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Personajes de carácter y de destino, y el (buen) uso de la garlopa. Notas sobre Soldados de Salamina (2001) de Javier Cercas

22 Sep

Si bien Soldados de Salamina (2001), de Javier Cercas, evoca directamente la batalla entre persas y helenos que “salvó a occidente de las garras de oriente” en la antigüedad, en la novela esta evocación es más ironía que hermenéutica. El relato comienza con un narrador fácil de confundir con el mismo Cercas, un periodista de mediana edad que ha publicado varias novelas y que lleva el mismo nombre del autor. Éste entrevista a Rafael Sánchez Ferlosio. Mientras que la entrevista va por un sendero incierto y rocoso, pues Ferlosio, como menciona el narrador, cuando se le pregunta algo responde con otra cosa, la charla entre ambos fluye hacia otra parte. En un momento, Ferlosio le cuenta a Cercas sobre su padre, Rafael Sánchez Mazas, uno de los fundadores de la Falange y luego ministro en la dictadura franquista. Cuando el gobierno republicano estaba por ser consumido por la cruenta guerra civil en España, y el avance de los nacionalistas, comandados por Franco, ya anunciaba su triunfo inevitable, muchos presos importantes para los republicanos fueron mandados a fusilar. Entre estos presos estaba Sánchez Mazas. La particularidad del asunto no es sólo que Sánchez Mazas sobreviviera al fusilamiento colectivo, sino que su escape está lleno de enigmas y traiciones. Si bien, él se mantiene fiel siempre a la Falange, y luego al Franquismo, su escape de la muerte depende de, primero, un soldado republicano y luego de unos desertores republicanos y campesinos catalanes. 

Con todo y que el texto enfatice en repetidas ocasiones que no se trata de una ficción, sino de un evento “real,” lo que está en juego en Soldados es la forma en que tanto “lo real,” como “lo ficticio” generan memoria. De hecho, el argumento del texto está dado desde las primeras páginas. El relato de Ferlosio sobre su padre es lo que se repite durante toda la novela. Más aún, la misma entrevista con Ferlosio da la pauta de la dinámica a seguir en todo el texto. Cuando el narrador recupera parte de la “entrevista” menciona: 

“El problema es que si yo, tratando de salvar mi entrevista le preguntaba (digamos) por la diferencia entre personajes de carácter y personajes de destino, él se las arreglaba para contestarme con una disquisición sobre (digamos) las causas de la derrota de las naves persas en la batalla de Salamina, mientras que cuando yo trataba extirparle su opinión sobre (digamos) los fastos del quinto centenario de la conquista de América, él me respondía ilustrándome con gran acopio de gesticulación y detalles acerca de (digamos) el uso correcto de la garlopa” (19) 

No sólo se trata de la imposibilidad de “extirparle” a Ferlosio algo de información, sino que cada respuesta de Ferlosio va, aparentemente, hacia un campo semántico y temático disperso. Como si no hubiera nada en común entre los héroes de carácter y destino, y los quinientos años de la conquista, con la batalla de Salamina y el buen uso de la garlopa, la narración pasa por alto estas respuestas. No obstante, lo que hay aquí es el borboteo de una embriaguez argumentativa que ya obedece una lógica de readymade: las respuestas de Ferlosio son imágenes analogables, objetos que se encuentran (“no fue hasta la última cerveza de aquella tarde cuando Ferlosio contó la historia del fusilamiento de su padre, la historia que me ha tenido en vilo durante los dos últimos años” [19]). Así, los héroes de carácter y de destino tienen todo que ver con las causas de la derrota persa, y los quinientos años de la conquista también tienen todo que ver con el uso apropiado de la garlopa. A la larga, también, estas respuestas son las mismas que explicarán la misteriosa manera en que Sánchez Mazas sobrevivió a la guerra civil. 

La distinción entre héroes de carácter y de destino es elaborada por Sánchez Ferlosio en varios ensayos. De forma muy escueta, la diferencia entre héroe de destino y héroe de carácter está en que el segundo es un manojo de repeticiones y el primero un nudo que siempre se resuelve. En otras palabras, el héroe de carácter tiene experiencias que siempre se repiten, es el héroe del hábito y del estoicismo. El héroe de destino, por otra parte, es el que actúa no por su experiencia, sino por otra fuerza, eso que el narrador de Soldados describe en la mirada del soldado que traiciona sus órdenes y deja ir con vida a Sánchez Mazas. El héroe del destino actúa por “una insondable alegría, algo que linda con la crueldad y se resiste a la razón pero tampoco es instinto, algo que vive en ella con la misma ciega obstinación con que la sangre persiste en sus conductos y la tierra en su órbita inamovible y todos los seres en su condición de seres” (104). Ese flujo, que puede ser entendido como el conatus spinozista, es aquello que antecede y precede a la acción, pero sólo puede ser expresable en eso mismo: acciones. 

Con esto en mente, Soldados de Salamina es una novela sobre la posibilidad de pensar que la guerra civil española fue más que sólo una lucha entre carácter y destino. Es decir, Sánchez Mazas es el héroe del carácter, al que siempre se le regresa su experiencia primordial (que puede ser la ceguera), pero que por más que se empeñe por hacer destino (fundar la Falange) nunca lo logrará. Y de esta manera, su presunto salvador, un soldado republicano que termina peleando por Francia en la Segunda Guerra Mundial llamado Miralles, es el soldado de destino. Miralles, como Ferlosio en la entrevista, siempre hace lo opuesto de lo que se le pide en el momento indicado. Ser personaje de destino, pues, es saberse ínfimo, reconocerse como un personaje, no más, pues como le dice Miralles a Cercas, el narrador, “Los héroes de verdad nacen en la guerra y mueren en la guerra. No hay héroes vivos, joven. Todos están muertos” (199). El asunto, pues, no es que el personaje de carácter y el personaje de destino se contrapongan, ni que alguno de los dos deba de volverse héroe. Lo que está en juego en Soldados es menos entender la historia como una dialéctica, y más como un posible buen uso de la garlopa (el instrumento que genera planicies entre dos junturas de madera), algo que, efectivamente, traiciona a la historia. Así, Soldados de Salamina triunfa como literatura y fracasa como historia (muchos datos son falsos en la novela). Este triunfo consiste en la transformación del evento repetido, y por tanto repetible, (la salvación de Sánchez Mazas) en un avance, en una larga acumulación. Esto es evidente en el último párrafo de la novela: una serie entrópica que va sólo hacia adelante, al afuera de las páginas, al lugar en el que, como la mirada del soldado anónimo que salva a Sánchez Mazas, el flujo encuentra y conecta a personajes de carácter y destino por igual, el acto de lectura.  

