Archive | semiótica RSS feed for this section

La distracción y el vuelo. Notas sobre Las conversaciones (2006) de César Aira

13 Jan

Las notas son a partir de la edición Diez novelas de César Aira (2019) de Literatura Random House

¿A quién leemos cuando leemos una historia? Por vana que sea la pregunta, el viejo tema sobre “la identidad del narrador”, de aquella voz que enuncia, es siempre un tema intrincado. No es que se trate, solamente, de distinguir los niveles narrativos, las voces y las diferencias entre narrador, autor, voz e instancia enunciativa. Más bien, sucede que cuando leemos novelas como Las conversaciones (2006), de César Aira, estos elementos se confunden entre sí y se vuelve difícil ubicar hasta el lugar desde donde se cuenta la historia. En el monólogo que inaugura la novela, se dice que “Ya no sé si duermo o no. Si duermo, es por afuera del sueño, en ese anillo de asteroides de hielo en constante movimiento que rodea el vacío oscuro e inmóvil del olvido. Es como si no entrar nunca a ese hueco de tinieblas […] No pierdo la conciencia. Sigo conmigo. Me acompaña el pensamiento. Tampoco sé si es un pensamiento distinto al de la vigilia plena; en todo caso, se le parece mucho” (pos. 1562). Esa voz que abre la novela se ubica entre un espacio que difícilmente diferencia entre el mundo onírico, la memoria, el pensamiento y la escritura. “Así se me va la noche”, afirma la misma voz. Después, nos enteramos de que quien escribe se entretiene recordando conversaciones con sus amigos, conversaciones que, de la palabra hablada, pasan a la memoria, luego a la ensoñación y finalmente a la novela que leemos. 

Conversaciones no es sólo un ejercicio que arriesga la estructura convencional de una novela. En el texto no sólo se experimenta, reflexiona e improvisa sobre los alcances del género, sino que también se cuenta algo. La anécdota del relato es simple: el registro de una de las conversaciones que “el narrador” del relato tiene con un amigo a propósito de una película transmitida por televisiónEsos amigos, la voz que abre la narración y “un otro”, son hombres de cultura, seres cuyos días consisten en pasarlo “en compañía de Hegel, Dostoievski” (pos. 1603), pero que también a veces, irremediablemente, consumen y son consumidos por el cristalino resplandor de la televisión. El desdén con el que se empieza a hablar sobre la película que ambos amigos vieran anuncia que los hombres cultos no tendrían por qué hablar del entretenimiento de masas, pues “esas producciones estereotipadas de Hollywood se adivinan a partir de una secuencia o dos, como los paleontólogos reconstruyen un dinosaurio a partir de una sola vértebra” (pos. 1607). El problema es que ni todas las películas hollywoodenses, ni todas las conversaciones son como la parte mínima y esencial que permite construir un todo, como la vértebra del dinosaurio. 

Lo simple no es lo simplificado, ni lo común es lo ordinario. O más bien, el sentido común de las formas dadas, sean de la conversación o del cine, es más complejo de lo que se piensa. Los dos amigos discuten en diferentes sus desencontradas opiniones. La película, ese objeto común, banal, desabrido y espectacular, los desconcierta. El momento que desata el desacuerdo entre los amigos es la aparición “descuidada” de un reloj rolex en la muñeca de un pastor ucraniano, el personaje principal del filme. Acto seguido, los amigos se centrarán en discutir los límites de la ficción en relación con la realidad. Así, son mencionados errores de verosimilitud, diferencias radicales entre ficción y realidad, niveles narrativos, historias insertadas, contexto socioculturales que explican las motivaciones del filme y hasta la proyección psicológica del “narrador principal del relato” —pues él desde siempre ha querido un reloj rolex. Todos estos elementos sirven al análisis, pero los conversadores no llegan a un acuerdo. Sin saberlo, los amigos en realidad están repitiendo la forma misma de la película, pues ésta logra condensar muchos temas y motivos pero de una forma acelerada y fragmentada (pos. 2368-9). De este modo, lo que se analiza no es la película, sino la forma en que la película es vista, esto es la forma en que se enuncia (la enunciación enunciva): los mecanismos de la televisión. 

