero, parece, no hay “objeto” del duelo. Sin objeto del duelo no habría, así, razón para dolerse, sin embargo, un ominoso afecto rodea las páginas de Antígona González. Sobra decir que este afecto se duele precisamente de no tener un “resto” sobre el cual dolerse. El consuelo de esta forma de duelo es triste y ambiguo, pues al querer “nombrarlos a todos para decir: este cuerpo podría ser el mío” (13), también, casi con cinismo, se vuelve evidente que los labios que nombran a todos los muertos ratifican la vida del cuerpo que nombra. Poder nombrar a los muertos para recordarlos, pero también para recordarle al que nombra que vive, y los otros no, es una sensación ominosa, un sosiego siniestro. 

¿De qué se duele el duelo que no tiene objeto? ¿De qué se duele aquello que no tiene el residuo del concentrado de sus pasiones? El gran problema de los desaparecidos no radica sólo en el eufemismo que este calificativo les da. Como se afirma en Antígona González, desaparecer es un acto simple (18), pues todo lo que desaparece, siempre aparece de nuevo, y por su parte los desaparecidos no regresan, o más bien, no regresa el resto de aquello que garantizaría su finitud. Es decir, los desaparecidos dejan de ser figuras finitas, son muerte sin fin, y al mismo tiempo, fugitivos eternos. Los desaparecidos son aquello que presupone pero también excede al mismo acto del duelo, y por tanto, también a la propia escritura de Antígona González. Es decir, la pretendida apropiación, intervención y reescritura de testimonios, textos, noticias y demás, son meras ficciones que no pueden contener aquello que evocan los desaparecidos. Como se escapan los cuerpos de los desaparecidos a todo, incluso a la acción de nombrarlos, así también se escapan de las páginas de Antígona González, un escape muy cercano, sino que igual, a la muerte, pero un escape, al fin. 

Territorialidad. Notas sobre Perra brava (2010) de Orfa Alarcón 

21 Mar

De la misma manera que sin caballos no hubiera habido grandes imperios en las mesetas indoeuropeas, sin perros las ideas de territorio, propiedad y seguridad serían un chiste. Quizás, en un sentido radical, Perra brava (2010) invita a comparar la domesticación canina con el dominio masculino sobre las mujeres. Así, como sin perros no habría territorio, propiedad y seguridad, la dominación masculina no sería posible sin las mujeres. No sorprende, pues, que la historia de los abusos que sufre Fernanda Salas de su la pareja Julio, un narcotraficante de renombre en Monterrey, sean narrados con una ambivalencia que, cual torbellino, a veces transforma a Fernanda en perra, otras en mujer. Si bien, la novela, sugeriría la progresión de Fernanda, de pasar de dominada a dominadora, explotada a explotador, en Perro brava hay menos una progresión del personaje de Fernanda y más la convivencia heterogénea de progresión y retroceso, la interacción y simultaneidad de ser víctima y victimaria. Esta forma de entremezclar lo animal (perra) y la idea de mujer (Fernanda) conlleva a pensar en las transformaciones que no sólo sufren las relaciones de género, sino la forma en que el territorio, la propiedad y la seguridad son intervenidas por lo narco, pues después de todo, es Julio, en buena parte, el que animaliza y sexualiza a Fernanda. 

Desde el primer capítulo animalidad, sexualización, y territorialidad se entremezclan. La manera en que Julio sujeta a Fernanda, “Me había sujetado del cuello […] Puso su mano sobre mi boca y dijo algo que no alcancé a entender” (5); la llegada de Julio a la casa, “Había atravesado la casa sin encender ninguna luz ni hacer un solo ruido. No me asustó porque siempre llegaba sin avisar: dueño y señor” (5); y la iniciación del acto sexual, “Él comenzó a morderme los senos y me sujetó ambos brazos, como si yo fuera a resistirme” (5) se combinan para, en apariencia, mostrar un acto de violación. Que Fernanda no oponga resistencia, pues mansamente actúa “como si [ella] fuera a resistir[se],” indica que desde siempre, su relación está condicionada por su devenir perra. Julio toma a Fernanda como si fuera su mascota, del cuello, de la boca; entra al espacio de Fernanda sin provocarle miedo; e inicia un acto sexual, que es incluso deseado por Fernanda, “Nunca me opuse a esta clase de juegos. Me excitan las situaciones de poder en las que hay un sometido y un agresor” (5). El asunto es, pues, que la víctima no detesta a su victimario, sino que con lascivia lo adora. 