Escritura y vida: el punto impreciso entre la memoria y la experiencia. Notas sobre El entenado (1982) de Juan José Saer

10 Aug

“De esas costas vacías me quedó sobre todo la abundancia de cielo” (13). Con esta aparente contradicción inicia El entenado (1982) de Juan José Saer. La novela contada en primera persona recupera los recuerdos de un huérfano español que en su juventud vivió por 10 años con un pueblo indígena antropófago en la recién “descubierta” América de inicios de siglo XVI. A su retorno a España, el anónimo narrador, que ahora escribe desde la senectud, recuenta cómo del miedo y la incomprensión a los indígenas ahora su memoria se los presenta con cariño, pues frente a los excesos, corruptelas, libertinaje y desasosiego de la vida en España, la vida en aquellas costas vacías no era mejor, pero sí más cercana al sosiego. Si bien, buena parte del relato se ocupa de la relación sobre la vida diaria con los antropófagos, la novela es menos una exaltación de una pretendida y “pura”otredad de los indígenas y más un ejercicio de memoria. Más bien, El entenado es, en gran medida, una exploración sobre el movimiento y la sensación del recuerdo de la existencia propia y del entorno: una novela sobre escritura y vida. Si entenado es el hijo que se aporta al nuevo matrimonio, el narrador no es sólo el hijo que llega a esa unión forzada y accidentada entre el nuevo y el viejo continente, sino también alguien cuya vida llega en doblez a sí mismo, alguien que llega por deseo propio o por azar al puerto de sí mismo. 

El narrador va de una costa a otra, de un extremo a otro. Criado entre prostitutas y marineros, cuando el puerto ya no le era suficiente, el narrador decide embarcarse hacia el lugar del que todos hablan en los puertos. “Lo importante era alejarme del lugar en donde estaba, hacia un punto cualquiera, hecho de intensidad y delicia, del horizonte circular” (14), dice el narrador. Si su origen es intrazable, por su orfandad, el destino del narrador también se presenta así. El punto cualquiera, hecho de intensidad y delicia, del horizonte circular es uno y cualquier punto. En ese siglo, desde las costas españolas cualquier línea hacia el nuevo mundo es de fuga. Si la tierra de origen es terrible, cualquier punto que se aleje de ahí, por su intensidad y su delicia, debería ser mejor. El mismo punto que el narrador busca fuera de las costas españolas parece ser el mismo que el capitán, una vez emprendido el viaje, observa obsesivamente, “miraba fijamente un punto invisible entre el mar y el cielo, sin parpadear, petrificado sobre el puente” (16). La petrificación del capitán seguirá así incluso al llegar a tierra. Mientras los demás miembros de la tripulación se convierten líneas erráticas que se desplazan “como animales en estampida” (19) al llegar a tierra firme, el capitán se abstiene de todo movimiento. No es sino hasta que al hacer el reconocimiento de tierra, el capitán abandona un poco su inmovilidad. Sin embargo, el poco movimiento del capitán disminuirá aún más. En tierra, sus ojos se quedaron “mirando sin duda sin pestañear, el mismo punto impreciso entre los árboles que se elevaba en el borde de la selva” (22). Ese punto impreciso eventualmente provoca “una estupefacción solidaria” (23) entre los marinos, hasta que el capitán “emitió un suspiro ruidoso, profundo y prolongado” (23). Luego del suspiro los marineros pasaron a un “principio de pánico” (23). 

El punto impreciso detona la estupefacción solidaria, el suspiro ruidoso y el principio de pánico. Este punto es mediación entre la memoria, o la imaginación, y la experiencia y a su vez el lugar ilocalizable entre escritura y vida. Algo hay de aterrador en el momento detonado por ese punto impreciso. Más allá del miedo y la diferencia que puedan generar luego los sucesos venideros en la narración, la muerte de todos los marineros excepto del narrador, la orgía y antropofagia de los indígenas, el regreso a España, la falsedad de la vida monacal y artística y el placer humilde de vivir en familia y escribir, algo hay que afecta en desmesura en las primeras páginas de El entenado. El terror, el miedo, o el afecto, está siempre en los huecos, en los agujeros, los puntos imprecisos que parecen alejar al que observa de sí mismo y al mismo tiempo acercarlo a otra cosa diferente de sí mismo. Estos puntos están por toda la narración. El capitán incluso luego de su resoplido continúa obsesionado, atosigado, casi, por estos puntos. Un día mientras cenaban, su mirada “permanecía fija en el pescado y, sobre todo, en el ojo único y redondo que la cocción había dejado intacto y que parecía atraerlo, como una espiral rojiza y giratoria capaz de ejercer sobre él, a pesar de la ausencia de vida, una fascinación desmesurada” (25). 

El punto impreciso tantas veces mencionado en la novela no es un vacío. Al menos no un vacío en el sentido en que aquello que es abismal es habitado por la nada. Este punto es precisamente el que regula el arco narrativo, es el lugar sin el que la escritura perdería su trazo y la vida su fuerza, su curva y progresión, un límite que garantiza el movimiento de las cosas. El narrador comenta luego de describir con nitidez los vaivenes de la orgía y la embriaguez de los indígenas “ahora, sesenta años después, en que la mano frágil de un viejo, a la luz de una vela, se empeña en materializar, con la punta de la pluma, las imágenes que le manda, no se sabe cómo, ni de dónde, ni por qué, autónoma, la memoria” (61). El punto impreciso es, entonces, el límite de la memoria frente a una experiencia desbordada que exige su materialización. Aquellos años que excedieron toda experiencia forzaron el nacimiento del narrador en el nuevo mundo (41). En esos años su memoria sobre el viejo mundo se borró, bastaba una acumulación de vida que desplazó la memoria para que el cuerpo se acostumbre a otras cosas. De regreso al viejo mundo el proceso se repite, pero ahora, la acumulación de memoria desplaza la experiencia. Las tardes que consagra el viejo narrador a su escritura son ahora un punto impreciso desde donde memoria y experiencia se desbordan mutuamente dejando trazos en las páginas que leemos. 

