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Las cosas que revientan. Notas sobre La diáspora (1989/2018) de Horacio Castellanos Moya

5 Apr

De cierta manera, La diáspora (1989/2018), de Horacio Castellanos Moya, es una novela fragmentada, o mejor que elude cierta forma. Esto, tal vez, venga ya sugerido por la idea que “la diáspora” evoca. Con esto, claro, no sólo se evoca a los grupos desplazados y hechos emigrar a la fuerza, sino también a las esporas: cuerpos que eluden la forma que se dispersan para adquirir por sí mismos novedad y permanencia. La diáspora no es sólo, entonces, la fuga de los expulsados, sino también la línea de fuga de aquello que permanece informe. Las cuatro partes que forman la novela se centran en formas específicas de narrar y también en perspectivas diferentes sobre el conflicto armado en Centroamérica, en especial en El Salvador. En cierto sentido, las historias de Juan Carlos, Quique, los periodistas de la tercera parte y el Turco son todas narraciones que intentarían responder a la pregunta que le hace Rita en las oficinas de la ACNUR (la agencia de solidaridad internacional que gestiona la migración de refugiados políticos) a Juan Carlos: “¿Y por qué tronaste?” (28). Así, cada personaje tronó, como tronó la guerrilla en el Salvador, como tronaron las crisis económicas en los ochenta en todo el mundo. 

Después de tronar, reventar cada parte del relato es, así, una “novella”: textos que se preguntan ¿cómo es que las cosas llegaron a ser lo que son?, ¿cómo llegamos aquí? Para Juan Carlos, por ejemplo, luego de la muerte de los líderes del partido en el Salvador, “algo se había roto dentro de [él]. Ya no se trataba únicamente —como él sostendría más tarde— de que en el Partido se había generado una situación de desconfianza intolerable” (108). El hecho es que por más que cada parte de La diáspora ofrezca posibles respuestas para señalar qué sucede luego de que las cosas “truenan”, no hay una única narrativa para describir las líneas de fuga que sigue cada fragmento luego del “truene”. Para Juan Carlos la vida estaba por convertirse en la búsqueda de seguridad, “una manera de pasar vegetando” (36), una manera de diferir su muerte. Por su parte, para Quique luego de que reviente la guerrilla para él, todo lo que vendría después sería “un nuevo aprendizaje, de interiorizar las mañas de la ciudad” (81) y también del trabajo. Para los periodistas, el reventar de las cosas es la oportunidad de dar una nueva verdad y contar el “Crimen y suicidio en El Salvador. Intimidades de una pugna revolucionaria” (119) a cambio de fama. Finalmente, para el Turco, todo revienta, una vez más, luego de que en su trabajo ya no le fíen bebida. El Turco experimenta el terror de “las escalofriantes consecuencias de que los contadores se estén apoderando del mundo” (131). Precisamente, este terror de contar, en sus dos acepciones, es de lo que rehuiría La diáspora. En otras palabras, Castellanos Moya pone en juego la imposibilidad de poder contarlo todo.

A su vez, la novela también sugiere que las partes que la forman, excepto la de Quique, son una lucha contra o por la sobriedad. Juan Carlos, temeroso de perder su oportunidad de fugarse, rehúye las drogas y los excesos; los periodistas administran una sobriedad economizada, beben cuando están de vacaciones para no dejarse intoxicar por el clamor de las luchas que “reportan”; y el Turco bebe como desesperado, siempre aplazando las cuentas que se le puedan hacer, siempre aplazando la sobriedad. La sobriedad y la ebriedad van de la mano del cinismo. Es decir, el texto “dosifica” el cinismo que cada línea de segmentarización (las historias de Juan Carlos, los periodistas y la de Turco) puede soportar. Por otra parte, hay algo que persiste en la juventud, o en la militancia de Quique, o el hermano del Turco y el Bebo: algo se le escapa al cinismo. En estos personajes “parecía como si la crisis hubiera pasado a su lado, sin tocarlo[s], como algo que nada tenía que ver con [ellos]” (93). En Quique y el Bebo persiste un impulso de vida, o de existencia. O más bien, en ellos persiste tiempo amorfo, que no ha llegado aún. Ese tiempo, por supuesto, significa que también Quique y el Bebo reventarán, pero que eso no le tocará a la diáspora decirlo, ni saberlo, sino, tal vez, a la diáspora sólo le toque mantener la contrariedad de tener en mente que todo saldrá mal y aún así apostar por lo opuesto. 

