Archive | August, 2020

Mnemotecnia en disputa. Notas sobre La rambla paralela (2002) de Fernando Vallejo

31 Aug

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Un misántropo es alguien que vivió demasiado, que no tiene ningún mal físico o mental o, como se dice en La rambla paralela (2002) de Fernando Vallejo, el mal del misántropo es que “ya nada le podía pasar. Era un gramático muerto a quien la muerte sólo le podía volver como un pleonasmo idiota. (pos. 205.4/ 230). Un misántropo es un muerto en vida. Un cuerpo que siente el presente, pero no puede expresar sino aquello que dejó de sentir en el pasado. Esto se puede decir sobre “el viejo”, un escritor antioqueño que se encuentra en Barcelona con motivo de una feria internacional del libro y personaje principal de La rambla paralela. El argumento de la historia de Vallejo es enredoso. No sólo se cuenta sobre la misantropía del viejo hacia la feria del libro y su mercado, otros escritores, la iglesia, España, Barcelona, las aerolíneas, la guerrilla en Colombia y el gobierno de ese país, el gobierno de México, las razas, los autos, las multitudes, el clima y el insomnio, sino que durante toda la novela se cuentan, de forma interrumpida, un recuerdo y un sueño. El primero consiste en un encuentro sexual entre el narrador y un joven chulo en Barcelona, hace ya años, en la rambla paralela (el paralelo). El sueño es en una llamada que hace el narrador a la vieja finca donde vivía su abuela, uno de sus tantos parientes muertos.

La vida del viejo en la feria de libro y en Barcelona pasa lentamente. En realidad son sólo algunos días los que cubre el relato. La narración sigue el ritmo del flujo de transeúntes de la rambla, el icónico lugar de Barcelona en donde se lleva acabo la feria del libro en el relato. Las calles tienen sucesión, pero en realidad el movimiento en ellas es siempre simultáneo, algo siempre pasa. La narración de La rambla paralela es, entonces, un ejercicio de memoria. Un ejercicio que se ve constantemente interrumpido, que no sucede, o en el que pasan tantas cosas como gente por la explanada barcelonesa. Así, aunque el narrador esté de regreso a uno de los lugares que más felicidad le dio (Barcelona y la rambla), su narración no puede regresar completamente al momento vivido. Es decir, el pasado está ahí, vivido, pero no narrable, o narrado de un modo enrevesado, de difícil acceso.

Entre largas noches de farra y el hartazgo de su vida, el viejo en una ocasión “se puso a recordar con los ojos abiertos, viendo sin ver, en el aire: a la abuela, a la vieja de la pensión y al muchacho prostituto. (63.5 / 230). En este sentido, como, el viejo dirá después, “su memoria sería sucesiva pero él era simultáneo, con una simultaneidad rabiosa que abarcaba el pasado, el presente y el futuro como dicen que es la de Dios […]” (pos. 218.6/ 230). Por más que el viejo se empeñe en recordar, y por más que sus recuerdos queden en un pasado distante, su sensibilidad simultánea los trae de nuevo al presente. No es sólo que la melancolía entorpezca la forma en que la novela es contada, sino que la propia construcción de la melancolía se presenta dificultosa. Esto es, que la memoria no está en realidad en disputa, pues los recuerdos quedan marcados en la subjetividad, pero lo que está en disputa es la forma en que se obtiene acceso a la memoria. En este sentido, el presente del narrador aparece como el lugar en disputa para poder contar de forma adecuada el pasado. El problema, claro está, es que si el presente es un espacio reglado por aceleraciones inestables, movimientos bruscos y simultaneidad de afectos, entonces el pasado se vuelve sólo un elemento más que deambula en el presente, y no un momento de partida. En el relato del viejo hay melancolía por el presente, no por el pasado, de ahí su misantropía.