Frente a la televisión, ni ante ningún medio, uno no es uno mismo, y paradójicamente, uno es más uno mismo. Como se dice en la novela, frente a la televisión “una parte de la conciencia se mantenía afuera, contemplando el juego de ficción y realidad, y entonces lo que era inevitable era que surgiera una consideración crítica” (pos. 2294). Ver cine por televisión “dejaba de ser un sueño que uno soñaba y se volvía el sueño que estaban soñando otros” (pos. 2296). Lo que pone en juego la narración de Aira, como la televisión, es la forma en que las cosas pasan y uno se puede dar el lujo de seguir siendo parte del proceso y a la vez estar distraído. Esto es que, como los amigos de la novela, nuestra atención frente a los medios siempre está en otra parte. La película, ambos amigos, la ven a medias, la atención de los dos había sido parcial, y aún así tenían los elementos para conversar e intercambiar ideas.

Estar frente la pantalla es dejarse ir para que la realidad siga y uno forme parte de ella a pedazos. Al final, los dos amigos se dan cuenta que ambos perdieron partes esenciales de la película, el narrador afirma “No habría caído en la confusión si me hubiera concentrado debidamente, pero uno no se concentra en esa clase de pasatiempos” (pos. 2430). Un simple artificio confundió a los amigos y aunque la realidad, a diferencia de la ficción, “no tenía niveles” (2454), muy probablemente la ficción tampoco. Darle niveles a la realidad es darle falsos problemas, igualmente a las narrativas artísticas. Por otra parte, darle análisis a la realidad o a las ficciones, aunque parezcan nuevos niveles —y por tanto falsos problemas—, es nuestra única forma de darle frente a cualquier producto cultural, pues frente a estos uno se encuentra con la marabunta del mercado. Sólo por la conversación, y el intercambio de desacuerdos y análisis, eso que era laberinto se convierte en meseta. Hablar a/con un otro, tan radical en su otredad como uno en su mismidad, sobre un tercero, ese producto que dispersa y fragmenta, sea el cine o la literatura, puede convertirse en otra cosa, ya no una conexión de flujos y escrituras monetarias, sino una constelación de palabras, de pensamientos, luciérnagas que en la noche del narrador y del pensamiento, se convierten en “insectos de oro, mensajeras de la amistad, del saber, más alto, más alto, hasta las zonas de cielo donde el día se volvía noche y la realidad sueño, palabras Reinas en su vuelo nupcial, siempre más alto hasta consumar sus bodas al fin con la cima del mundo” (pos. 2499). En la cima del mundo, la inmensidad absoluta eleva a las palabras, su vuelo es admirable, pero si no regresan a la tierra y sólo se elevan sin cesar, irán probablemente a parar al olvido, a ese hueco rodeado de recuerdos gélidos, desde donde la primera voz narrativa comenzara su relato.

Palabra(s) hueca(s). Notas sobre El jardín de Nora (1998) de Blanca Wiethüchter

10 Nov

El apacible contexto con que inicia la novela El jardín de Nora (1998), de Blanca Wiethüchter, se resquebraja desde las primeras líneas. El jardín, ese que espacio en el que Nora “decidió forzar la tierra para producir un jardín como si estuviera en Viena” (3), un día comienza a llenarse de huecos. Y es que, en La Paz, como comenta el jardinero, ese “hombrecito” en el que “todo era pequeño […] menos la voz” (6), “se vive arriba, pero también se vive abajo” y construir un jardín a la manera de Viena es una necesedad, hay demasiadas piedras y el inhóspito clima terminaría por desterrar los sueños de Nora. No obstante, Nora y su esposo Franz se hacen de un “jardín del edén”. En ese espacio, por otra parte, nadie tiene cabida sino ellos y sus exóticas plantas, ningudo de sus 10 hijos tampoco, ni los indios que cuidan la propiedad, ni la profesora de los hijos. El misterio de los huecos dispara la paranoia de Nora. Los hijos o los indios son los culpables, pero el misterio no se resuelve. 