Si entre los indígenas, como pasa también, tal vez, en las costas de su tierra de origen del narrador, dominan los roles y los hábitos, el único hábito que le falta al narrador es alguno que le permita poner aquello que se escapa a la experiencia y también elude, de cierta forma, a la memoria. Es decir, la escritura y los libros, según dice el narrador, son un “un oficio que […] permitiera manipular algo más real que poses o que simulacros” (117) y sobre todo son un hábito que le permiten al narrador rodear el punto impreciso, que ahora es atiborrado por una acumulación de palabras, de los vacíos de la vida van quedando abundancia de intensidades y sensaciones. Si la experiencia alguna vez venció a la memoria y a la inversa, en la escritura el vaivén entre memoria y experiencia se intensifica y se acelera. El texto se vuelve repetición y religación. Las constantes repeticiones de la narración ejemplifican algo más que un inacabable ir y venir entre la memoria y la experiencia. La repetición no es su condena, sino una oportunidad precisa de cambio, o como el narrador dice sobre el mismo sabor del vino que ahora por las noches prueba y comprueba repetidamente, este era “el indicio de algo imposible pero verdadero, un orden interno propio del mundo y muy cercano a nuestra experiencia […] un momento luminoso que pasa, rápido, cada noche, a la hora de la cena y que después, durante unos momentos, me deja como adormecido” (118). El punto impreciso se vuelve momento luminoso. Si la vida es eso que le pasa de lado a cualquier cuerpo, la vida no es más que algo aterrador pero neutro, un lugar raro donde se cumplen. El narrador dice, así, que “nuestras vidas se cumplen en un lugar terrible y neutro que desconoce la virtud o el crimen y que, sin dispersarnos ni el bien ni el mal, nos aniquila, indiferente” (152). Como el pasmo del capitán de la expedición, que dejó entenado al narrador en aquellas costas del nuevo mundo, o como el canibalismo de los indígenas, o la vida monacal y la errante vida de cómico, toda vida pasa, casi siempre, fuera de nosotros, desde o hacia un punto impreciso, sólo cuando el punto impreciso nos toca, entonces es que algo se ilumina, entonces es que la intensidad en nosotros brilla. Todo lo tocado y todo lo sentido, lo recordado, olvidado y experimentado, lo que se escapa y lo que se queda, va a encontrarse en el balbuceo del final de la novela, el “encuentro casual entre, y con, también, a ciencia cierta, las estrellas” (161): el encuentro de la abundancia del cielo y el desierto de la vida grabado en letras.

Acumulaciones en la playa: efervescencia y memoria. Notas sobre Otra vez el mar (1982) de Reinaldo Arenas I

16 Feb

La primera parte de Otra vez el mar (1982), de Reinaldo Arenas, cuenta la historia de una pareja y su bebé en un viaje vacacional a una playa aledaña a La Habana en los años de la histórica Zafra de los diez millones en Cuba. La narradora y su esposo, Héctor, han dejado atrás los bríos del amor joven, y ahora, a pesar de que sus cuerpos aún no se encaran con las arrugas de la madurez, ambos viven en el tedio. Como el mar, el relato de la narradora va en ondas, ciclos, corrientes, marejadas y olas. Es decir, durante toda la primera parte, la narradora superpone el recuerdo de su viaje a la playa —una semana de vacaciones para después volver a los trabajos en el campo— con recuerdos de su infancia, de su embarazo, de las colas para conseguir víveres, de sus discusiones con Héctor, de los trabajos en el campo, sus sueños y sus lecturas de ocio. Mientras que el texto pudiera sugerir una crítica al gobierno castrista, el asunto no es tanto criticar, sino saber ¿cómo es que las cosas llegaron a ser lo que son? Para la narradora, entonces, es obvio que, como su matrimonio, los joviales primeros años de la Revolución Cubana fueron euforia efervescente, olas eufóricas que se volvieron espuma en la arena, “los días que no necesitábamos de las promesas para creer, de las palabras para esperar” (77). Lo peor de la revolución fue que la rutina se volvió eso “que tanto despreciábamos […] vemos ahora las mismas humillaciones” (71). 

El hombre nuevo, a la Guevara, no tendría nada de nuevo sin hábitos nuevos. El hombre nuevo tiene casa nueva, tiene ropa nueva, sabe que “los problemas, digamos fundamentales, están resueltos” (78), pero sin afectos nuevos, sin hábitos nuevos, sin el amor que se renueve, la narradora sabe que el matrimonio está para “dedicarnos plenamente a hacernos la vida intolerable” (78). Las grandes metas del gobierno en nada impactan a los esposos, pues “¿qué habremos resuelto nosotros cuando se hayan cumplido —si es que se cumplen algún día — todas las metas? ¿En qué proporción aumenta nuestra felicidad porque nos hayan aumentado la cuota de arroz?” (100-101). Mientras la producción crece, las sonrisas no, pero las hambres sí, y las enfermedades también. Todo el dolor se acumula, pero el miedo reina, y es que “¿qué se puede esperar de un pueblo que siempre ha vivido en la esclavitud y el chanchullo? ¿Qué puedes hacer tú para sobrevivir, para no señalarte, sino imitar a los otros? Tomar sus lenguajes, sus maneras, exagerarlo todo aún más para que no te descubran. ¿Qué puedes hacer? ¿Qué se puede hacer” (109). Con la vida dominada, pocos espacios quedan para la existencia.

Entre el “¿qué se puede hacer” y el “¿cómo es que las cosas llegaron a ser así?”, la narradora describe un espacio convulso. Los escapes están, de esta forma, en la retirada del pensamiento, en la acogida de la sinestesia, de ahí que la narradora pase horas frente al mar, adivinando sus formas, sus colores. En otro momento, al verse al espejo, la narradora escapa al ruido de las calles ella está “suspendida, en otro tiempo, al margen” (150). Desde esa suspensión se abre un espacio hacia otra parte, un espacio que sabe que la crítica, o la política, no están en la acumulación de desgracias y su enumeración, como obstinadamente Héctor hace. Contar las desgracias en “el tono resignado de quien clasifica, enumera o menciona mecánicamente una variedad de objetos insignificantes e impersonales” (176), es como contar toneladas de caña. Unas acumulaciones se regresan en ganancias y creces, otras en miedos acumulados y docilidad de las masas. 

La narradora deja ver que en la retirada del pensamiento, las revoluciones, como la poesía, o el amor de la narradora por su esposo e hijo parecen estar en una delgada franja de indecibilidad porque “lo que realmente [la narradora] quisiera conservar, tener, es precisamente lo que desaparece, el breve violeta del oscurecer sobre las aguas” (147). Por otra parte, si la experiencia queda supeditada a la indecibilidad, cuando pasen las cosas felices, o las revoluciones eufóricas, el placer sólo será de uno, pues los buenos recuerdos, como el amor y la sed de oscuridades a la que se entregan los esposos al final de la primera parte, “después será” para la narradora “aún mejor, después, cuando lo recuerde, será absolutamente mío todo el placer” (188). Si la felicidad de las grandes metas, como las 10 toneladas de caña de la zafra, no incrementan la felicidad de los brazos que se aman y las bocas que se besan, ¿cómo hacer para que el sentido de la producción deje de lado los campos de caña sin trastocar los recuerdos del placer de los que se aman? ¿Cómo reordenar las olas que se acumulan en la arena?