Fernanda deja pocas veces su casa. Si bien, hay indicios de que antes de salir con Julio su vida se desenvolvía en otros lugares, la mayor parte del relato pasa en lugares cerrados (la casa de la Purísima, los antros, los cuartos de hotel, la casa de la amante de Julio, la casa del presidente municipal). Fernanda, como perra fiel, se queda en casa siempre a la espera de su amo. El asunto es que luego del encuentro y beso con Mónica, la jefa de plaza de Sinaloa, en un antro, Fernanda deja la casa. Si en un inicio la dominación de Julio sobre Fernanda funciona de tal forma que “de la puerta para adentro Julio me tenía a mí, de la puerta para afuera Julio podía tener la que quisiera. Ahora Julio quería cambiar las cosas y yo no estaba segura de que fuera para bien” (108). En la narración se enfatiza que cuando Julio es descubierto en sus infidelidades dentro de la casa de otra mujer, la distinción entre dentro y fuera se anula

Yo pensaba tú me dijiste que esa casa era mía. Que adentro no iba a haber viejas más que yo, por eso hasta me habías cumplido el capricho de vivir en la Purísima cuando tenías más casas. Yo pensaba hijo de tu puta madre me dijiste que de la puerta para afuera la ciudad era tuya pero que de la puerta para adentro la señora ella yo pensaba soy tuya la casa las paredes toda mi piel es tuya. Nunca me dejaste ser tu casa (151) 

Si Julio tiene el mismo pacto en otros territorios, entonces, ningún territorio tiene un “adentro.” Desde esta perspectiva, Fernanda queda presa de un vertiginoso cambio de estado. Sin adentro y sin afuera, tampoco hay amo y esclava. En este sentido, el hecho de que lo narco desaparezca la distinción entre el adentro y el afuera, la fallida inmolación de Fernanda, al final de la novela, sería un acto conservador, más que transgresor. Inmolarse sería una reimposición de un espacio interior, pues Julio reafirmaría su posesión, su territorio. Así, en forma nihilista, el suicidio de Julio da la apariencia de libertad, de extenuación de la distinción entre afuera y adentro, y por consiguiente de su dominación sobre Fernanda. Sin embargo, la sangre que bebe Fernanda al final de la novela no es la primera que consume. Al inicio de la novela, después de todo, Fernanda había probado durante el coito con Julio, la sangre de otro más, “un cabrón con muchos huevos, y con todo y todo se lo cargó la chingada” (6). 

Sobre la educación. Notas sobre Fiesta en la madriguera (2010) de Juan Pablo Villalobos

14 Mar

Fiesta en la madriguera (2010) de Juan Pablo Villalobos cuenta las peripecias de Tochtli, un niño que está en la edad en que “algunas personas dicen” que parece mayor de lo que es. Como narrador y personaje principal, Tochtli cuenta su vida diaria al lado de los demás habitantes del palacio donde vive, junto con Yolcaut, su padre, al que no le gusta que le digan así; Meztli, uno de los guardias del palacio; Mazatzin, el maestro particular de Tochtli; y una cocinera, un jardinero, la amante de Yolcaut y demás personajes con nombres prehispánicos. A la edad de Tochtli, en ese pasaje impreciso entre la niñez y la adolescencia, quizá, ya se dejan ver ciertos hábitos que se han cimentado. Tochtli, de cierta manera, vive como un realista, es decir, ese tipo de personas que saben que “la realidad es así y ya está. Ni modo. Hay que ser realista es la frase favorita de los realistas” (7). Desde esta perspectiva, todo Fiesta en la madriguera es, en cierto modo, un pequeño tratado sobre una educación narco