En uno de sus intentos por salvar su jardín, Nora acepta la intervención de un “yatiri”. Si bien, Franz se opone a esto, Nora le insiste “Estamos en un país que no es el nuestro, y otras son las costumbres, —dijo Nora con extraordinaria firmeza— y más vale creer en esas cosas; además, no hay otra alternativa” (14). El “yatiri” hace su labor y el jardín mejora. Todo se vuelve extraordinario, las flores retoñan como nunca y la yerbe reverdece en una eterna primavera. Si bien, en un inicio Nora ignora los consejos del jardinero y se empeña en forzar la tierra para hacer florecer su melancolía en La Paz, la tristeza y rabia infinita que ella sintió luego de la aparición de los huecos hacen que en Nora se siembren nuevos hábitos. Por otra parte, los hijos, los mudos, esos que “perdieron el lenguaje” por no saber si esos cuerpos que abarrotaban el jardín eran “kala”, “piedra” o “stein”, siguen fuera del mundo de Nora y Franz. 

Nora y Franz viven presos de viejas costumbres. Son melancólicos. Sólo afectos tan fuertes como la desgracia del jardín los hacen cambiar. La “pérdida de la palabra” de los hijos, en realidad, no es tanto una pérdida, sino resistencia. Luego de pronunciar “kala” y ser corregido el primero de los hijos, todos los hermanos pronto aprenden que los padres quieren escuchar una voz que en ellos no se sembró. El final de la novela, así, presentaría un punto de revancha, en el que las voces y los cuerpos oprimidos regresan para reclamar su espacio. El hueco que se abre luego de que las diez reconorosas bocas de los hijos dijeran “¡Bbbuuuueeeeccccoooooo!” (20), abren el espacio para que “un tumulto de piedras como frutos resecos, que ahora despeñadas sobre Franz y Nora los hundían sin oportunidad de voz en aquel hueco negro” (20). Los padres se hunden en el hueco junto con las piedras originarias del jardín. Sin embargo “Al otro lado del hueco, no había nada” (20). Esa palabra que salió de la boca de los hijos era en realidad “Phutunhuicu, que en buen aymara es phutunku y en buen castellano, hueco” (20). Los hijos reunen en su locución una palabra y un conjuro, un punto que devora al mundo familiar y al mundo anterior a éste. “Nadie los entendió” (20), se dice al final de la novela, y es que una vez liberados de sus mundos anteriores, los hijos se quedan solos. 

Si en la expresión de la lengua (locución), las intenciones (ilocución) son claramente las de destrucción de aquello que nos esclaviza, aquello que obtenemos al final (perlocución), no es nuestra liberación, sino la revelación de que el lenguaje se ata en huecos. Una palabra es una caja sonora vacía, pero cuando va cargada de cierto aire o cierta fuerza, puede herir como lanza. La concordancia “en hueco” del lenguaje permite devorar aquello que nos oprime, pero también exhibir aquello que nos falta. Si nos quedamos en esta encrucijada, ¿será que después de que nadie nos entienda se disparen otros afectos para encontrar ya no comprensión, sino resonancia? 

Desborde del río de sangre y extenuaciones de la historia y de la literatura. Notas sobre Cola de lagartija (1983) de Luisa Valenzuela

18 Jul

coladelagartija.unam_

Los convulsos años que se vivieron en Argentina desde la segunda mitad del siglo XX parecen haber agotado toda forma de lectura y escritura histórica y ficticia tradicional. Esto es que no se alcanza a leer ni escribir desde un aparato dialéctico, ni materialista para explicar el cúmulo de pulsaciones, afectos, revueltas y multitudes que, desde el primer periodo de gobierno de Perón hasta el fin de la dictadura de Videla, sacudieron todos los rincones del país. Cola de lagartija (1983) de Luisa Valenzuela apuesta por reescribir estos años. Así, no es que la novela sea una mera ficcionalización de la historia, sino que el texto afronta el desafío de contar una historia “demasiado dolorosa y reciente. Incomprensible. Incontable” (7), como se dice en el primer epígrafe de la novela. En sentido, la apuesta de Valenzuela no niega la historia, pero sí desafía el espacio que se vuelve silencioso para la historia porque ésta se sobrecarga de afectos que la pasman. Dividida en tres partes, Cola de lagartija cuenta la historia de “el brujo”, un consejero mítico, un ser megalómano, fanfarrón y desagradable. Conforme pasa la narración, el brujo deja de ser una figura fantástica para manifestarse como un agente activo en la política argentina. Uno fácilmente puede ver que “detrás” del brujo está José López Rega, esa figura que influenció fuertemente a Perón. Así, a lo largo de la narración, se construye un sistema de alegorías donde los personajes sugieren la existencia de un correlato histórico. Es decir que en el “generalísimo” del texto sea Juan Domingo Perón, que “la muerta” sea Eva Perón y que incluso una escritora “Luisa Valenzuela”, que intenta escribir una biografía sobre el brujo, sea la autora que también publica una novela llamada Cola de lagartija, terminada de escribir en México.