La distracción y el vuelo. Notas sobre Las conversaciones (2006) de César Aira

13 Jan

Las notas son a partir de la edición Diez novelas de César Aira (2019) de Literatura Random House

¿A quién leemos cuando leemos una historia? Por vana que sea la pregunta, el viejo tema sobre “la identidad del narrador”, de aquella voz que enuncia, es siempre un tema intrincado. No es que se trate, solamente, de distinguir los niveles narrativos, las voces y las diferencias entre narrador, autor, voz e instancia enunciativa. Más bien, sucede que cuando leemos novelas como Las conversaciones (2006), de César Aira, estos elementos se confunden entre sí y se vuelve difícil ubicar hasta el lugar desde donde se cuenta la historia. En el monólogo que inaugura la novela, se dice que “Ya no sé si duermo o no. Si duermo, es por afuera del sueño, en ese anillo de asteroides de hielo en constante movimiento que rodea el vacío oscuro e inmóvil del olvido. Es como si no entrar nunca a ese hueco de tinieblas […] No pierdo la conciencia. Sigo conmigo. Me acompaña el pensamiento. Tampoco sé si es un pensamiento distinto al de la vigilia plena; en todo caso, se le parece mucho” (pos. 1562). Esa voz que abre la novela se ubica entre un espacio que difícilmente diferencia entre el mundo onírico, la memoria, el pensamiento y la escritura. “Así se me va la noche”, afirma la misma voz. Después, nos enteramos de que quien escribe se entretiene recordando conversaciones con sus amigos, conversaciones que, de la palabra hablada, pasan a la memoria, luego a la ensoñación y finalmente a la novela que leemos. 

Conversaciones no es sólo un ejercicio que arriesga la estructura convencional de una novela. En el texto no sólo se experimenta, reflexiona e improvisa sobre los alcances del género, sino que también se cuenta algo. La anécdota del relato es simple: el registro de una de las conversaciones que “el narrador” del relato tiene con un amigo a propósito de una película transmitida por televisiónEsos amigos, la voz que abre la narración y “un otro”, son hombres de cultura, seres cuyos días consisten en pasarlo “en compañía de Hegel, Dostoievski” (pos. 1603), pero que también a veces, irremediablemente, consumen y son consumidos por el cristalino resplandor de la televisión. El desdén con el que se empieza a hablar sobre la película que ambos amigos vieran anuncia que los hombres cultos no tendrían por qué hablar del entretenimiento de masas, pues “esas producciones estereotipadas de Hollywood se adivinan a partir de una secuencia o dos, como los paleontólogos reconstruyen un dinosaurio a partir de una sola vértebra” (pos. 1607). El problema es que ni todas las películas hollywoodenses, ni todas las conversaciones son como la parte mínima y esencial que permite construir un todo, como la vértebra del dinosaurio. 

Lo simple no es lo simplificado, ni lo común es lo ordinario. O más bien, el sentido común de las formas dadas, sean de la conversación o del cine, es más complejo de lo que se piensa. Los dos amigos discuten en diferentes sus desencontradas opiniones. La película, ese objeto común, banal, desabrido y espectacular, los desconcierta. El momento que desata el desacuerdo entre los amigos es la aparición “descuidada” de un reloj rolex en la muñeca de un pastor ucraniano, el personaje principal del filme. Acto seguido, los amigos se centrarán en discutir los límites de la ficción en relación con la realidad. Así, son mencionados errores de verosimilitud, diferencias radicales entre ficción y realidad, niveles narrativos, historias insertadas, contexto socioculturales que explican las motivaciones del filme y hasta la proyección psicológica del “narrador principal del relato” —pues él desde siempre ha querido un reloj rolex. Todos estos elementos sirven al análisis, pero los conversadores no llegan a un acuerdo. Sin saberlo, los amigos en realidad están repitiendo la forma misma de la película, pues ésta logra condensar muchos temas y motivos pero de una forma acelerada y fragmentada (pos. 2368-9). De este modo, lo que se analiza no es la película, sino la forma en que la película es vista, esto es la forma en que se enuncia (la enunciación enunciva): los mecanismos de la televisión. 

Frente a la televisión, ni ante ningún medio, uno no es uno mismo, y paradójicamente, uno es más uno mismo. Como se dice en la novela, frente a la televisión “una parte de la conciencia se mantenía afuera, contemplando el juego de ficción y realidad, y entonces lo que era inevitable era que surgiera una consideración crítica” (pos. 2294). Ver cine por televisión “dejaba de ser un sueño que uno soñaba y se volvía el sueño que estaban soñando otros” (pos. 2296). Lo que pone en juego la narración de Aira, como la televisión, es la forma en que las cosas pasan y uno se puede dar el lujo de seguir siendo parte del proceso y a la vez estar distraído. Esto es que, como los amigos de la novela, nuestra atención frente a los medios siempre está en otra parte. La película, ambos amigos, la ven a medias, la atención de los dos había sido parcial, y aún así tenían los elementos para conversar e intercambiar ideas.

Estar frente la pantalla es dejarse ir para que la realidad siga y uno forme parte de ella a pedazos. Al final, los dos amigos se dan cuenta que ambos perdieron partes esenciales de la película, el narrador afirma “No habría caído en la confusión si me hubiera concentrado debidamente, pero uno no se concentra en esa clase de pasatiempos” (pos. 2430). Un simple artificio confundió a los amigos y aunque la realidad, a diferencia de la ficción, “no tenía niveles” (2454), muy probablemente la ficción tampoco. Darle niveles a la realidad es darle falsos problemas, igualmente a las narrativas artísticas. Por otra parte, darle análisis a la realidad o a las ficciones, aunque parezcan nuevos niveles —y por tanto falsos problemas—, es nuestra única forma de darle frente a cualquier producto cultural, pues frente a estos uno se encuentra con la marabunta del mercado. Sólo por la conversación, y el intercambio de desacuerdos y análisis, eso que era laberinto se convierte en meseta. Hablar a/con un otro, tan radical en su otredad como uno en su mismidad, sobre un tercero, ese producto que dispersa y fragmenta, sea el cine o la literatura, puede convertirse en otra cosa, ya no una conexión de flujos y escrituras monetarias, sino una constelación de palabras, de pensamientos, luciérnagas que en la noche del narrador y del pensamiento, se convierten en “insectos de oro, mensajeras de la amistad, del saber, más alto, más alto, hasta las zonas de cielo donde el día se volvía noche y la realidad sueño, palabras Reinas en su vuelo nupcial, siempre más alto hasta consumar sus bodas al fin con la cima del mundo” (pos. 2499). En la cima del mundo, la inmensidad absoluta eleva a las palabras, su vuelo es admirable, pero si no regresan a la tierra y sólo se elevan sin cesar, irán probablemente a parar al olvido, a ese hueco rodeado de recuerdos gélidos, desde donde la primera voz narrativa comenzara su relato.