Si toda educación, al menos en su concepción canónica, es la dominación de las pasiones, entonces, Tochtli es un niño bien educado. El éxito de la educación de Tochtli radica en que sus acciones y su juicio orbitan dentro de, precisamente, los cinco adjetivos con los que impresiona a quienes lo consideran un “adelantado.” De ahí que Tochtli evite lo sórdido (como las palomas que “que hacen sus cochinadas a la vista de todo el mundo, mientras vuelan” [6]); lo nefasto (como cuando Yolcaut admite que “ya se los cargó la chingada” [20]); y lo patético (como la traición de Mazatzin). A su vez, y para contrarrestar estos males, deba ser pulcro (como los franceses y sus guillotinas que hacen “cortes pulcros, ni siquiera salpicas sangre” [28]) y fulminante (como las balas de la bazooka que encuentra Tochtli en una de las habitaciones del palacio). 

La buena educación de Tochtli también permite los caprichos. Mientras no se trate de cosas sórdidas, nefastas, o patéticas, todo es bienvenido, aparentemente. Si todo es limpio (pulcro) y repentino (fulminante), la vida de vuelve carente de imaginación. Todo queda como el monótono juego que se disputa entre Tochtli y Yolcaut sobre las balas y el pronóstico de muerte: “uno dice una cantidad de balazos en una parte del cuerpo, y el otro contesta: vivo, cadáver o pronóstico reservado” (9). Contar, calcular y medir, son las acciones de Tochtli y cuando mucho éste puede hacer listas de las cosas que quiere, cosas que eventualmente recibiría “por órdenes de Yolcaut” (9). Desde esta perspectiva, una educación narco evitaría todo lo abominable y paradójicamente requeriría de ello también. Es decir que la contraposición entre los dos grupos de adjetivos (uno conformado por lo sórdido, lo nefasto y lo patético, y el otro por lo fulminante y lo pulcro) que guían las acciones y el juicio de Tochtli no existe, sino que ambos grupos son heterogéneos entre sí. Esta heterogeneidad trasluce al narco como un saber-hacer que sólo puede contar, calcular y medir, y que sus juicios y acciones, aunque parezcan seguir pautas bien demarcadas (una serie de juicios de valor), no son sino ficciones de un saber-hacer que vuelve la vida referencial y aburrida, porque como Tochtli, no se puede salir del dominio del narco, y “los días son [todos] iguales” (19). En este desierto de aburrimiento, no hay espacio para ningún oasis de horror.

Exceso. Notas sobre Balas de plata (2008) Elmer Mendoza

8 Mar

Entre el melodrama y la novela policial, Balas de plata (2008) de Elmer Mendoza cuenta la historia de unos “particulares” crímenes investigados por Edgar, el Zurdo, Mendieta en Culiacán, Sinaloa. El caso investigado por el Zurdo Mendieta es la muerte del hijo de un político con serias aspiraciones a la presidencia de la república. Bruno Cañizales, el hijo del político presidenciable, un joven miembro de diversos grupos de la sociedad civil, amante intenso, hombre de pasiones, bisexual, y además detestado por su padre, fue encontrado muerto por una de sus amantes, Paola Rodríguez, que se suicidó horas después del suceso. Si bien en Cañizales se acumulan y enredan una cantidad de sospechosos, tramas alternas, afectados y enigmas, lo más particular del asesinato, según las pesquisas de Mendieta, es la bala de plata que perforara sus sienes y el aroma penetrante en la habitación del muerto, un perfume afrodisiaco. 

