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Crisis, extenuación, y transición. Notas sobre Nuestra parte de noche (2019) de Mariana Enríquez II

5 Jan

Segunda parte (final)

Luego de que la amiga de Gaspar, Adela, sea atrapada por la casa abandonada que ella y sus amigos visitaron al final de la tercera parte, el grupo de amigos se desintegra. Las páginas restantes de Nuestra parte de noche (2019) dan seguimiento a estos eventos. A su vez, el resto de la novela se compone de fragmentos del diario de la madre de Gaspar, Rosario (“Círculos de tiza”); las notas de una periodista que investiga las fosas de restos humanos y desaparecidos de la dictadura (“El pozo de Zañartú”); y la última parte de la novela sigue los años de Gaspar con Luis, su tío, hasta el desenlace de la historia, cuando Gaspar se venga de “La Orden” (“Las flores negras que crecen en el cielo”). Como ya era claro al final de la tercera parte, una de las preocupaciones principales de Nuestra parte de noche es el pensar la post-dictadura argentina, la transición a la democracia. 

La novela de Enríquez invita a pensar en la transición como un proceso de intercambio. Juan engaña a “La Orden,” bloquea los poderes de Gaspar, pero para poder salvar a Gaspar, debe de entregarle Adela a “La Oscuridad.” La amiga de Gaspar, resulta ser su prima, su madre era prima de Rosario. Adela es la hija de una Bradford y un militante del “Ejército de Liberación Maoísta Leninista” (501). Desde esta perspectiva, la novela sugiere que para poder salvar los restos del peronismo (el hijo de Juan, Gaspar), se debe entregar a la “Oscuridad” los restos de la izquierda radical. Desde esta perspectiva, la transición a la democracia argentina es la traición a la izquierda radical. La cuestión, entonces, es si el peronismo puede vivir con esta traición. Por el final de la novela, la respuesta es una rotunda negación. Luis, el tío de Gaspar, intenta reconstruir su vida, y la casa donde se muda con su sobrino “una casa en Villa Elisa, cerca de La Plata, que se venía abajo, pero era hermosa y Luis quería recuperarla” (519). Luis, como un restaurador, intenta reconstruir los restos del peronismo, incluso llama a uno de sus hijos como Perón. Sin embargo, sus esfuerzos son en vano: Luis es asesinado por la abuela de Gaspar para atraer a su nieto de nuevo a la “La Orden” y retomar las tareas pendientes de su padre. 

Si bien, la novela invita a pensar en el rol de las élites en el proceso de transición, sobre todo por los personajes de la familia Bradford “los reyes. Terratenientes. Yerbateros. Rentistas. Explotadores” (591). La novela también invita a pensar en el desgaste de la clase letrada, o más bien, en el desgaste de la profesionalización laboral y artística, y el desgaste de la vida en general. La madre de Gaspar, “la primera doctora en antropología argentina graduada en Cambridge” que sentía “un orgullo ridículo” (445), contrasta radicalmente con los sentimientos de Gaspar y sus amigos frente a sus vidas y profesiones. Gaspar, por ejemplo, filmaba fiestas de quinceañeras, lo “hacía por hacer algo, para no aburrirse” (592). Y más aún, a pesar de ser un joven brillante, atractivo y millonario, es incapaz de compartir su riqueza, incluso después de vengarse de “La Orden.” Él mismo comenta “No entiendo por qué tengo que estudiar” (617), ante las insistencias de su novia Marita para que se vuelva profesor de inglés. Igualmente, los dos amigos de Gaspar, Vicky y Pablo tampoco encuentran ese orgullo que sentía la madre de Gaspar. Vicky es una doctora con una habilidad de diagnóstico infalible, pero incapaz de sentir empatía, “esa parte de la medicina, la empatía, no la tenía tan desarrollada … Le costaba ver a la gente detrás de las patologías …Ella debía ser eficiente y certera para curar. Que otro se encargara de secar las lágrimas y calmar el pánico: ella estaba demasiado ocupada” (582). Pablo, a su vez, vive con la imposibilidad de volver público su romance con un fotógrafo de éxito, a pesar de que en su círculo de artistas, la homosexualidad no es tabú. La transición, entonces, dejó las cosas sumergidas en un miasma. A cambio de eficacia laboral (Vicky); riqueza, no bien distribuida, (Gaspar); y éxito en las artes (Pablo) se sacrificó el amor, el orgullo “ridículo,” la pasión y el deseo del estudio. Los personajes de Nuestra parte de noche viven todos como Gaspar al final de la novela con “un corazón exhausto” (667). 

Civilización y barbarie revisitadas. Notas sobre Nuestra parte de noche (2019) de Mariana Enríquez I

29 Dec

Primera parte (bis. p 351)

Nuestra parte de noche de Mariana Enríquez es una novela entre el género de terror y el roman a clef ambientada en los años previos a y durante la dictadura y la transición a la democracia en Argentina (1960-1997). La novela se centra el la familia de Juan Peterson y su hijo Gaspar. Juan es el médium de la Oscuridad, una entidad antigua reverenciada por “La Orden,” un culto transoceánico. La historia de “La Orden” y de la familia de Juan se superpone a la historia nacional: la orden ancla sus orígenes con la llegada den el siglo XIX de capitalistas ingleses a la región del Chaco, Juan es hijo de inmigrantes del norte de Europa llegados a la Argentina en el periodo de la posguerra. Este movimiento que superpone terror e historia es, quizá, una referencia al propio título de la novela, nuestra parte de noche. Desde esta perspectiva, el terror es la parte de noche de la historia, esa parte crepuscular e indecible que aterroriza al discurso histórico, que lo hace temblar, pero desde el cual también se articula. Y Al mismo tiempo, como le dice Juan, agonizando, a su hijo, la parte de noche es el residuo, un resto afectivo “tenés algo mío, te dejé algo mío, ojalá no sea maldito, no sé si puedo dejarte algo que no esté sucio, que no sea oscuro, nuestra parte de noche” (301). En este orden de ideas, la novela, ambiciosamente, revisa momentos terroríficos de la historia argentina del siglo veinte. 