Si el misántropo vive como muerto, es porque sabe que su pasado está siempre próximo pero inalcanzable por la simultaneidad con que la vida pasa. “A él desde hacía mucho no le fallaba la memoria: le fallaba la mnemotecnia” (188.4 / 230), se dice sobre el viejo. El pasado es para los vivos, pues ellos sí reconocen la progresión del tiempo, para los muertos sólo existe un tiempo, un presente simultáneo. La complicada historia reciente de Colombia puede ser leída desde la sensibilidad misantrópica ilustrada por Vallejo. Es decir que los hechos atroces, iniciados por el bogotazo en los años cincuenta, se prolongaron como un presente inacabable (al menos hasta 2016 el conflicto armado en Colombia terminó oficialmente). Vivir en tiempos neoliberales es vivir sin vivir, ver sin ver y oír sin oír, como dice el viejo en repetidas ocasiones. Si la mnemotécnica es el lugar en disputa, entonces, habría que aprender nuevas formas de recordar, para cambiar el presente y cambiar las formas en que se accede al pasado.

El final de la novela ofrece, de cierta forma, un atisbo de solución a los problemas sobre la mnemotecnia. El final regresa a la llamada telefónica que el narrador hace a la destruida finca de su abuela (el sueño que se cuenta al inicio de la novela). El narrador intenta mantener la línea abierta, continuar con la llamada para, tal vez, encontrar a su abuela. “Sólo tenía esa oportunidad para recuperar a la abuela. Era la última. Si se cortaba la comunicación, se iban a perder los dos, para siempre, en el vacío. / Y ¡clic! Se cortó. En la angustiosa irrealidad del sueño la arritmia tomó entonces el control del corazón. (pos. 228.1 / 230). La línea cortada, por fin devela que la abuela está perdida, muerta, irrecuperable. Si la arritmia es un compás desafortunado del corazón, sólo sería cuestión de encontrar un armonioso ritmo para volver las cosas a su orden. ¿Pero ese corazón tendría remedio? Por otra parte, si dentro de la mnemotecnia, el recuerdo y la memoria ya aparecen tal cual fueron, catastróficos pero no mistificados, entonces en la línea cortada de la llamada con la abuela no se pierden los dos sino sólo la muerta. El corazón arrítmico es también un regreso a la vida, un regreso tal vez breve. Quizás el viejo reviva y pueda volver a ver y a oír, fuera de ritmo, sí, pero en paralelo a la vida muerta del presente y no ajeno a la muerte del pasado y al umbral del futuro en el que vida y muerte se confunden.

The ruins of terror and the persistence of addi(c)tion. Notes on Euphoria (2019)

27 Aug

 

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(Spoiler alert [?])

Besides the excessive drug consumption, the hyper-sexualization of text messages, the possibility of expressing sexuality in multiple ways and the precariousness of the household, the TV series Euphoria (HBO, 2019) does not offer anything new to the American myth of the coming of age after high school graduation. Yet, as counterintuitive as it might be, it is precisely drugs, sex, sexuality and the fragmentation of the household what makes Euphoria an anti-coming-of-age TV series about high school and adolescence. That is, the TV show does not only deconstruct the myth of coming of age, but it portrays how life in general has persisted through the ruins of an American society that famously collapsed after the 9/11 events. Precisely, these intricate events give context to the opening images of the series: Rue, the main character, was born in 2001, during the days the world gave birth to a society of world terror. The pilot episode offers a summary of Rue’s life and her first memories, how one day she was diagnosed with a compulsive disorder which resulted in the prescription of different substances. As the images move from a further past —Rue’s early childhood— to adolescence, we find ourselves with her returning back from rehab after she overdosed during the summer of 2019. This is how the story of the show unfolds: every episode the narrator, Rue’s voice over, introduces a short biography of herself and of different characters.