Ruido voraz. Notas sobre Las tierras arrasadas (2015) de Emiliano Monge

11 Oct

El suelo por el que cientos de cuerpos deambulan entre Centroamérica y los Estados Unidos agrupa varias tierras arrasadas, mesetas aplanadas por violencia institucional y delictiva. Las tierras arrasadas (2015) de Emiliano Monge cartografía esas tierras allanadas no sólo por la violencia, sino por los pasos, voces y sonidos de todos los cuerpos que por ellas deambulan. La historia se centra en Epitafio y Estela, dos traficantes de migrantes. Ambos secuestran, y transportan y “venden” migrantes que un par de “chicos de la selva” les entregan. Un día Epitafio y Estela reciben un “cargamento” inmenso y con las ganancias que esos cuerpos les podrían traer, ambos se ilusionan y piensan en dejar su vida de traficantes atrás, para juntos al fin amarse y formar una familia. Sin embargo, otros traficantes ya han orquestado un plan en contra de los amantes. La tragedia del relato no es sólo la de los migrantes, ni la de la relación amorosa entre Estela y Epitafio, sino que las cosas nada cambian, sólo cambian los personajes, pues como inicia la novela, en medio de una transacción, ésta también termina en otra nueva entrega de migrantes. 

Los migrantes son víctimas, pero también son la parte nodal de relato. Sin esos cuerpos la narración no podría ser. El asunto es que, ya sea dentro de la novela, o en la realidad, los migrantes no tienen una parte en el sistema pero están capturados y son utilizados por éste. La novela de Monge, de hecho, ilustra ese lugar ambivalente que ocupan los migrantes al agrupar en bloques en cursivas las voces de “quienes llevan varios días andando [y] dan comienzo a cantar sus temores” (13). Esos bloques y todas las cursivas en el texto, como después se lee al concluir la novela, son testimonios de migrantes y fragmentos de La divina comedia. La aparición de estos fragmentos y las formas en que se evocan a los migrantes contrastan con los nombres de los demás personajes —sobre todo los traficantes— y la forma en que estos se expresan. Mientras que los migrantes son “los sinalma cantando sus horrores” (143), “los ciegos de esperanza, los sufrientes cuyas lenguas anudadas lanzan sus palabras inconexas” (144), o “seres que en el pecho y la garganta llevan ahora encerrada una tormenta” (148), los demás personajes, sobre todo Estela y Epitafio son mencionados con epítetos que van cambiando conforme progresa la narración, por ejemplo, “ElquequieretantoaEstela” y “Elsordodelamente” para Epitafio, y “Oigosóloloquequiero” y “Laciegadeldesierto” para Estela.

Si los nombres son el distintivo que permite diferenciar e identificar, la falta de nombre de los migrantes deja ver que su designación está en sus acciones y en sus cantos, que su existencia está fuera de la identidad y de la diferencia, que sus palabras, como se dice desde el inicio de la novela, salen de cuerpos que “desean ser un solo cuerpo” (13). Estela y Epitafio, y los demás traficantes, fueron una vez migrantes. Los nombres son, desde esta perspectiva, signos que señalan el lugar de la muerte. Cuando un migrante adquiere un nombre, como Mauseleo —un joven al que Epitafio bautiza e incluye en su grupo— el canto termina, las acciones se detienen. El nombre sujeta y garantiza la existencia, pero arruina los devenires. El pesimista y solemne final de la novela ilustra que en las tierras arrasadas no hay espacio para que el canto de los migrantes devenga otra cosa sino el ruido de “el enjambre de los tábanos, moscones y langostas que a hacer presa de las cosas y los hombres viene” (339), un ruido que ensordece y aterra, el mismo ruido de quienes, al final de la novela, ya no tienen nombre si quiera, sólo son avatares mordaces de un sistema compulsivo, de una máquina aplanadora que apabulla toda posibilidad de narrar y sólo repite febril y aceleradamente tonos viejos en cuerpos siempre nuevos. En esa sonósfera, los cantos no caben, todo es ruido.