“¿Quién puede matar a alguien que todos quieren?” (154), se pregunta Mendieta sobre la muerte de Cañizales. Bruno vivía en el paroxismo, “detestaba la vida ecuánime y prefería las emociones fuertes” (20). Como un junior, Bruno vivía en los excesos decadentes y lúcidos de las clases pudientes. De día era uno y de noche otro. Casi como un vampiro, Bruno por las noches se rodeaba de artistas y narcos, se encontraba con sus amantes y se vestía de mujer. “¿Qué estupidez es ésa de balas de plata? El muchacho era vampiro o qué” (33). Desde que Mendieta señala su extrañeza ante las exóticas balas, las interpretaciones no dejan de surgir al respecto de estos objetos. Ya sea que las balas podrían “ser un indicador del nivel social del asesino” (36), o podrían ser el objeto que permita achacar el crimen a los narcos asentados en Culiacán, y dominadores de todo el país, pues ellos “se ponen dientes de diamante y lucen esas joyas tan estrambóticas, ¿por qué no usarían balas de plata?” (44), las balas de plata van cargadas siempre de un exceso. 

Una de las maneras en que Karl Marx definió al capital, trabajo muerto, es como un vampiro que vive sólo de chupar trabajo vivo. Desde esta perspectiva, las clases acomodadas, la burguesía, son vampiros que succionan el trabajo vivo de quienes viven condenados a entregarles libremente sus horas y días. Bruno Cañizales sería, así, un vampiro que recibió su merecido. No obstante, Cañizales no es el único que muere por balas de plata. Desde un perro, hasta un chico de una bicicleta, las balas de plata y su lujosa y macabra muerte se distribuyen por toda la novela. Al final de la historia, cuando el asesinato de Cañizales se descubre como la perversión de un director de cine y su esposa, Goga Fox, también amante de Mendieta, las balas de plata carecen ya de su lujo.

El exceso y el lujo van de la mano en Balas de plata. De hecho, los tantos encobijados que aparecen a lo largo del relato son prueba, no de una manera lujosa de matar, pero sí de un exceso de muerte. Si las balas de plata sirven, en las historias de vampiros, para saber qué es aquello que se mata, la forma en que el narco produce muerte no tienen semiótica, no se puede reconstruir su significado. Sobre el primer muerto que encuentra Mendieta, antes de ser comisionado al caso de Cañizales, se dice que “No necesitamos su nombre para saber a qué se dedicaba. No sólo lo han castrado, también le cortaron la lengua, aclaró Gris, no hemos localizado casquillos. Es igual, cualquier asunto con narcos de por medio ya ha sido resuelto” (13). El narco es una hermenéutica absoluta, y como se ve al final de la novela, horizonte final de venganza. Cualquiera puede ser asesinado con balas de plata, de la misma manera que a cualquiera pueden tocarle los estragos del narco.  

Menos que autónomo, más que dependiente. Notas sobre Trabajos del reino (2004) Yuri Herrera

28 Feb

Contrario al saber común, los artistas y su arte no son autónomos. Por otra parte, el arte siempre es menos que autónomo y más que dependiente a ciertas circunstancias. Esto parece ser lo que se sugiere en Trabajos del reino (2004) de Yuri Herrrera. La novela cuenta la historia de Lobo, un compositor de corridos, que se muda a la finca de un capo de la droga para luego huir de ahí con la Cualquiera, una de las habitantes de la finca, cuando el poder de capo ha caído en manos de sus subalternos. Lobo decide entregarle sus servicios al capo, el Rey, luego de que éste se asegure de que a Lobo se le pague como corresponde en su trabajo rutinario, cantar en cantinas. Una vez en la finca del Rey, ante Lobo se descubre un mundo de tintes medievales. Esto es, la finca es un castillo, los que rodean al Rey son su Corte, y ésta se forma de el Periodista, la Cualquiera, la Bruja, el Joyero, el Gerente, el Doctor, el Pocho, la Niña y ahora también por Lobo, ahora el Artista. 