Jules, Nate, Kat, Cassie, Chris and Maddy among other characters of the show share an existential condition with Rue. Each of these characters is introduced by Rue’s voice over. And all of these have a crisis, whether it is related to sexuality, family dynamics, or depression. This is how we find out Jules is put in a “clinic” by her mother who denies and oppresses Jules’ transgender identity; how Nate discovers that his father keeps his homosexuality a secret, including videos that record his predatory sexuality with young adults; how Kat’s body’s early transformation marginalizes her; how Cassie deals with a broken home —an alcoholic mother and a deceased father by overdose— and constant men molesting her; how Chris faces the fact that he will never fulfill his father’s expectations; and how Maddy achieves the perfect formula for always getting what she wants while also engaging herself in an addictive, euphoric, but also neurotic relationship with Nate. More than a teenage drama, the series puts at stake precisely the existential condition shared by all characters: addiction. It is not that all of them are addicted to certain substances, like Rue. Yet they all lack the ability to stop doing what precisely is destroying them. However, the characters are not choosing addiction as a way to accelerate their path to death. That is, through addiction they persist in their existence. Addiction turns into something that risks life but does not choose death. This is the paradox that lies precisely on top of and within the historical conditions depicted at the beginning of the show: 9/11 in the United States. If terror inaugurated a new era of warfare and uncertainty, in order to think and live within this crisis it would be necessary to expose oneself to the strong desires of doing and affecting what we like or at least what keeps us together. In other words, if the “untouchable first world” shows itself to be vulnerable, what a better excuse for staying sober, expressing sexuality without restraints, or deciding to neurotically look for a new ways of expelling vulnerability. But, is this the only way to persist in a world of terror?

Euphoria is neither an apology for drug consumption nor a moralistic show. Drugs, complicated relationships, sexual expression, as well as the many problems every teenager deals with, give as many headaches and depression as euphoric moments. At first sight, the show suggests a contradiction between its title and the troublesome and dramatic circumstances that every episode portrays. As much as euphoria could be moments of bliss, happiness or pure joy which escape the addictive circumstances of Rue, Jules or Nate, euphoria could also be a clear sign of a manic state, where happiness is merely an exaggerated laughter that hides imminent death. For example, Rue’s and Jules’ relationship depicts several moments of bliss. Both teenagers fall in love with each other; Rue finds someone who sees her beyond her addiction while Jules encounters a true friend, someone who will fight for her, accept her and love her as she is. However, happiness is just a moment in the series of affects that connect every love story. While Rue stays sober thanks to her relationship with Jules, Jules feels pressure because of this. At the same time, Rue feels betrayed because Jules does not share everything with her.

Manic euphoria constantly appears in the show as well. Nate, a young, handsome, muscular, successful, white, rich, appreciated and envied high school student deals with his father’s “hidden” homosexuality in a neurotic way. Here, precisely, with Nate and his family, Euphoria shows its most radical criticism to American society: that the problem of sexuality and taboos, and even drugs, is not a choice of expression but its consistency and responsibility with both, to transfer taboos, secrets and sexual expression in the least lethal-violent way possible. From this perspective, it is not wrong that Nate’s father hides his homosexuality, but it is that this secret becomes something repressed in Nate’s life, his household. Cal and Marsha Jacobs, Nate’s parents, constantly put their kids in the pursuit of greatness. While Aaron, Nate’s oldest brother, completely disavows the mandates of his parents, Nate does not. The moment Nate discovers his father’s secret, finding the videos in which his father engages in sexual intercourse with young males and trans people, is precisely the moment Nate becomes a a subject of his father’s desires. Nate becomes a machine. A body accepts the law of the father —that of repressing homosexuality and difference, that of dominance over others and of ruthless and corrosive masculinity. Nate’s discipline through sports gives him his manic euphoria. This discipline turns into policing and Nate becomes an agent of the rule of the father: he is the one that represses everything that goes against his household, his personal being and even his relationship with Maddy. For instance, he sought revenge after Maddy danced with someone else at a party. Nate hunts down the man that was with her, breaks into his house, punches him and threatens his life. Afterwards Nate felt happy; he was finally able to speak with Maddy and continue their relationship.

It is not that fighting for one’s household is wrong. Neither Rue nor Jules come up with positive solutions to their own problems. In fact, Rue’s addiction is what burdens her and her family.  While Jules’s inability to stop exploring her sexuality, to always be leveling up in the “queer world” —as is said in the show— is what makes her hurt Rue. All of these examples put at stake how addiction has affirmed itself as the purest formation and repetition of habit in our daily lives. For the later is a set of body and embodied constructing structures that guarantees the perseverance of a body and its embodied constructed structures, as Pierre Bourdieu’s championed term habitus. In other words, if habit makes our reality stable and allows its past, present and future —as a constructing structure— in and through our bodies, after the traumatic experience of 9/11, and perhaps always after trauma, addiction emerges as a form that searches for bliss and a way in and through the body to persevere its existence. Addiction is close to melancholia, mourning and nostalgia. What differentiates them from each other is that addiction adds affects and habits; it keeps the body moving forward or keeps it from falling into melancholia. An addict, after all, knows no fear or mourning but knows when to get a second shot, a next dosage, another drink.