Cola de lagartija parecería sugerir que cuando la historia se sobrecarga de afectos y se pasma en el silencio, la literatura “tendría que llenar” esos silencios, como si estos estuvieran vacíos. No obstante, la apuesta literaria de Valenzuela tampoco apunta hacia la resolución de los silencios de la historia. La novela no llena esos “vacíos” históricos, pues un novelista tiene un rol ambiguo, pues éste “no está en el mundo para hacer el bien sino para intentar saber y transmitir lo sabido ¿o para inventar y transmitir lo intuido?” (127). En otras palabras, el novelista no tiene por qué “hacer el bien” llenando esos huecos que deja la historia, pero el novelista debe tratar de transmitir algo que se sabe, algo común. A su vez, la pregunta que cierra esta enunciación suspende la validez de ese saber común, pues el saber de la novela, o de un novelista, no es sino una invención, un juego de intuiciones que probablemente no sean comunes. Si la escritura es la constante búsqueda de la transmisión de un saber común que puede ser suspendido por la intuición, necesariamente llega un punto de agotamiento, de extenuación, donde la escritura no puede seguir con su búsqueda porque fuera de la escritura el mundo colapsa, pues, “los acontecimientos nacionales son demasiado graves como para que una se ponga a describir rituales mágicos” (172). Así, al “yo” narrativo le pesa la realidad y sus emociones fuera y dentro del texto se confunden. Esa escritura se vuelve insoportable, asquerosa: “Me muero, sigo escribiendo con desilusión creciente y también con cierto asco. Asco hasta conmigo, por farsante, por creer que la literatura va a salvarnos, por dudar de que la literatura va a salvarnos; todas esas contradicciones. Un vómito”. (173). Por otra parte, la escritura continúa. El brujo se le ha escapado de las manos a la narradora, pero la novela continúa por más que la narradora firme su renuncia al final de la segunda parte.

Si la escritura se le escapa a la narradora es también porque la vida se le escapa a la historia. En el primer epígrafe de la novela se advierte sobre los peligros de escribir y contar ese relato imposible, la vida del brujo. Dos voces discuten sobre estos peligros.

—Es una historia demasiado dolorosa y reciente. Incomprensible. Incontable.

—Se echará mano a todos los recursos: el humor negro, el sarcasmo, el grotesco. Se mitificará en grande, como corresponde.

—Podría ser peligroso

—Peligrosísimo. Se usará la sangre

—La sangre la usan ellos

—Claro. Le daremos un papel protagónico. Nuestra arma es la letra (7)

En este intercambio se inaugura un texto semiótico que se distiende por toda la novela. Este texto semiótico pone a la historia en contra de la literatura y sus recursos. A su vez la sangre como coadyuvante de la historia sería la escritura de ésta. Por su parte, la letra sería el coadyuvante de la literatura y claro, su escritura. Estos ejes de tensión permitirían que a partir de las contradicciones entre literatura y sScreen Shot 2020-07-18 at 12.57.56 PMangre e historia y letra, una novela pudiera construirse, como si la literatura fuera la forma de contener o acelerar la hemorragia de la historia y ésta (la historia) fuera la única forma de contener o desatar el caos de las palabras de la literatura. Con esto en mente, las contradicciones a las que se enfrenta la narradora son análogas a las de la historia. De ahí que el final de la novela se enfatice la extenuación de todo afán profético que pueda tener la literatura. Luego de que se desate el cauce de los ríos de sangre no vendrán ya veinte años de paz, aunque tal vez nunca hubieran venido. Quizás el río de sangre de Valenzuela pueda ser análogo al yawar mayu de Arguedas, y así estos ríos no requieran la negación de su horror, de su ruina, ni de su devastación, sino la invitación a levantar nuevos puentes sobre éstos, o quizás, incluso a aprender a seguir sus cauces, pues la vida sigue y a su par la historia y la literatura.