Palabra(s) hueca(s). Notas sobre El jardín de Nora (1998) de Blanca Wiethüchter

10 Nov

El apacible contexto con que inicia la novela El jardín de Nora (1998), de Blanca Wiethüchter, se resquebraja desde las primeras líneas. El jardín, ese que espacio en el que Nora “decidió forzar la tierra para producir un jardín como si estuviera en Viena” (3), un día comienza a llenarse de huecos. Y es que, en La Paz, como comenta el jardinero, ese “hombrecito” en el que “todo era pequeño […] menos la voz” (6), “se vive arriba, pero también se vive abajo” y construir un jardín a la manera de Viena es una necesedad, hay demasiadas piedras y el inhóspito clima terminaría por desterrar los sueños de Nora. No obstante, Nora y su esposo Franz se hacen de un “jardín del edén”. En ese espacio, por otra parte, nadie tiene cabida sino ellos y sus exóticas plantas, ningudo de sus 10 hijos tampoco, ni los indios que cuidan la propiedad, ni la profesora de los hijos. El misterio de los huecos dispara la paranoia de Nora. Los hijos o los indios son los culpables, pero el misterio no se resuelve. 

En uno de sus intentos por salvar su jardín, Nora acepta la intervención de un “yatiri”. Si bien, Franz se opone a esto, Nora le insiste “Estamos en un país que no es el nuestro, y otras son las costumbres, —dijo Nora con extraordinaria firmeza— y más vale creer en esas cosas; además, no hay otra alternativa” (14). El “yatiri” hace su labor y el jardín mejora. Todo se vuelve extraordinario, las flores retoñan como nunca y la yerbe reverdece en una eterna primavera. Si bien, en un inicio Nora ignora los consejos del jardinero y se empeña en forzar la tierra para hacer florecer su melancolía en La Paz, la tristeza y rabia infinita que ella sintió luego de la aparición de los huecos hacen que en Nora se siembren nuevos hábitos. Por otra parte, los hijos, los mudos, esos que “perdieron el lenguaje” por no saber si esos cuerpos que abarrotaban el jardín eran “kala”, “piedra” o “stein”, siguen fuera del mundo de Nora y Franz. 

Nora y Franz viven presos de viejas costumbres. Son melancólicos. Sólo afectos tan fuertes como la desgracia del jardín los hacen cambiar. La “pérdida de la palabra” de los hijos, en realidad, no es tanto una pérdida, sino resistencia. Luego de pronunciar “kala” y ser corregido el primero de los hijos, todos los hermanos pronto aprenden que los padres quieren escuchar una voz que en ellos no se sembró. El final de la novela, así, presentaría un punto de revancha, en el que las voces y los cuerpos oprimidos regresan para reclamar su espacio. El hueco que se abre luego de que las diez reconorosas bocas de los hijos dijeran “¡Bbbuuuueeeeccccoooooo!” (20), abren el espacio para que “un tumulto de piedras como frutos resecos, que ahora despeñadas sobre Franz y Nora los hundían sin oportunidad de voz en aquel hueco negro” (20). Los padres se hunden en el hueco junto con las piedras originarias del jardín. Sin embargo “Al otro lado del hueco, no había nada” (20). Esa palabra que salió de la boca de los hijos era en realidad “Phutunhuicu, que en buen aymara es phutunku y en buen castellano, hueco” (20). Los hijos reunen en su locución una palabra y un conjuro, un punto que devora al mundo familiar y al mundo anterior a éste. “Nadie los entendió” (20), se dice al final de la novela, y es que una vez liberados de sus mundos anteriores, los hijos se quedan solos. 

Si en la expresión de la lengua (locución), las intenciones (ilocución) son claramente las de destrucción de aquello que nos esclaviza, aquello que obtenemos al final (perlocución), no es nuestra liberación, sino la revelación de que el lenguaje se ata en huecos. Una palabra es una caja sonora vacía, pero cuando va cargada de cierto aire o cierta fuerza, puede herir como lanza. La concordancia “en hueco” del lenguaje permite devorar aquello que nos oprime, pero también exhibir aquello que nos falta. Si nos quedamos en esta encrucijada, ¿será que después de que nadie nos entienda se disparen otros afectos para encontrar ya no comprensión, sino resonancia? 

Aeroplanos e hipopótamos. Notas sobre El ruido de las cosas al caer (2011) de Juan Gabriel Vásquez

23 Sep

En 2009, Antonio Yammara, un profesor universitario en Bogotá, ve en una revista que uno de los hipopótamos macho escapados de la famosa, ruinosa y estrafalaria Hacienda Nápoles, exporpiedad de Pablo Escobar, ahora comparte el mismo destino del dueño de su viejo habitat. Así comienza El ruido de las cosas al caer (2011) de Juan Gabriel Vásquez. Este primer evento narrado en la novela de Vásquez no dispara ninguna reflexión profunda sobre el narcotráfico. De hecho, la narrativa principal del relato, la vida de Ricardo Laverde, (un jugador de billar, piloto aeronáutico, marido de una norteamericana excuerpos de paz, padre de una hija que no sabe de él, heredero de un legado “heroico” —su abuelo peleó en la guerra contra el Perú luego de la primera guerra mundial—, mula del narcotráfico y exconvicto que fue asesinado en 1996), contada por Antonio de forma fragmentaria y en desorden, sólo es posible luego de que el narrador se enganche con la cacería de notas referentes a los demás hipopótamos de Escobar. Así “mientras seguía la cacería a través de los periódicos, me descubrí recordando a un hombre que llevaba mucho tiempo sin ser parte de mis pensamientos, a pesar de que en una época nada me interesó tanto como el misterio de su vida” (14), la memoria departe desde la prensa, desde los medios, voces que en fragmentos desordenados escriben versiones de la realidad.