Addiction is a strong desire; it is perhaps one of the purest forms into which affect manifests. The clarity in its manifestation and the way it shines is widely portrayed in Euphoria. The cinematography constantly seeks contrasts between light and darkness; the camera craves shiny and glossy objects. Yet, as much as we see addiction happening in the show as a topic or as a cinematographic theme, it is never completely clear how and why this addition of positive and negative affects gather in habit: we don’t know why every character embraces their own addictions. In the pilot episode, something becomes clear. While telling her own story, Rue describes a sensation she reached when she thought she overdosed. In the slow depiction, the camera shows Rue about to cry, alone, shiny in a purple light. Rue’s voice over says that she finally feels “that moment when your breath starts to slow. And every time you breathe, you breathe out all the oxygen you have, and everything stops, your heart, your lungs, then finally your brain, and everything you feel, and wish, and want to forget, it all just sinks. And then suddenly… [the sound of heart beats happen and Rue gasps]… you give it air again, give it life again” (6:10). Rue’s addiction triggers her towards death, which is an overdose. However, Rue’s will is precisely pointing towards life and existence. That moment when everything stops and sinks, when all the air is gone, allows the body to reach its degré zero. It brings it to the primal, to the first and central movement, to the pushing and pulling of the heart as a machine. Then, the heart gives it life again, life touchesthe body of the addict again.

As positive as this circumstance could be it also shows how close addiction takes the body towards death. After all, while trying to get as many of these rare moments as possible, Rue overdosed and almost died. This predicament could be applied while reading into the situations of all the other characters in the show: how much are they willing to consume or surrender to addiction in order to reach those moments of emptiness followed by the euphoria of the heartbeat giving life again? How much control or liberalized sexuality is required so that the body reaches this point of life-giving? Even more, in a political context almost 20 years after 9/11, how much control is required to avoid “terror” and achieve life-giving moments? These questions are important, but addiction seeks solely the moments described by Rue and to instantly fall prey into the fantasy of manic euphoria. The affective force of addiction expels all possible reasoning or questioning it. Addiction both adds and subtracts traces of new/re-beginnings. The moment addiction subtracts, it turns us into manic euphoria addicts; when adding, addiction serves as a reminder of what is left, the ruins of our own selves. Such as Rue when she realized her addiction as a way of being with her father fighting cancer. In these terms, the crucial point would be to turn addiction life-giving moments into something other than the desire of them happening again.

Rue showed great empathy with her father; however, addiction did not stop after her father’s death. As repetitive as addiction is, the question of every addict always comes back: why can’t they change if they have all the possibilities to do so? Rue has all the potential to change her life, to enjoy euphoria without drugs, yet she doesn’t. The surreal ending of Euphoria’s first season after Rue falls prey into drug consumption again might be the silent beginning of a becoming, of a way to find something else within drugs. This ending guarantees a change, the anteroom of a line of flight, that would disrupt all addiction, but just might.

Anfibios y vogelfrei. Notas sobre Mano de obra (2002) de Diamela Eltit

25 Aug

 

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En 1825, los 15.000 galeses habían sido sustituidos ya por 131.000 ovejas. Los aborígenes arrojados a la orilla del mar procuraban, entretanto, mantenerse de la pesca; se convirtieron en anfibios y vivían, según dice un escritor inglés de la época, mitad en tierra y mitad en el mar, sin vivir entre todo ello más que a media. (Marx, El Capital I, 121)