Si bien, la reevaluación de la turbulenta historia de la Argentina en la segunda mitad de siglo veinte ha sido ampliamente revisada, la vuelta de tuerca de Enríquez consiste en de disociar el terror del que muchas veces es el agente de todos los males, el estado. Así, la orden y sus rituales perversos no son una metáfora del estado, pero sí de esa parte también “malévola” en la historia argentina: los capitalistas. Juan, el médium “perfecto,” se casa con Rosario, una descendiente directa de los miembros fundadores de la orden, los Bradford (ingleses acaudalados que expandieron su capital al mudarse a la Argentina). Así, la familia de Juan y Rosario es, en buena medida, el proyecto nacional de las élites “criollas,” ésas que no quedaron dentro de la política de los caudillos, pero sí contribuyeron a la acumulación de capital. De hecho, la novela reformula uno de los temas más fuertes de la literatura nacional argentina: la civilización y la barbarie. Cuando Juan y su hijo visitan las cataratas del Iguazú. El niño le pregunta al padre porque sus abuelos maternos, tan acaudalados, no se construyeron su finca cerca de aquellos parajes, “No se puede, le contestó Juan, es un parque nacional: no es de nadie, es del Estado. ¿Qué es el Estado? Es de todos, no lo puede comprar una familia particular, eso quiere decir” (112). Los bienes “naturales” son de nadie, del estado, y por lo tanto su terror, no siempre es aterrador: Gaspar primero de asusta de la “Garganta del diablo,” la caída del agua, pero luego “se volvió a reír de lo mucho que se habían mojado” (112). Por otra parte, los abuelos de Gaspar, los Bradford, para quienes “el dinero… es un país en sí mismo” (116) mantienen otra relación con bienes similares a las cataratas, el arte (segunda naturaleza). Cuando su hija Rosario, la madre de Gaspar, le pide su pare que done obras de Cándido a los museos nacionales, pues “es robo, esto [los cuadros] es patrimonio, y él respondía que me la vengan a sacar entonces, la puta que los parió, y un carajo se las voy a dar. Rosario fingía indignación, pero Juan podía verle la sonrisa” (118). 

Desde la perspectiva de Nuestra parte de noche la civilización guarda la segunda naturaleza y la barbarie a la primera naturaleza. El asunto es que, en la novela, la barbarie está ya integrada al estado, y esa parte es ya común. Más aún, si el estado está en la “naturaleza” lo bárbaro deja de ser naturaleza, pues lo bárbaro es más cercano a las carnicerías de rituales que la orden realiza: con brazos amputados, sacrificios humanos, tortura y demás. Así pues, no es casualidad que, aunque los espectros también puedan rondar los bosques, en Nuestra parte de noche todo el terror está en las casas, el lugar de la civilización, sobre todo en las casas abandonadas o las casas de los ricos (la casa de Gaspar y Juan en Buenos Aires fue diseñada por los arquitectos O’Farrell y Del Pozo [329] y la finca de los abuelos diseñada a su vez por otros arquitectos de renombre). Si el terror está en las casas, ¿quién puede vivir en la “naturaleza” si ahí mismo es donde el estado, en la dictadura, vacía y desaparece cuerpos? El pasaje de casa a la intemperie y viceversa es también la tragedia argentina del siglo veinte: la transición. De hecho, este es el conflicto de Juan que, cercano a morirse, por órdenes de la “Orden,” debe transferir su conciencia a su hijo, que posee aptitudes de médium también, para continuar con los rituales. Juan se rehúsa y encuentra una manera de “bloquear” los dones de su hijo. Se anula esta transición, pero no se anula el proceso en sí. Al final de la tercera parte “La cosa mala de las casas solas” una amiga de Gaspar es atrapada por una casa abandonada en su barrio. Juan no canceló la transición, la volvió convertible, transformable, transferible. 

La hiperinflación de la traición. Notas sobre El arma en el hombre (2001) de Horacio Castellanos Moya

10 Oct

Contada a manera de testimonio, pero también como novela picaresca, El arma en el hombre (2001) de Horacio Castellanos Moya recupera la historia de Robocop, un soldado “desmovilizado” luego de la guerra civil en El Salvador. La novela cuenta la historia de Robocop desde su temprano ingreso a la milicia, y luego su vida de “desmovilizado.” Luego de la guerra civil, Robocop y su único oficio quedan fuera del mercado, o como dice el mismo narrador “con ese palabrerío de la democracia, tipos como yo encontrábamos cada vez mayores dificultades para ejercer nuestro trabajo” (39). Así, la vida del narrador luego de la milicia es un ir y venir de ladrón a asesino a sueldo, paramilitar en su propio país, y luego paramilitar para un narcotraficante en El Salvador. 

Siempre relatando con un estilo parco, el narrador se ciñe a su primera promesa al iniciar su relato: “No contaré mis aventuras en combate, nada más quiero dejar en claro que no soy un desmovilizado cualquiera” (11). Así, lo que se lee es la confesión de Robocop antes de convertirse en un “verdadero Robocop.” Al final de la novela se nos dice que ha sido capturado por la CIA, y un agente llamado Johnny, le ha ofrecido la posibilidad de “redimirse,” de escapar a la prisión y a la deportación. El trato era contarles todo lo que sabía y ellos, la CIA. A cambio, dice el narrador “me reconstruirían (nueva cara, nueva identidad) y me convertirían en agente para operaciones especiales a disposición en Centroamérica” (131). Robocop confiesa su pasado, y la novela está escrita. Aquello que quedó suspendido luego de la guerra civil fue absorbido por la CIA.

Durante varios momentos en la narración, Robocop expresa su aversión por la traición. Ya sea con misoginia, al respecto de Vilma, una sexoservidora que luego él mismo asesina, “las mujeres llevan la traición en el alma y no me iba a gastar mi poco dinero en ella” (15); o con recelo frente a la posibilidad de que los altos mandos hayan traicionado a los soldados comunes (20), Robocop se mantiene siempre en su rol, siempre es un soldado dispuesto a cumplir todas las órdenes que reciba, siempre dispuesto a improvisar para salvar el pellejo, un hombre hecho arma, o un arma hecho hombre, como sugiere el título de la novela. Cuando Robocop se une a las filas del Tío Pepe, el narcotraficante que luego será revelado como el objetivo de captura de la CIA, los compañeros de Robocop le expresan al nuevo miembro del grupo “el Tío Pepe era un jefe auténtico, leal, con principios, y no un mugroso traidor como el mayor Linares o como el coronel Castillo y el Sholón” (84). Casi como si la CIA y el jefe de los narcos fueran los únicos polos a elegir, ambos aparecen como agentes a quienes la traición les es indemne. 