Todos los personajes viven, de alguna manera, como se dice en una ocasión sobre el Periodista. Él es “el que cuida el nombre al Rey” (21). Es decir, los personajes del relato guardan una relación con el Rey supeditada por su nombre. Cada personaje sirve al, o trabaja para el, Rey en la medida en que hacen el bien por el Rey: el Doctor es el que cuida la salud del Rey, el Joyero es el que cuida las joyas y lujos del Rey, y así sucesivamente. Por otra parte, el Artista guarda una relación diferente con el Rey. Si bien éste no está sometido completamente, pues en todas sus canciones no “había que mentar al Rey” (17), tampoco es que el Artista desprecie servir al soberano, pues a final de cuentas éste “vino a ponerse entre los simples y convirtió lo sucio en esplendor” (12). 

La relación que el Artista guarda con el soberano es más y menos que un mecenazgo en Trabajos del reino. De hecho, parece más bien que se trata de una singular relación laboral. Después de todo, no se trata de que el Rey se encargue de asegurar las necesidades materiales del artista a manera de mecenas, sino de que el Artista forma parte de los diversos trabajos del reino, no sólo componer canciones sino escribir textos. La particularidad de los trabajos del Artista es señalada por el Periodista luego de que las canciones del Artista sean censuradas, y algunos miembros de la Corte busquen una solución al problema. Para el Periodista hay una radical diferencia entre lo que hacen trabajadores como él y el artista, unos, como el Periodista, “le cuidamos las espaldas [al Rey], pero usted es otra cosa, no digo que no lo quiera, pero lo suyo es arte, compa, usted no tiene por qué atorarse con pura palabra sobre el Señor” (55). Esto es, el Periodista busca disuadir al Artista de exponerse ante otros por el Rey, de ser un trabajador común en la empresa del capo. Con esto, aunque el Artista escriba lo que le emocione (55), mas que lo que debe de escribir, para el Periodista, el Arista es un ser “hecho de pura pasión” que si un día “tiene que escoger entre la pasión y la obligación, [el] Artista, entonces sí que está jodido” (55). 

La inescapable decisión que le dibuja el Periodista al Artista no es, necesariamente, un callejón sin salida. Con la caída del Rey, y los nuevos lentes del Artista, proporcionados por el Doctor, ahora lo sensible se distribuye de forma diferente. El Rey queda como “un pobre tipo traicionado. Una gota en un mar de hombres con historias. Un hombre sin poder sobre la tersa fábrica en la cabeza del artista” (72). Si bien, los nuevos capos en mando de la ciudad amenazan de muerte al Artista, morir ahora para Lobo será algo que quede fuera de los trabajos del reino y de los trabajos del arte, “si era su muerte, era suya” (78). Igualmente, ante el dolor de dejar ir a la Cualquiera, pues ella le pide no acompañarla, Lobo se queda fuera de todo, fuera del trabajo, del arte, del amor, pero cercano a sí mismo. En el ambiguo final de la novela Lobo se queda en la inmanencia de “la resolución de volver a la sangre de Ella, en la que había sentido, como un manantial, su propia sangre” (78). Esa sangre que Lobo había sentido lo revela a él mismo como otro hilo de sangre con todas las sangres. Su regreso al manantial es un ensueño, pero también su desaparición del mundo, de la ciudad, del reino y de la vida. Lobo, el Artista, no tiene ya de qué escribir, ni para qué, estando solo, y su historia como su vida se desvanecen en el paisaje. Si saberse solo es saberse autónomo, el arte muere como Lobo una vez que su vida es suya. 