Los obreros, la mano de obra, siempre han sido vistos como aquellos que han de emprender los grandes cambios revolucionarios en el mundo. Esto ha sido así al menos hasta finales de siglo XX. El neoliberalismo, sin duda, contribuyó fuertemente a agotar esta idea, esa potencia. Mano de obra (2002) de Diamela Eltit ilustra la intrincada situación en la que se encuentra la fuerza de trabajo en el contexto neoliberal. Dividida en dos partes, “EL DESPERTAR DE LOS TRABAJADORES (Iquique, 1911)” y “PURO CHILE (Santiago, 1970)” la historia se centra en un grupo de trabajadores, la mano de obra, en un supermercado chileno. A diferencia de la fábrica, que, en cierta medida, garantizaba el sostenimiento de la estructura familiar, los trabajadores del supermercado ilustrado por Eltit no tienen sino una casa comunal, donde su vida sufre de las presiones y afectos directos del súper. Si antes había una distinción clara entre la casa y la fábrica, en el neoliberalismo la delgada línea que separa los lugares de respeto y cariño —como el hogar— de los de vigilancia, opresión y dominio se borra. La casa es también un espacio por administrar, donde se vigila, donde todos dependen de un líder, donde hay traiciones e intereses varios, donde descansar no es posible.

La historia está contada desde la perspectiva de dos narradores ambiguos. El de la primera parte, en primera persona, se contradice en repetidas ocasiones y a pesar de que domine su oficio, su fuerza está agotada. En repetidas ocasiones dice este narrador: “Lo que ocurre es que estoy progresivamente cansado, exhausto, enfermo, aquejado por el efecto de un aprendizaje que me resulta inacabable” (49-50). Conforme avanza la narración de la primera parte, el malestar del narrador incrementa. La segunda parte de la novela precede, en cierto sentido a la primera. “El súper es como mi segunda casa” (71) dice el narrador de la primera parte, mientras que sólo hasta leer la segunda parte se describe esa primera casa.

La casa la comparten al menos en un momento 8 personajes (Enrique, Alberto, Gloria, Isabel, Gabriel, Sonia, Andrés y Pedro). En realidad nunca queda claro quién es ese “nosotros” que se apena del cansancio de Isabel, la trabajadora más vivaz del grupo; que expulsa a Alberto, un obrero con afán sindicalista; que se queja de las comidas de Gloria, la encargada de administrar el “hogar”; que admira las destrezas de Sonia, una empleada brillante y experimentada que poco a poco es marginada en el súper; que se sorprende de los malabares de Gabriel al empaquetar mercancía, el más joven del grupo; que aprecia el carácter sigiloso de Andrés, un empleado que nadie nota, pero que consigue información de primera mano sobre los supervisores; que se compadece del trabajo de Pedro, el vigilante del súper que para poder ejercer su oficio cada vez que entra a casa debe drogarse para mitigar la presión de su trabajo; y que finalmente se decepciona y se duele de la traición de Enrique, el que fuera el líder del grupo de trabajadores y luego los traicionara para él ascender de puesto y convertirse en supervisor.

Hay concordancia entre primera y segunda parte, pero también una contradicción. La concordancia radica en una imposibilidad de cambio. Mientras que la primera parte* no puede sumar la experiencia histórica acumulada para generar un cambio inmediato, la segunda tampoco puede sumar la fuerza afectiva generada por la opresión laboral para mejorar las condiciones de trabajo. Los obreros de la segunda parte, incluso se vuelven adictos, como Pedro, para poder mitigar el cansancio, la tristeza, la soledad, “Aspirábamos, sí, sí, para alegrarnos por una vez, y, lograr conversar, reírnos con el afecto, la decencia y la sinceridad que caracteriza a los seres humanos” (167). Cuando ya los hábitos y la eficacia laboral no dan para más, la adicción aparece como único soporte afectivo para sostener la reproducción material de los cuerpos. Si el hábito se obstina a cambiar para poder seguir, la adicción acelera los cambios radicales en los hábitos. Algunos de estos cambios pueden ser positivos, otros no, pues el adicto acelera el cambio radical que su cuerpo experimenta de la vida a la muerte.