Robocop parece ser el único ajeno a la traición. Él es el único soldado que se mantiene fiel y contrario a los “terroristas,” exrevolucionarios, hasta el final. Él vive en un mundo donde la traición es una moneda de cambio en hiperinflación. Todo se trata de ver quién puede capturar todas las fuerzas creativas de la traición. Desde esta perspectiva, la novela es en sí un acto más de traición desposeída, pues Robocop se entrega ahora a la CIA. El asunto es que esta traición ya va prefigurada por otra. Cuando se vuelve parte de las fuerzas del Tío Pepe, Robocop es interrogado por sus compañeros, “ahora a ellos les tocaba hacer las preguntas y a mí nada más contestar, ése era el método, cuestión de disciplina, mi única alternativa” (84). Y más aún, luego de que Robocop sale del Palacio Negro, y uno de sus viejos compinches lo interroga sobre lo ocurrido en los calabozos, el narrador lo traiciona. Cuando Saúl, el viejo amigo le pregunta sobre lo que le contó a la policía, Robocop responde “Le mencioné lo de mi historia en el Acachuapa [a la policía]; lo más importante era que a mí no me habían sacado nada; callé lo de las alucinaciones” (70). Lo que Robocop calla ante su compañero, unas alucinaciones que tuvo en los calabozos, esta ya es una traición. Entonces, la primera promesa de la narración (“No contaré mis aventuras en combate, nada más quiero dejar en claro que no soy un desmovilizado cualquiera” [11]) se revela como una traición más.  Robocop cuenta sus aventuras de combate luego de la guerra, y se vuelve un soplón más de la CIA, no es una excepción su estado sino un asunto normal. Con esto no hay, necesariamente, una conversión del informante, en Robocop, sino la posibilidad de una traición común, una que no redime, pero sí abre la historia hacia otras posibilidades. 

Personajes de carácter y de destino, y el (buen) uso de la garlopa. Notas sobre Soldados de Salamina (2001) de Javier Cercas

22 Sep

Si bien Soldados de Salamina (2001), de Javier Cercas, evoca directamente la batalla entre persas y helenos que “salvó a occidente de las garras de oriente” en la antigüedad, en la novela esta evocación es más ironía que hermenéutica. El relato comienza con un narrador fácil de confundir con el mismo Cercas, un periodista de mediana edad que ha publicado varias novelas y que lleva el mismo nombre del autor. Éste entrevista a Rafael Sánchez Ferlosio. Mientras que la entrevista va por un sendero incierto y rocoso, pues Ferlosio, como menciona el narrador, cuando se le pregunta algo responde con otra cosa, la charla entre ambos fluye hacia otra parte. En un momento, Ferlosio le cuenta a Cercas sobre su padre, Rafael Sánchez Mazas, uno de los fundadores de la Falange y luego ministro en la dictadura franquista. Cuando el gobierno republicano estaba por ser consumido por la cruenta guerra civil en España, y el avance de los nacionalistas, comandados por Franco, ya anunciaba su triunfo inevitable, muchos presos importantes para los republicanos fueron mandados a fusilar. Entre estos presos estaba Sánchez Mazas. La particularidad del asunto no es sólo que Sánchez Mazas sobreviviera al fusilamiento colectivo, sino que su escape está lleno de enigmas y traiciones. Si bien, él se mantiene fiel siempre a la Falange, y luego al Franquismo, su escape de la muerte depende de, primero, un soldado republicano y luego de unos desertores republicanos y campesinos catalanes. 

Con todo y que el texto enfatice en repetidas ocasiones que no se trata de una ficción, sino de un evento “real,” lo que está en juego en Soldados es la forma en que tanto “lo real,” como “lo ficticio” generan memoria. De hecho, el argumento del texto está dado desde las primeras páginas. El relato de Ferlosio sobre su padre es lo que se repite durante toda la novela. Más aún, la misma entrevista con Ferlosio da la pauta de la dinámica a seguir en todo el texto. Cuando el narrador recupera parte de la “entrevista” menciona: 

“El problema es que si yo, tratando de salvar mi entrevista le preguntaba (digamos) por la diferencia entre personajes de carácter y personajes de destino, él se las arreglaba para contestarme con una disquisición sobre (digamos) las causas de la derrota de las naves persas en la batalla de Salamina, mientras que cuando yo trataba extirparle su opinión sobre (digamos) los fastos del quinto centenario de la conquista de América, él me respondía ilustrándome con gran acopio de gesticulación y detalles acerca de (digamos) el uso correcto de la garlopa” (19) 

No sólo se trata de la imposibilidad de “extirparle” a Ferlosio algo de información, sino que cada respuesta de Ferlosio va, aparentemente, hacia un campo semántico y temático disperso. Como si no hubiera nada en común entre los héroes de carácter y destino, y los quinientos años de la conquista, con la batalla de Salamina y el buen uso de la garlopa, la narración pasa por alto estas respuestas. No obstante, lo que hay aquí es el borboteo de una embriaguez argumentativa que ya obedece una lógica de readymade: las respuestas de Ferlosio son imágenes analogables, objetos que se encuentran (“no fue hasta la última cerveza de aquella tarde cuando Ferlosio contó la historia del fusilamiento de su padre, la historia que me ha tenido en vilo durante los dos últimos años” [19]). Así, los héroes de carácter y de destino tienen todo que ver con las causas de la derrota persa, y los quinientos años de la conquista también tienen todo que ver con el uso apropiado de la garlopa. A la larga, también, estas respuestas son las mismas que explicarán la misteriosa manera en que Sánchez Mazas sobrevivió a la guerra civil. 

La distinción entre héroes de carácter y de destino es elaborada por Sánchez Ferlosio en varios ensayos. De forma muy escueta, la diferencia entre héroe de destino y héroe de carácter está en que el segundo es un manojo de repeticiones y el primero un nudo que siempre se resuelve. En otras palabras, el héroe de carácter tiene experiencias que siempre se repiten, es el héroe del hábito y del estoicismo. El héroe de destino, por otra parte, es el que actúa no por su experiencia, sino por otra fuerza, eso que el narrador de Soldados describe en la mirada del soldado que traiciona sus órdenes y deja ir con vida a Sánchez Mazas. El héroe del destino actúa por “una insondable alegría, algo que linda con la crueldad y se resiste a la razón pero tampoco es instinto, algo que vive en ella con la misma ciega obstinación con que la sangre persiste en sus conductos y la tierra en su órbita inamovible y todos los seres en su condición de seres” (104). Ese flujo, que puede ser entendido como el conatus spinozista, es aquello que antecede y precede a la acción, pero sólo puede ser expresable en eso mismo: acciones. 