Teatro de la crueldad. Notas sobre Nostalgia de la sombra (2002) Eduardo Antonio Parra 

15 Feb

Con ciertos matices de novela policiaca de hardboiled y thriller, Nostalgia de la sombra (2002) de Eduardo Antonio Parra cuenta la historia de Ramiro, un trabajador, de una particular empresa de seguridad en México a inicios del siglo XXI. Los trabajos de Ramiro consisten en eliminar a sus “clientes.” Esto es, Damián, el dueño de la empresa, comisiona sicarios yRamiro es sólo un trabajador más de esta línea de producción. Si bien, la empresa no forma parte de ningún órgano de gobierno, debido a las relaciones de Damián y a sus orígenes, él viene de una familia de abolengo, se intuye que el encargo de asesinatos forma parte integral del sistema económico y político que se retrata en Nostalgia de la sombra. Así, la empresa paraestatal vela por las pasiones y el bienestar del estado. Si bien, Ramiro es un hombre que disfruta asesinar, “Nada como matar a un hombre” (9), se dice a sí mismo al inicio de la novela, el goce de su trabajo se ve alterado: su jefe lo comisiona para asesinar a una mujer empresaria del norte del país. Cargado de tribulaciones, Ramiro debe realizar algo que no le causa placer y volver a una ciudad, Monterrey, que le trae nostalgia, sus múltiples vidas pasadas reviven en la pantalla de su memoria y en las páginas del relato.  

Conforme progresa la historia, Ramiro se revela como un cuerpo al cual se le han superpuesto diversas identidades. Desde niño rebelde, periodista, hasta pepenador y recluso, Ramiro ha vivido siempre como un actor de un teatro que cambia siempre sus personajes y sus contextos. Los cambios del espectáculo varían, pero siempre, parece, son los mismos actores y espectadores los que participan. Mientras Ramiro construye el perfil de su futura víctima, Maricruz, la empresaria, éste afirma que, en el teatro de la crueldad en que ambos participan, se tiene que aprender a cumplir con el rol asignado: 

[…] desde hace mucho aprendí que se trata de un juego en el que nos toca actuar como testigos y protagonistas al mismo tiempo. Si uno adopta el papel principal, está perdido; esa es la causa por la cual siempre me cargo del lado del mirón, del espectador, y aunque los sentimientos se me alboroten procuro entretenerme con la secuencia de mis alegrías y mis horrores y acaso a ello se deba que los haya sobrevivido (207-208). 

Desde esta perspectiva, en Nostalgia de la sombra la sociedad se divide entre mirones (testigos) y actores principales (víctimas y victimarios). Como el público del coliseo romano, los mirones viven desempoderados y satisfechos pues al experimentar la muerte ajena su vida es sólo la deferencia de su propia muerte: no pueden cambiar nada, pero se pueden conformar con vivir un poco más que aquellos que saludan antes de morir. 

La violencia guarda una relación intrínseca con el espectáculo. No hay violencia sin testigos. El asunto es que, como el Monterrey retratado por Parra, en México y en otras latitudes, el narco nos posiciona frente a un espectáculo que extenúa el goce. Ante un espectáculo que cada vez reduce más la diferencia entre espectadores y actores, o que cambia hasta el cansancio los roles y tramas del show, la actitud más radical, tal vez, es la de Ramiro, pues ante los diferentes cambios que su encomienda sufre, se dice: “Esta película cada vez degenera más en farsa. Demasiadas sorpresas. Demasiados giros. Y yo no acepto correcciones en el argumento. Ya lo dije, Maricruz. Mi papel estaba decidido desde que llegué a Monterrey y no voy a modificarlo” (284). Aceptar el rol y morir con él aparece como única salida. Dejar, de cierto modo de deferir la muerte, sería darse cuenta de que incluso ésta no es un estado definitivo, que más bien es “algo extraño que se mete en nosotros. Como el cansancio, el aburrimiento, la indiferencia. Que nos inmoviliza y nos libera al mismo tiempo” (299). Más allá del espectáculo no está la muerte. Sin embargo, ya una vez fuera de bambalinas, tramoyas y libretos, ¿dónde habrán de pasarse las tardes de insomnio y tedio sin espectáculo que asistir?  