La contradicción entre primera y segunda parte radica en el final de ambas partes. La primera parte plantea un panorama que apunta hacia la muerte de los obreros o su sumisión total al sistema del súper. La segunda parte, apuesta por una fuga ambivalente de los trabajadores. Cuando Marx describió el proceso de la acumulación originaria, ejemplificaba la vida doble y anfibia que vivieron los desposeídos galeses a finales del siglo XIX. Vogelfrei, aves libres como el viento, son siempre los cuerpos de aquellos que viven entre dos aguas, pero están sujetos a la misma fuerza afectiva y a la opresión simbólica de la rutina. Si la mano de obra, la fuerza de trabajo, vive como dice el narrador de la primera parte, agazapada, “como si actuara la reencarnación de un sapo y su ostensible respiración (su miedo) y así, tal como un ente entregado a una dimensión anfibia, me contengo para no dar un brinco y huir penosamente saltando entre la piedras en dirección impostergable al agua” (49), la resolución de la novela no apunta hacia una fuga impostergable hacia el espacio liso del agua, sino hacia un lugar ambivalente. “Caminemos, demos vuelta la página” (176), con estas palabras de Gabriel, los obreros, luego de ser expulsados por el traidor, Enrique, emprenden una línea de fuga hacia un espacio delgado, pero inmanente. La transferencia de la experiencia individual y subjetiva, como la de una página, tiene influencia en el paisaje de total de todas las hojas y páginas, como en un libro, y viceversa. No hay optimismo, ni esperanza, pero sí un proceso y un deseo siempre en estado medio, para poder continuar, o en su momento pausar.

 

*Cada subdivisión de la primera parte evoca alguna experiencia histórica por la que pasaron los obreros chilenos en el siglo XX.

Intervenciones a la memoria. Notas sobre Tengo miedo torero (2001) de Pedro Lemebel

25 Aug

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Tengo miedo torero (2001) de Pedro Lemebel es una novela de intervenciones. Es decir, la forma en que está escrito el relato manifiesta diferentes tipos de comunicación textual (intertextualidad) y a su vez, la historia también es sobre la intervención de un grupo de jóvenes en la vida política chilena al organizar un atentado en contra del dictador Augusto Pinochet. A pesar de que los temas que se tratan en la novela son de gran relevancia política, el texto no se cuenta desde desde ninguna posición política —aparentemente. De hecho, Tengo miedo torero comienza como un trabajo de memoria, “COMO DESCORRER UNA GASA sobre el pasado, una cortina quemada flotando por la ventana abierta de aquella casa la primavera del ’86” (5). Sin embargo, este ejercicio de memoria no funciona sólo como una gasa que se descorre sobre una herida (la dictadura), sino como la (re)escritura que surge de “de veinte páginas escritas a fines de los 80, y que permanecieron por años traspapeladas entre abanicos, medias de encaje y cosméticos que mancharon de rouge la caligrafía romancera de sus letras” (4), como se anuncia en una nota del autor antes de iniciar la novela. En este sentido, contar aquellos álgidos días en Chile, en que se planea un atentado contra el dictador, no puede ser posible sino desde un residuo afectivo, un texto de caligrafía romancera y manchado de rouge. La novela está intervenida por el romance y por el amor, y tal vez son estos dos elementos los que sustentan en vez de intervenir la narración.

El primer párrafo de Tengo miedo torero parece estar fuera de ritmo. El tono solemne de este párrafo contrasta con la historia de amor entre “la Loca del Frente” y Carlos, un joven estudiante que forma parte de un grupo de resistencia. La Loca, una mujer trans que en primera instancia no se interesa para nada en política, pues “prefería sintonizar los programas del recuerdo” (6), hospeda en su casa las reuniones del grupo de amigos de Carlos, y además, guarda en “cajas de libros” armas para la resistencia estudiantil. No es que los estudiantes sólo tomen ventaja del amor de la Loca por Carlos, sino que la Loca sabe esto y aún así decide no saber, prefiere disimular. Incluso se dice la Loca misma que era “[…] mejor no saber, mejor hacerse la lesa, la más tonta de las locas, la más bruta, que sólo sabía bordar y cantar canciones viejas […] Más bien seguiría con su teatralidad decorativa” (11). La Loca, entonces, no ignora el complejo panorama chileno, pero prefiere elegir ignorarlo, dejarse llevar por un amor imposible, entregarse a la frivolidad y sobre todo no intervenir en la vida política de país. Sin embargo, el amor de la Loca por Carlos poco a poco interviene y la transforma, resuelve las imposibilidades, vuelve sustancial la frivolidad y cambia la pasividad por actividad.