Con esto en mente, Soldados de Salamina es una novela sobre la posibilidad de pensar que la guerra civil española fue más que sólo una lucha entre carácter y destino. Es decir, Sánchez Mazas es el héroe del carácter, al que siempre se le regresa su experiencia primordial (que puede ser la ceguera), pero que por más que se empeñe por hacer destino (fundar la Falange) nunca lo logrará. Y de esta manera, su presunto salvador, un soldado republicano que termina peleando por Francia en la Segunda Guerra Mundial llamado Miralles, es el soldado de destino. Miralles, como Ferlosio en la entrevista, siempre hace lo opuesto de lo que se le pide en el momento indicado. Ser personaje de destino, pues, es saberse ínfimo, reconocerse como un personaje, no más, pues como le dice Miralles a Cercas, el narrador, “Los héroes de verdad nacen en la guerra y mueren en la guerra. No hay héroes vivos, joven. Todos están muertos” (199). El asunto, pues, no es que el personaje de carácter y el personaje de destino se contrapongan, ni que alguno de los dos deba de volverse héroe. Lo que está en juego en Soldados es menos entender la historia como una dialéctica, y más como un posible buen uso de la garlopa (el instrumento que genera planicies entre dos junturas de madera), algo que, efectivamente, traiciona a la historia. Así, Soldados de Salamina triunfa como literatura y fracasa como historia (muchos datos son falsos en la novela). Este triunfo consiste en la transformación del evento repetido, y por tanto repetible, (la salvación de Sánchez Mazas) en un avance, en una larga acumulación. Esto es evidente en el último párrafo de la novela: una serie entrópica que va sólo hacia adelante, al afuera de las páginas, al lugar en el que, como la mirada del soldado anónimo que salva a Sánchez Mazas, el flujo encuentra y conecta a personajes de carácter y destino por igual, el acto de lectura.  

Suplementaridad y forma. Notas sobre El mármol (2011) de César Aira

19 Jul

El mármol (2011) de César Aira es una novela sobre la plasticidad de la forma. El mármol propone que la modelación (la plasticidad, si se quiere) depende precisamente de aquello que rehúye la forma, que se le escapa. Así, desde el primer capítulo de la novela, el narrador se empeña en atrapar aquello que pudiera dar forma a su relato, pero también explicar sus recientes acciones. “Cuando me bajé los pantalones incliné la cabeza y miré mis piernas, los genitales, los muslos, un conjunto tridimensional, sólido, algo levantado por presión de la superficie sobre la que estaba sentado” (7). Si bien, para el narrador, su desnudez no le provoca congoja, antes bien, esto le recordaba “que lo animal en mí seguía vivo, lo biológico, la representación individual de la especie” (7), aquello que verdaderamente lo afecta es una sensación relacionada a su propio estado, sentado con los pantalones bajados sobre un mármol. Esa sensación está más relacionada al mármol que a su desnudez “No tengo dudas de que era mármol porque el mármol, o al menos la palabra, quedó adherido, no sé por qué, a la sensación original. No tiene nada que ver con la felicidad que me produjo esta, pero ahí está: mármol” (10). Significante, significado y referente se confunden en la sensación escurridiza que ahora evidencia entre las piernas desnudas de narrador y la superficie del mármol. Mientras que la sensación “dichosa… no se extingue,” ahora al mármol “viene a sumarse una perplejidad que en sí misma es gratificante” (10). Así, la novela reconstruye la serie de decisiones que llevó al narrador a quitarse los pantalones a pleno día y sentarse sobre un mármol.

Como tantas otras novelas de Aira, El mármol es un texto propulsado por la digresión y la deferencia. La novela se basa en posponer aquello que se presenta como enigma al inicio del texto. Esto es, al final de la novela se revelarán las “sencillas” circunstancias que llevaron al narrador a bajarse los pantalones y sentarse. Luego de una serie de “disparatadas” aventuras, comenzadas en un supermercado “chino” en el que el narrador recibe una serie de objetos varios a manera de cambio, (incluyendo baterías; y varios objetos, una lupa, una cámara, una hebilla dorada; y demás objetos), el narrador se encuentra solo con Jonathan, un joven chino que lo observaba fuera del supermercado, ambos recién aterrizados de una nave espacial. Jonathan se retuerce del dolor y el narrador intuitivamente saca su cámara miniatura y extrae de ella un bálsamo sanador. Casi como si el dolor de Jonathan se tratara de un quiebre en la imagen narrativa, el bálsamo funciona y ahora el narrador se pregunta si él no estará igual de afectado. 

¿Me había sacrificado? Si lo había hecho, había sido involuntariamente. Me cruzaron por la imaginación las distintas alteraciones que podía haber sufrido, por ejemplo las partes del cuerpo que me podían estar faltando. Alcé las dos manos, abriendo los dedos; estaban todos. Pero me inquietó, no sé por qué, otra posibilidad. Así que bajé las manos tal como las había subido, las llevé a la hebilla del cinturón, lo aflojé apenas lo necesario y con un movimiento discreto me bajé los pantalones hasta medio muslo, siempre sentado en el mármol, cuyo frío sintieron brevemente mis nalgas. Tuve la intensa satisfacción de ver que todo estaba en su lugar… En fin. Era eso. Me dio trabajo, pero terminé recordándolo” (146-147) 

Con esto queda redondeada la historia y el enigmático punto de partida queda resuelto. El narrador se encuentra con los pantalones bajados y sentado encima de un mármol porque deseaba comprobar que ninguna parte de su cuerpo se hubiera afectado luego de un peculiar día de peripecias. 

La historia pudo haberse resuelto en menor tiempo, pero el narrador desde un inicio declara que “en realidad, no quiero recordar. Lo que hace un momento me parecía que merecía un esfuerzo ahora me parece que merece un esfuerzo en contra. Quiero pensar en otra cosa, para preservar el olvido; pero recuerdo que lo más eficaz para traer algo. La memoria es no esforzarse en recordarlo sino evitarlo porque me viene a la cabeza con algo más” (11). Entre prolongar la historia, pues ésta ya ha comenzado, o más bien postergarla, el narrador prefiere prolongarla al postergar, y terminar justo cuando el olvido se desvanece. La postergación, entonces, aparece excesiva. Algo sobra a toda la historia, y ese algo es la historia misma. Con esto, a la vez que El mármol es un readymade de El pensador (ca. 1904) de Auguste Rodin, la novela también explora el carácter informe del suplemento, la suplementaridad de la forma, aquello que da forma a la forma, pero que también la rehúye. 