El terror en que sumió a Colombia el cartel de Medellín no hubiera sido posible de digerir sin los medios. La violencia “cuyos actores son colectivos y se escriben con mayúscula: el Estado, el Cartel, el Ejército, el Frente” (18) no se hubiera cubierto del manto insensible del hábito en Bogotá ni en Colombia sino gracias a que “sus imágenes nos llegaban con portentosa regularidad desde los noticieros y los periódicos” (18). Los medios se convierten en los que registran cada uno de los atentados del cartel. En Colombia, en la década de los años ochenta y principios de los noventa, la vida es una sucesión de registros del terror. Incluso Antonio, el narrador, no puede contar su historia sin dejar de mencionar los años que tenía cuando pasó tal o cual atentado. A la muerte de Escobar, en 1993, en un billar “donde ocurría la otra vida” (17), cuando en la televisión se hablaba del abandono en que se encontraban las fincas de los capos, Ricardo Laverde exclama “A ver qué van a hacer con los animales” (20). El comentario rompe la rutina, desgaja el hábito, pues abre la posibilidad a otros afectos. Si la prensa es insensible, la voz de Laverde apuesta por una sensibilidad extraña en esos años, la compasión. No es que El ruido de las cosas al caer finja ver con ojos compasivos el horror que vivieron tantos en esos años en Colombia. Más bien, la novela se preocupa por juzgar de la mejor manera posible esa afanosa e inescapable tarea que es recordar años en que el país cambió radicalmente y así poder actuar “mejor” en el presente. De tal manera, Ricardo Laverde y su familia ilustran el proceso de modernización de Colombia, con sus desaires, catástrofes y también momentos de vitalidad. 

El padre de Ricardo, en 1938, sufrió un accidente que le quemaría buena parte de su rostro. El evento en que esto sucede era la conmemoración número 400 de la fundación de Bogotá, “se había programado una revista de aviación militar para celebrar e aniversario” (113). El show pretendía entretener a la clase política bogotana y colombiana. El despliegue de los aeroplanos era un mero lujo a los ojos de un balbuceante estado-nación representado por el boquiabierto presidente López. Todo marchaba bien, hasta que el capitán Abadía, un arriesgado piloto, “había buscado terminar sus dos rollos pasando tan cerca de la bandera ondeante que pudiera coger la tela con la mano, una pirueta imposible dedicada al presidente López como un torero dedica un toro” (120). La vitalidad de la armada aérea termina en tragedia, el avión del capitán Abadía se estrellaría y mataría a muchos. Así, Ricardo Laverde escucharía decir en el hogar paterno que “los aviones eran cosas peligrosas e impredecibles como un perro con rabia […] o que los aviones eran como los dioses griegos, siempre ponían a cada uno en su lugar y no toleraban la arrogancia de los hombres” (154). Para desafiar el miedo de su padre, Ricardo se vuelve piloto. También para solventar su situación económica, Ricardo se vuelve traficante de mariguana junto con algunos norteamericanos cuerpos de paz. 

Si los aviones manifestaron los símbolos más claros de como Colombia se dibujaría en la modernidad, entre el espectáculo trágico frente a un presidente y una idea de nación y estado, y el capricho vengativo y terrorífico del capo de la droga más rico del siglo XX, los hipopótamos de Escobar, especie ajena al ecosistema colombiano, inaugurarían un nuevo episodio de “esos largos procesos que acabarán por toparse siempre con nuestra vida —a veces para darle un empujón que necesitaba, a veces para hacer estallar en pedazos nuestros planes más espléndidos” (213). Por otra parte, mientras que las desgracias aeronáuticas pueden ser evitadas a base de entrenamiento del personal aéreo, los hipopótamos, si no son exterminados, terminarán por devorar y alterar irreversiblemente el paisaje colombiano. No obstante, ¿no habrá ya cambiado desde antes de 2009 el paisaje sin remedio y sin retorno?, y ¿no será también que los hipopótamos no son los únicos que alteraron el paisaje?  

Delirios y el deseo. Notas sobre Delirio (2004) de Laura Restrepo

4 Sep

Las últimas páginas de Delirio (2004) de Laura Restrepo superponen las cuatro narrativas que forman la novela. La novela está escrita desde un presente enunciado (la narradora, Agustina, constantemente transcribe lo que otros personajes “dicen” y no lo que dijeron) y así los eventos contados suceden en un tiempo “figurado” muy cercano al presente. La historia del relato es contada, o transcrita, por Agustina, una mujer de la aristocracia bogotana a la que un fin de semana con un examante, el Midas McAlister, la trastorna. Así, el delirio de Agustina es contado desde cuatro perspectivas: las conversaciones entre la narradora y Aguilar —pareja actual de la narradora, exprofesor de literatura y ahora vendedor de croquetas para mascotas; las cartas y los diarios de los abuelos maternos de Agustina y sus hijas; los recuerdos y los diarios de Agustina en casa de sus padres; y la conversación que tienen el Midas McAlister y la narradora días después del fatídico encuentro entre ambos, cuando Agustina ya está “recuperada” de su delirio.  

Si el delirio es apartarse del “orden regular”, en cierto sentido, todos los personajes deliran. El abuelo de Agustina, Nicolás Portulinos —un músico alemán y profesor rural de piano en Colombia— alucina constantemente hasta que un día se suicida en las aguas de un río. En la casa paterna de Agustina, regida por Carlos Vicente, su padre, y Eugenia, se madre e hija de Nicolás, se vive en régimen “de horror por la sexualidad de los demás” (217). El Midas McAlister, dueño de un gimnasio y mediador entre la vieja burguesía bogotana y Pablo Escobar para lavar el dinero del narco, vive obsesionado por mantener su apariencia de adinerado, por ganar más y vivir mejor, por ascender de clase social. Aguilar se desvive por entender qué fue lo que le pasó a Agustina, el delirio del exprofesor de letras está en buscar una forma de volver a contar las cosas, para “ordenar la concatenación de los hechos con calma y a sangre fría, sin exagerar, sin dramatizar, buscando explicaciones escuetas y palabras claras que le permitan diferenciar las cosas de los fantasmas y los hechos de los sueños” (20). Esta búsqueda de Aguilar, precisamente, es el elemento en común que hay entre el relato familiar, personal y amoroso de la novela y las maneras en que se trata de leer la historia colombiana en el siglo XX, posiblemente luego del bogotazo y las protestas populares a mediados de siglo XX — hechos que también aparecen en la novela. 