Para el momento de la escritura de la novela, a finales del siglo XX e inicios del XXI, la preocupación de Lemebel no es sólo la de descorrer la gasa que cubre la herida más latente en Chile para exhibir las atrocidades de Pinochet, ni las luchas de resistencia, sino que la gasa se descorre para airar la herida, para, tal vez, curarla. En este orden de ideas, la creación de memoria en el Chile de la postdictadura es también la proyección de imágenes de la vida cotidiana, llena de melodrama, y más aún, de la lucha de grupos que incluso fuera de la dictadura chilena no hubieran encontrado aceptación en ninguna parte. Al final de la novela, Carlos le propone a la Loca fugarse a Cuba con él. Ella rechaza la oferta, pues sabe que su condición de género difícilmente hubiera sido aceptada, o hubiera sido igual que en Chile. Este momento sucede luego de que el tono cinematográfico que tiene la novela llegue a su punto más alto. Se dice así, que “si la vida fuera una película, sólo faltaría que una mano intrusa encendiera la luz” (95). A la vida nada la interrumpe, pero a la ficción sí. En la ficción el amor de la Loca y Carlos sería posible, aunque la ficción se viera interrumpida por la mano intrusa de la realidad. Igual, en la realidad, los amores siempre son difíciles. Tengo miedo torero es, desde esta perspectiva, un ejercicio por intervenir la memoria histórica chilena de la postdictadura. Si el arte es siempre una intervención de la realidad para ejercitar el pasado desde las formas disponibles en el presente y tal vez hacer estrategia para el devenir, Tengo miedo torero apuesta por intervenir la herida, suturarla y preparar el devenir sin negar el horror del pasado, ni los fracasos, ni los amores, ni la intolerancia, ni mucho menos prometer un devenir carente de heridas.

Vergüenza fascinada y mirada fija desde el abismo. Notas sobre Boca de lobo (2000) de Sergio Chejfec

11 Aug

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Boca de lobo (2000) pudiera ser leída a partir de la siguiente máxima: “Las novelas de los dogmáticos han escrito siempre falsas idealizaciones sobre la miseria y la precariedad”. Esta máxima, por supuesto, guarda intertextualidad con Más allá del bien y del mal (1886/2014) de Frederich Nietzsche. Así, la novela de Chejfec está directamente relacionada con la obra y el pensamiento del filósofo alemán. La historia que se cuenta, en Boca de lobo, es una historia de amor. Si Nietzsche invitaba a suponer que la verdad fuese mujer, Chejfec sugeriría que la forma novela siempre tiene un residuo “mezcla de realidad y olvido” (3) respecto al amor. Delia, una joven obrera, casi una niña que magistralmente se desempeña en una fábrica, se enamora de un hombre mayor, y éste también de ella. La historia es contada desde el punto de vista del hombre mayor, el narrador. Ambos, el narrador y Delia viven días de romance, pero también días de crisis y dificultades. Como muchas historias de amor, sino la mayoría, esta tiene un final también. El narrador abandona a Delia luego de que se queden embarazados. Delia se convierte en madre obrera y su hijo en niño obrero. Ambos, sin que el narrador pueda hacer nada al respecto —a pesar de su vergüenza y arrepentimiento—, son engullidos por una boca de lobo, por las fauces de la máquina capitalista.

Todo amor tiene cierto grado de fascinación. El narrador no oculta la suya por Delia, “el ideal de mujer más deseable y acabado” (6). Delia, a los ojos del narrador no está más allá del bien y del mal, sino que las acciones de este personaje están siempre en un umbral, pues Delia tenía la forma y las acciones “de quien vive atravesando umbrales” (9). Delia siempre está seccionada “nunca parecía recuperar del todo una memoria trabajosamente acumulada; estaba aquí, por ejemplo, pero daba la impresión de demorarse mucho antes de terminar de llegar” (9). El amor que siente el narrador por Delia es similar al de Humbert Humbert por Lolita. Ahora bien, el narrador no sólo ve la belleza de ninfa de su amada, sino que la conjunción entre sexo biológico, clase de social (obrera), y juventud (Delia no es más una niña de menos de 15 años) vuelven a Delia el umbral desde el cual la realidad puede cambiar, desde donde un mundo diferente es posible. Delia, entonces, no sólo representa la forma de expresión más esencial de los obreros, esos en los que “se encarna el poder que sostiene y empuja a la realidad” (17), sino que también representa una suerte de estrategia vital de los obreros. Delia es esa fuerza que se opone al tiempo de la producción en serie de la fábrica, pero que también garantiza la sucesión de todos los eventos cotidianos. “Delia era una persona que iba hacia atrás […] Ese ‘ir hacia atrás’ significaba que siempre ocupaba el momento previo, muy raramente el actual. No era posible el alcance ni la diferencia. Un don que le permitía no estar, como ya describí varias veces, sin irse del todo” (43). Delia es el residuo, la ruina, no capturable por el capital, ni el estado, pero una vez vuelta madre, al menos para el narrador, quizá, ya no lo sea.