Lo formal tiene causa y, en cierto sentido, El mármol es una novela fuertemente causal: el narrador tiene una razón para haberse sentado en el mármol; la serie de aventuras con Jonathan también tienen una causa; y sobre todo, los objetos recibidos como cambio en el supermercado chino también tienen una razón y un propósito, luego serán claves para terminar la historia y para sacar al narrador de diversos apuros. Ahora bien, en los mismos objetos, esos cachivaches que recibe el narrador como suplemento del cambio que no alcanza a completar el dependiente del supermercado, se encuentra también un objeto sin causalidad: unos glóbulos de mármol, un suplemento cuyo valor es difícil de sopesar. No sólo los glóbulos de mármol eran baratísimos (24), sino que al funcionar como relleno de los espacios mínimos, los glóbulos son los encargados de capturar hasta la más nimia cantidad, pues “no había cantidad pequeña tan caprichosa que no pudiera cubrirse con ellos. Pero los usaban solo como último recurso para el resto más irreductible. No querían “quemarlos” abusando de su servicio” (25). Los glóbulos de mármol suturan el “resto más irreductible” resultado de los intercambios. Su función, entonces, no es parte del ciclo de cambios e intercambios, pero es, a la vez, la parte mínima y necesaria para que los intercambios se completen cuando la diferencia entre cambio y gasto sea irreparable. En cierto sentido, los glóbulos son como los restos del mármol tallado cuando se esculpe. Aquello que sobra, y no puede ser medido, pero que es a la vez la medida precisa que requiere la forma para ser aquello que el tallado escarpa en el mármol. No hay forma sin ese resto, esa suplementaridad. Y es que la escultura, en mármol, o en cualquier otro soporte, es ya como el cuerpo del narrador, al inicio de la novela, “un recordatorio de potencia de acción, una promesa de tiempo y movimiento” (8). Sólo, entonces, por lo que no se mide, pero es medida, resto y exceso, suplemento, es que la forma se conforma. El mármol es, así, una novela de restitución del residuo. 

El suplemento de presidir. Notas sobre El presidente (2019) de César Aira

9 May

El presidente de la Argentina, que César Aira dibuja en El presidente (2019), está lejos de ser un déspota. Al mismo tiempo, algo hay en el anónimo presidente de esta novela de Aira que lo conecta con aquellas figuras infames retratadas por varios autores del Boom en el siglo XX. Sin ir muy lejos eso que une a dictadores y a este presidente es su relación con sus multitudes. Mientras que los primeros aparentan una sólida y marcada distinción entre soberano y masas, el presidente de Aira se confunde entre las muchedumbres. La historia cuenta, así, como por las noches el presidente se pasea por las calles de Buenos Aires, como a su paso “el mundo sobre el que presidía se abría para él” (7). Movido por el amor, “algo tan ajeno a la política” (8), el presidente busca ser común, dejar de presidir para poder ser otro más en las masas. Y aún así, las calles se le presentan siempre como posibilidades de intervenir en su ciudad, en su país. El problema es que aunque el presidente “estaba habilitado para intervenir … hacerlo privaría al destino de sus más bellas inminencias, por lo que se abstenía. Los argentinos tendrían que arreglárselas solos” (9). El problema del presidente, pues, está en presidir, sea ocupar el primer lugar en las responsabilidades del estado, o sea también en asistir a las masas, dejarlas ser, pero también cuidarlas.

El relato que ofrece El presidente no es, pues, una historia grandilocuente. De hecho, la prosa constantemente presenta a un presidente empeñado en vivir como cualquiera. Sus largas caminatas, movidas por el amor, no son sólo una forma de acercarse a las masas sino de acercarse a sí mismo, a ese que fuera antes de ser presidente. Así, los paseos le recuerdan, a tres personajes que marcaron su vida: el Pequeño Birrete, Xania y la Rabina. El primero es un amigo de la infancia, un niño pobre que perdiera el quicio cuando por vez primera entró a la casa de su amigo que años después de convertiría en presidente. El choque de clases traumaría al Birrete, como al futuro presidente. Igualmente, Xania y la Rabina también impactaron al presidente, una por su eficiencia (Xania) y la otra por su sensualidad. Las dos mujeres, luego, se le presentarán al presidente como armando una treta en su contra: construyendo un falso secuestro y pidiendo un rescate muy elevado. Confundiendo ensoñación, delirio e imaginación, el presidente es más un autómata que un agente del estado. Al final de su historia todo le parece ilusorio, transparente, sin consistencia, “Los personajes que lo acompañaban, los que atraía a su órbita para paliar esa soledad, eran imágenes fantasmales provenientes de su pensamiento. No tenían la consistencia que habría querido darles. Eran sólo funcionales a la trama que se había inventado para soportar la carga de la presidencia” (122). Pronto, la ciudad y el país, se le presentan al presidente como un mundo que conspira contra él, que sin motivo aparente lo odia. 

No se trata, pues, de que exista un “pueblo” imaginado por el presidente y que este pueblo deba ser disciplinado. De hecho, las ficciones que se hace el presidente no son impositivas, ni mucho menos resolutivas. Justamente, el final de la novela advierte sobre los peligros de la fabulación presidencial, y en buena medida recuerdan las mismas motivaciones que Benedict Spinoza diagnosticara en el siglo XVI para las cruentas y tensas relaciones político-religiosas en Los Países Bajos. Si hubiera que pensar el estado, o en este caso el presidente, Spinoza diría, habría que pensarlo como un bien contingente y relativo, y no como un mal necesario. Así, el bien contingente y relativo que el presidente de Aira ilustra radica en dejar su fabulación inconclusa, en dejar sin resolver el misterio que el Birrete, Xenia y la Rabina cargan. Dejar el caso abierto es precisamente dejar de presidir, pero al mismo tiempo la única razón por la cual valdría presidir, así la tarea del presidente “consistía en ocuparse de todo y no dar la puntada final a nada,” es que el presidente “Quería ser Presidente como la gota de agua quiere ser mar” (125). 

Menos que autónomo, más que dependiente. Notas sobre Trabajos del reino (2004) Yuri Herrera

28 Feb

Contrario al saber común, los artistas y su arte no son autónomos. Por otra parte, el arte siempre es menos que autónomo y más que dependiente a ciertas circunstancias. Esto parece ser lo que se sugiere en Trabajos del reino (2004) de Yuri Herrrera. La novela cuenta la historia de Lobo, un compositor de corridos, que se muda a la finca de un capo de la droga para luego huir de ahí con la Cualquiera, una de las habitantes de la finca, cuando el poder de capo ha caído en manos de sus subalternos. Lobo decide entregarle sus servicios al capo, el Rey, luego de que éste se asegure de que a Lobo se le pague como corresponde en su trabajo rutinario, cantar en cantinas. Una vez en la finca del Rey, ante Lobo se descubre un mundo de tintes medievales. Esto es, la finca es un castillo, los que rodean al Rey son su Corte, y ésta se forma de el Periodista, la Cualquiera, la Bruja, el Joyero, el Gerente, el Doctor, el Pocho, la Niña y ahora también por Lobo, ahora el Artista. 