La serie y el corte. Notas sobre Rosario Tijeras (1998) de Jorge Franco

8 Feb

Tanto el título como la forma en que está contada Rosario Tijeras (1998) de Jorge Franco aluden a dos mecanismos: la serie y el corte. El nombre de la personaje principal concentra, precisamente, estos dos movimientos. Éste sugiere como una serie va acompañada de un corte: el rosario, una serie de oraciones entrelazadas se cortan por las tijeras. La historia contada por Antonio, un narrador personaje que revela su nombre hacia el final de la novela, recupera de forma fragmentaria y entrecortada por digresiones, prolepsis y analepsis (flashfordward y flashback) diversos pasajes de la vida de Rosario Tijeras, mientras ella agoniza en una sala de urgencias. Rosario, una mujer nacida en un barrio bravo de Medellín, eventualmente se integra al narcotráfico por su belleza y su sangre fría, cuando el narrador la conoce, por medio de su mejor amigo Emilio, se enamora perdidamente de ella. Si bien, la vida de Rosario es el centro de la historia, también el narrador cuenta sobre su relación con otros hombres, Emilio, novio de Rosario, Johnefe, hermano de Rosario, Ferney, pretendiente de Rosario, y otros más, como “los duros de los duros,” aludiendo a los grandes capos de la droga en Medellín. Con todo esto, parece incluso que como un rosario, un artefacto que supedita una serie de cuentas alrededor de una cruz, la narración supedita una serie de hombres alrededor de una mujer. 

El ambiguo final del relato, de cierta manera, alude al hecho de que Rosario siempre es una desconocida para todos. En realidad nadie sabe muy bien quién es ella. De hecho, del apellido de Rosario se dice que “Tijeras no era su nombre, sino más bien su historia” (6). Con esto, el narrador no sólo sugiere que el apellido (casi apodo) de Rosario explica la forma en que vivió, sino que su apellido, por su connotación y denotación, se contrapone al nombre propio de la protagonista. Las tijeras cortan la historia del sujeto, pues los cortes son los que hacen la historia. Si bien, la idea de corte está relacionada con la de castración, (después de todo a Rosario recibe su apellido luego de caparse a un tipo [7]), en el caso de Rosario, el corte no apunta hacia el lugar mítico en que las cosas se separan, sino al pasaje en el que la serie se reordena y comienza otra vez. Esto es, como Rosario “a veces parecía una niña, mucho menor de los [años] que solía decir, apenas una adolescente. Otras veces se veía muy mujer, mucho mayor que sus veintitantos, con más experiencia que todos nosotros” (8), los cortes que su aspecto registra, no cancelan el flujo de eso que Rosario es, o hace. En otras palabras, los cortes no privan al sujeto, no lo castran, pero sí lo alteran. Si los cortes no separan radicalmente las cosas, todo termina por contraponerse y confundirse, como esa sensación que se describe al inicio de la novela, “como a Rosario le pegaron un tiro a quemarropa mientras le daban un beso, confundió el dolor del amor con el de la muerte” (4). 

En repetidas ocasiones la novela enfatiza la imposibilidad de poder separar algunas cosas. Se repite muchas veces la afinidad, sino que maraña, que existe entre Rosario y la muerte: “Rosario y muerte eran dos ideas que no se podían separar. No sabía quién encarnaba a quién pero eran una sola” (53). Igualmente, al menos desde la perspectiva del narrador, separar adicción, veneno y amor es imposible, ya que “el problema del amor es ése, la adicción, la cadena, el cansancio que produce la esclavitud de nadar contra la corriente” (68) se disfruta. Desde esta perspectiva, pensar el fenómeno del narco tendría que ver con la misma imposibilidad que tiene el narrador de poder separar ciertas series, ciertos flujos. No sólo porque el narco y el estado parezcan estar enmarañados y que ambos se confundan entre sí, si no porque, como le sucede al narrador, todo su drama con Rosario es un amor histérico, y en los temas del amor, dice el narrador, todo se vale.