El problema del delirio no es sólo encontrarse fuera de orden, sino que, en cierta medida psicoanalítica, habría que aprovechar la fuerza afectiva del delirio para reordenar la realidad de forma mejor. Es decir, si Colombia desde la segunda mitad de siglo XX ha sido un país delirante, entre violencia, guerrilla, crecimiento económico ilícito, alzamientos rurales y urbanos, migración y demás malestares de la modernidad, lo que está en juego no es tanto reparar estas circunstancias, sino redirigirlas, traerlas a un orden nuevo. No obstante, esto no es tan fácil. Sobre el malestar que aqueja a Ilse, la hermana de Nicolás Portulinos, se dice que “desde el exterior era una desconcertante y, para muchos, intolerable combinación de introspección y exhibición, de catatonia y masturbación” (238). El mal de Ilse consiste en sufrir los achaques de una comezón enfermiza e inescapable en la entrepierna (trastorno que confunde el dolor y el placer en la acción inevitable de rascarse). Ilse fue siempre una muchacha “perdida para el mundo y ganada por ese ardor en la entrepierna” (238), fue también un cuerpo delirante y sumiso al deseo, un deseo que de entrada la pondría, aparentemente afuera de la vida, pero en realidad su deseo la ponía justo en medio de la vida del mundo y la vida íntima. Ilse no tuvo cura. Agustina, por otra parte, sí. 

La cura de la narradora, la superación de su delirio, consiste en el regreso a un estado de calma. Como la calma, aparente, que se vivió luego de que Pablo Escobar fuera abatido por la DEA y el gobierno colombiano, Aguilar, Agustina, la tía Sofi —la hermana de la madre de Agustina— y el regreso a Bogotá del hermano menor de la narradora, luego de años sin verse, apuestan por un regreso al orden, a la calma. El problema, claro está, es que los delirios no se detienen. Al final de la novela, Aguilar renuncia a un posible nuevo romance, según él dice “no quiero, no puedo, meter en mi vida verdadera cosas que no lo sean, que ya de eso tengo más que suficiente” (301). Acto seguido Agustina le pide a Aguilar que “se arregle” y que se ponga una corbata roja para recibir al hermano ausente. Estas dos acciones, la renuncia al deseo y la obediencia ciega a la esposa, son sublimaciones del mismo malestar de Ilse, la hermana trastornada de Nicolás. Es decir, entre el gesto de rascarse y confundir placer y dolor a través del deseo —como le sucede a Ilse— y las acciones de Aguilar, renunciar al deseo y aceptar la voluntad del ser amado, surge un nuevo delirio, uno que no confunde ya entre la muerte y el placer, sino entre la sumisión y la felicidad. La muerte, entonces, ya no es una opción, sino el destino inminente del camino de la sumisión. Habrá felicidad en el camino, pero sin deseo, ¿de quién es esa felicidad?

Mnemotecnia en disputa. Notas sobre La rambla paralela (2002) de Fernando Vallejo

31 Aug

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Un misántropo es alguien que vivió demasiado, que no tiene ningún mal físico o mental o, como se dice en La rambla paralela (2002) de Fernando Vallejo, el mal del misántropo es que “ya nada le podía pasar. Era un gramático muerto a quien la muerte sólo le podía volver como un pleonasmo idiota. (pos. 205.4/ 230). Un misántropo es un muerto en vida. Un cuerpo que siente el presente, pero no puede expresar sino aquello que dejó de sentir en el pasado. Esto se puede decir sobre “el viejo”, un escritor antioqueño que se encuentra en Barcelona con motivo de una feria internacional del libro y personaje principal de La rambla paralela. El argumento de la historia de Vallejo es enredoso. No sólo se cuenta sobre la misantropía del viejo hacia la feria del libro y su mercado, otros escritores, la iglesia, España, Barcelona, las aerolíneas, la guerrilla en Colombia y el gobierno de ese país, el gobierno de México, las razas, los autos, las multitudes, el clima y el insomnio, sino que durante toda la novela se cuentan, de forma interrumpida, un recuerdo y un sueño. El primero consiste en un encuentro sexual entre el narrador y un joven chulo en Barcelona, hace ya años, en la rambla paralela (el paralelo). El sueño es en una llamada que hace el narrador a la vieja finca donde vivía su abuela, uno de sus tantos parientes muertos.

La vida del viejo en la feria de libro y en Barcelona pasa lentamente. En realidad son sólo algunos días los que cubre el relato. La narración sigue el ritmo del flujo de transeúntes de la rambla, el icónico lugar de Barcelona en donde se lleva acabo la feria del libro en el relato. Las calles tienen sucesión, pero en realidad el movimiento en ellas es siempre simultáneo, algo siempre pasa. La narración de La rambla paralela es, entonces, un ejercicio de memoria. Un ejercicio que se ve constantemente interrumpido, que no sucede, o en el que pasan tantas cosas como gente por la explanada barcelonesa. Así, aunque el narrador esté de regreso a uno de los lugares que más felicidad le dio (Barcelona y la rambla), su narración no puede regresar completamente al momento vivido. Es decir, el pasado está ahí, vivido, pero no narrable, o narrado de un modo enrevesado, de difícil acceso.

Entre largas noches de farra y el hartazgo de su vida, el viejo en una ocasión “se puso a recordar con los ojos abiertos, viendo sin ver, en el aire: a la abuela, a la vieja de la pensión y al muchacho prostituto. (63.5 / 230). En este sentido, como, el viejo dirá después, “su memoria sería sucesiva pero él era simultáneo, con una simultaneidad rabiosa que abarcaba el pasado, el presente y el futuro como dicen que es la de Dios […]” (pos. 218.6/ 230). Por más que el viejo se empeñe en recordar, y por más que sus recuerdos queden en un pasado distante, su sensibilidad simultánea los trae de nuevo al presente. No es sólo que la melancolía entorpezca la forma en que la novela es contada, sino que la propia construcción de la melancolía se presenta dificultosa. Esto es, que la memoria no está en realidad en disputa, pues los recuerdos quedan marcados en la subjetividad, pero lo que está en disputa es la forma en que se obtiene acceso a la memoria. En este sentido, el presente del narrador aparece como el lugar en disputa para poder contar de forma adecuada el pasado. El problema, claro está, es que si el presente es un espacio reglado por aceleraciones inestables, movimientos bruscos y simultaneidad de afectos, entonces el pasado se vuelve sólo un elemento más que deambula en el presente, y no un momento de partida. En el relato del viejo hay melancolía por el presente, no por el pasado, de ahí su misantropía.

Si el misántropo vive como muerto, es porque sabe que su pasado está siempre próximo pero inalcanzable por la simultaneidad con que la vida pasa. “A él desde hacía mucho no le fallaba la memoria: le fallaba la mnemotecnia” (188.4 / 230), se dice sobre el viejo. El pasado es para los vivos, pues ellos sí reconocen la progresión del tiempo, para los muertos sólo existe un tiempo, un presente simultáneo. La complicada historia reciente de Colombia puede ser leída desde la sensibilidad misantrópica ilustrada por Vallejo. Es decir que los hechos atroces, iniciados por el bogotazo en los años cincuenta, se prolongaron como un presente inacabable (al menos hasta 2016 el conflicto armado en Colombia terminó oficialmente). Vivir en tiempos neoliberales es vivir sin vivir, ver sin ver y oír sin oír, como dice el viejo en repetidas ocasiones. Si la mnemotécnica es el lugar en disputa, entonces, habría que aprender nuevas formas de recordar, para cambiar el presente y cambiar las formas en que se accede al pasado.