Todos los personajes viven, de alguna manera, como se dice en una ocasión sobre el Periodista. Él es “el que cuida el nombre al Rey” (21). Es decir, los personajes del relato guardan una relación con el Rey supeditada por su nombre. Cada personaje sirve al, o trabaja para el, Rey en la medida en que hacen el bien por el Rey: el Doctor es el que cuida la salud del Rey, el Joyero es el que cuida las joyas y lujos del Rey, y así sucesivamente. Por otra parte, el Artista guarda una relación diferente con el Rey. Si bien éste no está sometido completamente, pues en todas sus canciones no “había que mentar al Rey” (17), tampoco es que el Artista desprecie servir al soberano, pues a final de cuentas éste “vino a ponerse entre los simples y convirtió lo sucio en esplendor” (12). 

La relación que el Artista guarda con el soberano es más y menos que un mecenazgo en Trabajos del reino. De hecho, parece más bien que se trata de una singular relación laboral. Después de todo, no se trata de que el Rey se encargue de asegurar las necesidades materiales del artista a manera de mecenas, sino de que el Artista forma parte de los diversos trabajos del reino, no sólo componer canciones sino escribir textos. La particularidad de los trabajos del Artista es señalada por el Periodista luego de que las canciones del Artista sean censuradas, y algunos miembros de la Corte busquen una solución al problema. Para el Periodista hay una radical diferencia entre lo que hacen trabajadores como él y el artista, unos, como el Periodista, “le cuidamos las espaldas [al Rey], pero usted es otra cosa, no digo que no lo quiera, pero lo suyo es arte, compa, usted no tiene por qué atorarse con pura palabra sobre el Señor” (55). Esto es, el Periodista busca disuadir al Artista de exponerse ante otros por el Rey, de ser un trabajador común en la empresa del capo. Con esto, aunque el Artista escriba lo que le emocione (55), mas que lo que debe de escribir, para el Periodista, el Arista es un ser “hecho de pura pasión” que si un día “tiene que escoger entre la pasión y la obligación, [el] Artista, entonces sí que está jodido” (55). 

La inescapable decisión que le dibuja el Periodista al Artista no es, necesariamente, un callejón sin salida. Con la caída del Rey, y los nuevos lentes del Artista, proporcionados por el Doctor, ahora lo sensible se distribuye de forma diferente. El Rey queda como “un pobre tipo traicionado. Una gota en un mar de hombres con historias. Un hombre sin poder sobre la tersa fábrica en la cabeza del artista” (72). Si bien, los nuevos capos en mando de la ciudad amenazan de muerte al Artista, morir ahora para Lobo será algo que quede fuera de los trabajos del reino y de los trabajos del arte, “si era su muerte, era suya” (78). Igualmente, ante el dolor de dejar ir a la Cualquiera, pues ella le pide no acompañarla, Lobo se queda fuera de todo, fuera del trabajo, del arte, del amor, pero cercano a sí mismo. En el ambiguo final de la novela Lobo se queda en la inmanencia de “la resolución de volver a la sangre de Ella, en la que había sentido, como un manantial, su propia sangre” (78). Esa sangre que Lobo había sentido lo revela a él mismo como otro hilo de sangre con todas las sangres. Su regreso al manantial es un ensueño, pero también su desaparición del mundo, de la ciudad, del reino y de la vida. Lobo, el Artista, no tiene ya de qué escribir, ni para qué, estando solo, y su historia como su vida se desvanecen en el paisaje. Si saberse solo es saberse autónomo, el arte muere como Lobo una vez que su vida es suya. 

Teatro de la crueldad. Notas sobre Nostalgia de la sombra (2002) Eduardo Antonio Parra 

15 Feb

Con ciertos matices de novela policiaca de hardboiled y thriller, Nostalgia de la sombra (2002) de Eduardo Antonio Parra cuenta la historia de Ramiro, un trabajador, de una particular empresa de seguridad en México a inicios del siglo XXI. Los trabajos de Ramiro consisten en eliminar a sus “clientes.” Esto es, Damián, el dueño de la empresa, comisiona sicarios yRamiro es sólo un trabajador más de esta línea de producción. Si bien, la empresa no forma parte de ningún órgano de gobierno, debido a las relaciones de Damián y a sus orígenes, él viene de una familia de abolengo, se intuye que el encargo de asesinatos forma parte integral del sistema económico y político que se retrata en Nostalgia de la sombra. Así, la empresa paraestatal vela por las pasiones y el bienestar del estado. Si bien, Ramiro es un hombre que disfruta asesinar, “Nada como matar a un hombre” (9), se dice a sí mismo al inicio de la novela, el goce de su trabajo se ve alterado: su jefe lo comisiona para asesinar a una mujer empresaria del norte del país. Cargado de tribulaciones, Ramiro debe realizar algo que no le causa placer y volver a una ciudad, Monterrey, que le trae nostalgia, sus múltiples vidas pasadas reviven en la pantalla de su memoria y en las páginas del relato.  

Conforme progresa la historia, Ramiro se revela como un cuerpo al cual se le han superpuesto diversas identidades. Desde niño rebelde, periodista, hasta pepenador y recluso, Ramiro ha vivido siempre como un actor de un teatro que cambia siempre sus personajes y sus contextos. Los cambios del espectáculo varían, pero siempre, parece, son los mismos actores y espectadores los que participan. Mientras Ramiro construye el perfil de su futura víctima, Maricruz, la empresaria, éste afirma que, en el teatro de la crueldad en que ambos participan, se tiene que aprender a cumplir con el rol asignado: 

[…] desde hace mucho aprendí que se trata de un juego en el que nos toca actuar como testigos y protagonistas al mismo tiempo. Si uno adopta el papel principal, está perdido; esa es la causa por la cual siempre me cargo del lado del mirón, del espectador, y aunque los sentimientos se me alboroten procuro entretenerme con la secuencia de mis alegrías y mis horrores y acaso a ello se deba que los haya sobrevivido (207-208). 

Desde esta perspectiva, en Nostalgia de la sombra la sociedad se divide entre mirones (testigos) y actores principales (víctimas y victimarios). Como el público del coliseo romano, los mirones viven desempoderados y satisfechos pues al experimentar la muerte ajena su vida es sólo la deferencia de su propia muerte: no pueden cambiar nada, pero se pueden conformar con vivir un poco más que aquellos que saludan antes de morir. 

La violencia guarda una relación intrínseca con el espectáculo. No hay violencia sin testigos. El asunto es que, como el Monterrey retratado por Parra, en México y en otras latitudes, el narco nos posiciona frente a un espectáculo que extenúa el goce. Ante un espectáculo que cada vez reduce más la diferencia entre espectadores y actores, o que cambia hasta el cansancio los roles y tramas del show, la actitud más radical, tal vez, es la de Ramiro, pues ante los diferentes cambios que su encomienda sufre, se dice: “Esta película cada vez degenera más en farsa. Demasiadas sorpresas. Demasiados giros. Y yo no acepto correcciones en el argumento. Ya lo dije, Maricruz. Mi papel estaba decidido desde que llegué a Monterrey y no voy a modificarlo” (284). Aceptar el rol y morir con él aparece como única salida. Dejar, de cierto modo de deferir la muerte, sería darse cuenta de que incluso ésta no es un estado definitivo, que más bien es “algo extraño que se mete en nosotros. Como el cansancio, el aburrimiento, la indiferencia. Que nos inmoviliza y nos libera al mismo tiempo” (299). Más allá del espectáculo no está la muerte. Sin embargo, ya una vez fuera de bambalinas, tramoyas y libretos, ¿dónde habrán de pasarse las tardes de insomnio y tedio sin espectáculo que asistir?  

Saberse personaje y no actuar, estar en la historia sin necesidad de ser. Notas sobre Museo de la Novela de la Eterna (1967/1995) de Macedonio Fernández

2 Feb

No habría, tal vez, razones suficientes para decir que Museo de la Novela de la Eterna (1967/1995) de Macedonio Fernández sea una novela. Sin embargo, como en repetidas ocasiones la prosa del texto lo recuerda, se trata de una novela. Así, la novela está precedida por 3 notas, 56 prólogos y precedida por 3 epílogos, que también pudieran ser prólogos. Si el prólogo, como cualquier otro paratexto, es siempre un umbral, entonces, esta novela es una novela de umbrales, un pasaje muy cercano a eso que el título sugiere, la eternidad de un momento presente saturado.

Los temas de los prólogos son variados. A veces se adelanta el relato de la novela. Otras veces se discuten las ideas estéticas del “autor,” que es a la vez personaje del relato. En suma, el texto se presenta como una acumulación de páginas que se desordenan y ordenan, que van de un lado a otro. Como se afirma en uno de los prólogos, esta forma de contar una novela es novedosa porque trata sobre la perfección de la solemnidad del hacer novelas y el hacer de las novelas. “Este será un libro de eminente fargollo, es decir de la máxima descortesía en que puede incurrirse con un lector” (140). El fargollo, como un hacer sin orden, pero a la vez un hacer que “arrastra consigo infatigables remiendos de revisación,” (140) es una búsqueda de perfección. La novela, si se quiere, es un trabajo de vanguardista en la medida que busca la perfección estética. Al mismo tiempo, dados los prólogos que preceden, “el movimiento de la novela,” su inicio, el texto difiere su perfección. Esto, al menos como el autor dice, o una voz narrativa en el prólogo “Andado,” vuelve al texto una novela de imposibilidad, que “es el criterio para clasificar algo como artístico sin complicación de Historia, ni Fisiología” (146). 

La imposibilidad en Museo es ambivalente. Parece más bien que, antes que una novela de imposibilidad, se trata de una novela de aporía. Esto es, el texto construye y deconstruye los elementos que forman tradicionalmente una novela. “La novela” exhibe sus propias posibilidades e imposibilidades. Por este proceso pasan personajes, tiempos, lugares, el mismo lenguaje que se usa en el texto, el autor, el lector, la forma en que se lee, la forma en que se escribe (estilo), el acto de leer y el acto de escritura. La Eterna, por ejemplo, es un personaje, “el único no-existente personaje, funciona por contraste como vitalizador de los demás” (149). De tal forma, la novela, no es sólo un experimento, sino también un texto que propone una estética no realista del acto de narrar. Si el realismo propone dibujar seres cargados de vida, que al final no existen, la propuesta de Macedonio Fernández consistiría en dejar al lector esperando la vida. Esto se ve con mayor detalle en la sección de Museo que se identifica como novela. Si bien, afirmar que hay un relato contado de forma tradicional en Museo es arriesgado, como una aporía, la novela exhibe su propia posibilidad e imposibilidad de armar un relato. O mejor, habría que decir que hay relato, pero no eso que vuelve realista al relato, como el personaje de la Eterna, hay algo en Museo que vitaliza al relato sin ser este elemento vitalizador del relato. 

La novela, cuyo final ya se anuncia en los prólogos (“queda indescripto el Final de la novela medioescrita por la dispersión resuelta” [216]) cuenta la historia de al menos doce tipos de personajes (desde “Personajes efectivos: Eterna, Presidente” hasta “Personajes desechados ab initio: Pedro Corto y Nicolasa Moreno) que habitan una casa a las afueras de Buenos Aires. Todos los personajes viven a la espera de la Eterna, o más bien, a la espera de que el autor escriba la Eterna. El problema es que esta escritura siempre se difiere. Las intervenciones de los personajes aparecen acotadas, es decir, se indica quién dice qué y a quién se dirige, aunque hay veces que las acotaciones no aparecen. Otras veces, personajes como el Presidente intervienen completamente por todo un capítulo. El actuar de todos los personajes es un ir y venir a la casa, salir y entrar de y a escena, pero la presencia más fuerte es la de la Eterna, que paradójicamente nunca actúa, ni aparece. 

Todos los personajes de Museo saben que su “existencia” no es real, que vivir los sacaría de la novela, pero algunos no por ello desprecian la idea de vivir. Quizagenio y Buena-Persona, personajes que intercambian comentarios sobre su no existencia, su deseo de permanencer en la novela, pero también su anhelo de vida, leen también sobre otros personajes, propios a Museo y de otros textos. Quizagenio y Buena-Persona son también, de una manera, los que resumen y en quienes resuenan las decisiones del autor y el Presidente, el personaje que se desvive por la aparición de la Eterna, que le escribe largas cartas y poemas, que vive de la contemplación metafísica. Justamente, cuando, el Presidente está por abandonar la casa para siempre, y por ende, la novela, porque ya no aguanta la postergación de la aparición de la Eterna, Quizagenio comenta: “Lo que necesitáis no es tener vida; lo que falta es saber si la Eterna la quiere. Hasta ahora no hemos pensado esto. Sólo el presidente podría decirlo. Que lo diga. ¿La eterna quiere la vida?” (410). Este punto de crisis en la novela se debe a que la Eterna es aquello que presupone pero también excede a la novela misma, a la escritura y, por extensión, a los personajes. La Eterna no es un personaje, pero los otros personajes la esperan. El problema es que de llegar, la Eterna se volvería personaje y, así, dejaría de ser la Eterna. Ante la pregunta de Quizagenio, el Presidente calla, pero hay otra respuesta. Aparece en el texto algo que sería una respuesta de un vacío, o sólo de la página que se lee: “Querría vida si alguien que anda por el mundo valiera lo que vale el amor de ella. Pero así no sucede y antes bien su único motivo de contento es saberse personaje” (410). La eterna se descubre así como un alguien que se sabe personaje, pero no actúa, quiere la vida, pero no el ser y aún así está en la historia. Esta ambivalente condición de la Eterna vuelve a Museo no sólo una obra abierta, por el hecho de postergar siempre la perfección buscada, sino que también el texto de Macedonio Fernández aparece como un texto de fuga, de escape hacia aquello que se sabe, quiere sin ser y persiste en su estar. El museo inaugurado por Fernández no es el de la posmodernidad, sino el de lo infraexistente, intrascendente, y siempre insistente. 