El final de la novela ofrece, de cierta forma, un atisbo de solución a los problemas sobre la mnemotecnia. El final regresa a la llamada telefónica que el narrador hace a la destruida finca de su abuela (el sueño que se cuenta al inicio de la novela). El narrador intenta mantener la línea abierta, continuar con la llamada para, tal vez, encontrar a su abuela. “Sólo tenía esa oportunidad para recuperar a la abuela. Era la última. Si se cortaba la comunicación, se iban a perder los dos, para siempre, en el vacío. / Y ¡clic! Se cortó. En la angustiosa irrealidad del sueño la arritmia tomó entonces el control del corazón. (pos. 228.1 / 230). La línea cortada, por fin devela que la abuela está perdida, muerta, irrecuperable. Si la arritmia es un compás desafortunado del corazón, sólo sería cuestión de encontrar un armonioso ritmo para volver las cosas a su orden. ¿Pero ese corazón tendría remedio? Por otra parte, si dentro de la mnemotecnia, el recuerdo y la memoria ya aparecen tal cual fueron, catastróficos pero no mistificados, entonces en la línea cortada de la llamada con la abuela no se pierden los dos sino sólo la muerta. El corazón arrítmico es también un regreso a la vida, un regreso tal vez breve. Quizás el viejo reviva y pueda volver a ver y a oír, fuera de ritmo, sí, pero en paralelo a la vida muerta del presente y no ajeno a la muerte del pasado y al umbral del futuro en el que vida y muerte se confunden.

Intervenciones a la memoria. Notas sobre Tengo miedo torero (2001) de Pedro Lemebel

25 Aug

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Tengo miedo torero (2001) de Pedro Lemebel es una novela de intervenciones. Es decir, la forma en que está escrito el relato manifiesta diferentes tipos de comunicación textual (intertextualidad) y a su vez, la historia también es sobre la intervención de un grupo de jóvenes en la vida política chilena al organizar un atentado en contra del dictador Augusto Pinochet. A pesar de que los temas que se tratan en la novela son de gran relevancia política, el texto no se cuenta desde desde ninguna posición política —aparentemente. De hecho, Tengo miedo torero comienza como un trabajo de memoria, “COMO DESCORRER UNA GASA sobre el pasado, una cortina quemada flotando por la ventana abierta de aquella casa la primavera del ’86” (5). Sin embargo, este ejercicio de memoria no funciona sólo como una gasa que se descorre sobre una herida (la dictadura), sino como la (re)escritura que surge de “de veinte páginas escritas a fines de los 80, y que permanecieron por años traspapeladas entre abanicos, medias de encaje y cosméticos que mancharon de rouge la caligrafía romancera de sus letras” (4), como se anuncia en una nota del autor antes de iniciar la novela. En este sentido, contar aquellos álgidos días en Chile, en que se planea un atentado contra el dictador, no puede ser posible sino desde un residuo afectivo, un texto de caligrafía romancera y manchado de rouge. La novela está intervenida por el romance y por el amor, y tal vez son estos dos elementos los que sustentan en vez de intervenir la narración.

El primer párrafo de Tengo miedo torero parece estar fuera de ritmo. El tono solemne de este párrafo contrasta con la historia de amor entre “la Loca del Frente” y Carlos, un joven estudiante que forma parte de un grupo de resistencia. La Loca, una mujer trans que en primera instancia no se interesa para nada en política, pues “prefería sintonizar los programas del recuerdo” (6), hospeda en su casa las reuniones del grupo de amigos de Carlos, y además, guarda en “cajas de libros” armas para la resistencia estudiantil. No es que los estudiantes sólo tomen ventaja del amor de la Loca por Carlos, sino que la Loca sabe esto y aún así decide no saber, prefiere disimular. Incluso se dice la Loca misma que era “[…] mejor no saber, mejor hacerse la lesa, la más tonta de las locas, la más bruta, que sólo sabía bordar y cantar canciones viejas […] Más bien seguiría con su teatralidad decorativa” (11). La Loca, entonces, no ignora el complejo panorama chileno, pero prefiere elegir ignorarlo, dejarse llevar por un amor imposible, entregarse a la frivolidad y sobre todo no intervenir en la vida política de país. Sin embargo, el amor de la Loca por Carlos poco a poco interviene y la transforma, resuelve las imposibilidades, vuelve sustancial la frivolidad y cambia la pasividad por actividad.

Para el momento de la escritura de la novela, a finales del siglo XX e inicios del XXI, la preocupación de Lemebel no es sólo la de descorrer la gasa que cubre la herida más latente en Chile para exhibir las atrocidades de Pinochet, ni las luchas de resistencia, sino que la gasa se descorre para airar la herida, para, tal vez, curarla. En este orden de ideas, la creación de memoria en el Chile de la postdictadura es también la proyección de imágenes de la vida cotidiana, llena de melodrama, y más aún, de la lucha de grupos que incluso fuera de la dictadura chilena no hubieran encontrado aceptación en ninguna parte. Al final de la novela, Carlos le propone a la Loca fugarse a Cuba con él. Ella rechaza la oferta, pues sabe que su condición de género difícilmente hubiera sido aceptada, o hubiera sido igual que en Chile. Este momento sucede luego de que el tono cinematográfico que tiene la novela llegue a su punto más alto. Se dice así, que “si la vida fuera una película, sólo faltaría que una mano intrusa encendiera la luz” (95). A la vida nada la interrumpe, pero a la ficción sí. En la ficción el amor de la Loca y Carlos sería posible, aunque la ficción se viera interrumpida por la mano intrusa de la realidad. Igual, en la realidad, los amores siempre son difíciles. Tengo miedo torero es, desde esta perspectiva, un ejercicio por intervenir la memoria histórica chilena de la postdictadura. Si el arte es siempre una intervención de la realidad para ejercitar el pasado desde las formas disponibles en el presente y tal vez hacer estrategia para el devenir, Tengo miedo torero apuesta por intervenir la herida, suturarla y preparar el devenir sin negar el horror del pasado, ni los fracasos, ni los amores, ni la intolerancia, ni mucho menos prometer un devenir carente de heridas.