Males que duran mil años: determinismo y acumulación originaria. Notas sobre Juan Justino Judicial (1996) de Gerardo Cornejo M

31 Jan

Como anuncia la portada y contraportada de Juan Justino Judicial (1996) el texto está escrito a manera de corrido y novela. A esto se suma, según dice la contraportada, que la historia de Juan Justino Altata Sagrario “está narrada por tres voces imbricadas que se alternan y complementan” (s/p). De ahí, pues, que la mayoría de los capítulos impares estén narrados en un tono “impersonal,” que la contraportada identifica como la voz colectiva, la voz del corrido; los capítulos pares sean, en su mayoría, narrados por Juan Justino; y una voz narrativa, a manera de un narrador en segunda persona, intervenga en varios capítulos del texto, como si esta voz fuera, según la contraportada, el primer muerto de Justino Altata, su conciencia. Juan Justino Judicial es una obra donde diversas voces confluyen, sin embargo esa confluencia no cambia el monótono determinismo del relato. En otras palabras, este es un texto en el que muchas voces narrativas convergen, pero los cambios radicales dentro del mismo relato son mínimos. Se cuenta de muchas formas un determinismo melodramático ya sabido de antemano. 

Juan Justino Altata fracasa en componer su vida, como también fracasa en recomponer su corrido. El relato, contado a manera de novela picaresca, narra la vida de Juan Justino Altata, un campesino de la sierra del noroeste de México. La vida de Altata está sujeta a una doble marginalidad, pues, además de pobre, todo el mundo, en especial otros hombres, se burla de él, ya que “le falta la mitad de la varonía” (8). Expuesto, pues, al acoso y a la miseria, Justino va guardando odio y rencor contra sus semejantes. Años después, luego de probar suerte por toda la costa del Pacífico norte en México y de intentar cruzar al otro lado, Justino y otros peones roban al ingeniero de la plantación donde trabajan, pues el robo era “su oportunidad para salir de una vida que él no había escogido” (76). El problema es que luego del efervescente éxito, Justino es capturado por la policía judicial y luego convertido en miembro de la “corpo,” como él mismo llama al grupo policial. De ahí, Justino Altata deja de ser quien era y se convierte en el teniente Rodrigo Rodarte. Si el robo al ingeniero se le presentó a Justino como la posibilidad de mejorar su vida, pero cayó preso, ahora su incorporación a las fuerzas policiales parece abrir la posibilidad de finalmente mejorar. El problema es que no lo logra. 

Ya sea que se le conozca por su nombre de pila, Justino, por su nombre de judicial, o por su apodo, teniente Castro, debido a un cruel método de tortura que practica a sus detenidos (castrar y colgar de los genitales a sus víctimas), Justino Altata se hace de renombre y fama. Esa urgencia que tenía de “ser alguien” (63), se trastorna cuando Justino se da cuenta de que su fama se la debe a un corrido y este va contando eventos que él quisiera cambiar. “Así lo que yo cuento, uste recompone, porque quiero que vaya poco a poco poniendo de moda el nuevo corrido hasta que borre de la memoria de toda esa zarandaja que se anda contando por ái” (23). Como cada cambio que Justino da para mejorar su vida, la corrección del corrido, que es también la narración del texto, pareciera ser la última capa de cambio, el punto de cúspide que pudiera asegurar un cambio radical en la vida de Justino Altata. Sin embargo, recomponer un corrido es como recomponer una vida, un acto casi imposible. Mientras que la autoría del corrido subyace en una masa que no necesariamente busca la cristalización de una sola versión de la canción, una vida no subyace en las condiciones que le son propias: la vida del individuo descansa en las condiciones que lo presuponen y también en la manera habitual en que reacciona ante las cosas. Como Justino no mejora su vida, tampoco el corrido recompuesto le hace justicia, antes bien, esta nueva canción reprende las decisiones de Altata: “si uno nace incompleto/ hay que darse por sevido” (150). 

El origen de la familia de Justino no aparece sino hasta muy tarde en el relato. Sólo entonces se descubre que su estirpe es la de los últimos “Altata de los alzados” (133), de los últimos grupos indígenas que se alzaron en tiempos coloniales en la región norte del país. Este grupo, que resistió hasta el final, fue maldecido por un sacerdote español, y así, por cinco generaciones los descendientes de los Altatas procrearían varones como Justino, incompletos de su varonía, pero también, tal vez, condenados a repetir un proceso de acumulación originaria, a vivir “con la pura mitad de las potencias” (9), como diría el padre de Justino. La acumulación originaria es el proceso descrito por Karl Marx como presuposición general a la acumulación capitalista. Los orígenes del capitalismo, Marx afirma, son todo menos idílicos, son momentos como los que vive la familia de Marcial Campero (41), el amigo jornalero de Justino, tiempos en que a base de desposesiones de tierra, asesinatos, robo y legislaciones sanguinarias, la burguesía nace y el estado refuerza su condición de “dominador,” tiempos en que “multitudes son de repente y a la fuerza separadas de sus medios de subsistencia, luego son forzadas a formar parte del mercado laboral como aves sin nido [vogelfrei en el original]” (Capital Vol I. 876). Con esto, Juan Justino Judicial sugeriría que la larga maldición que el proceso de acumulación originaria trajo a los Altata llegaría a su fin con Justino. Aquejado por un cáncer y de regreso a su pueblo natal, Justino muere en un delirio permanente, “sus arranques de palabras entrecortadas parecían confundirse ya con las otras que le venían de otra parte” (148). La voz narrativa enunciada en segunda persona se reúne por fin con Justino y le recuerda lo vano de su empresa, “tratando de componer un pasado que no podía modificarse un pasado que era tu vida misma porque desde entonces estabas condenado por tu primera muerte” (149). El problema es que esa primera muerte no era sólo de Justino, sino también la de todos sus antepasados. Para cuando Justino termina la maldición colonial, al ser parte de la quinta generación de Altatas, otra maldición comienza. Si a Justino Altata, como castigo, “Dios lo volvió judicial” (150), el nuevo castigo divino, como el que sufre Marcial Campero, parece una maldición inacabable, pues una vez vuelto narco ni él ni su familia se salvan.