Nietzsche acusaba a Platón de la invención del “espíritu puro” y “del bien en-sí”. En Boca de lobo, Delia y los obreros parecen sugerir una máxima de un empirismo radical. Estos personajes cargan el enigma y la potencia del anonimato, de esos nombres incontables y desonocidos que sostienen el mundo. Los obreros, y Delia, cojugan la fuerza que “empuja las cosas: entre el ‘mal’ y el ‘bien’” (52), pues entre estos dos espacios se levantan “barreras móviles,  aveces invisbles y otras infranqueables, y los obreros se movían entre una y otra, todo el tiempo de manera obligada, sin poder modificarlas pero con una intuición tan certera que les permitía reconocerlas [el énfasis es mío]” (52). Los obreros, por tanto, tienen una intuición capaz de persistir a pesar de las capturas de su fuerza de trabajo, de su vida y de sus sueños dentro de los mecanismos de la fábrica y la vida precaria de las ciudades. Por otra parte, si los obreros saben ir entre las barreras móviles, ¿sabe hacer lo mismo el escritor?

El texto de Chejfec es, hasta cierto punto, un tratado sobre las falsedades que se cuentan en las novelas. En reiteradas ocasiones el narrador refiere que ha leído en muchas novelas, o que hay muchas novelas, en las que se tratan situaciones similares a las que él mismo cuenta. La mayor parte del tiempo, las palabras de las novelas mencionadas por el narrador son falsas, muy pocas veces, también, son similares a la anécdota de Boca de lobo. Estas pocas ocasiones de concordancia entre otras ficciones y las palabras del narrador, llevan a este personaje a pensar que “somos trabajados por las formas de las emociones, aunque éstas sean ajenas” (58). Así, tanto la fuerza de trabajo del novelista y de los obreros quedan horizontalizadas. Para ambos sus acciones dependen de los afectos que los mueven. No obstante, el abrupto final de Boca de lobo parecería contradecir ese rasgo esencial de toda mercancía, como una novela, o un martillo, que el narrador ve. Si “lo esencial de las mercancías era poseer una historia larga y compleja, que paradójicamente se interrumpía cuando la mercancía alcanzaba su pleno desarrollo, se constituía como tal” (91), la entrada de Delia y de su hijo a la boca de lobo —presumiblemente una nueva forma de opresión o de precariedad— cancelan la historia larga del relato y más aún, dejan más cabos sueltos que atados en la novela. Se pudiera pensar que este gesto de incompletud, de novela en ruinas, aseguraría una postura radical del narrador. Esta postura reconocería que el escritor carence de virtuosismo laboral, como el que sí tiene Delia. El escritor, así, sería un obrero avergonzado, incapaz de dejarse ir adentro de la boca de lobo, pero capaz de contemplarla y dar registro de las maravillas de quienes sí se adentran en ese abismo. Claro, esa fascinación no tiene nada de activo, tampoco, pues es el abismo el que sin un ápice de vergüenza siempre devuelve la mirada. Si esto es así, tal vez, habría que dejar mejor que los que están en el abismo escriban por sí mismos, incluso, quizá, habría que dejar atrás la contemplación y la fascinación vergonzosa.

Notas sobre Esferas I (2003) de Peter Sloterdijk —3

8 Aug

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Algunas notas sobre el capítulo 3, (excurso 1), y capítulo 4

La esfera íntima no puede sino encontrarse con otra esfera igual. Ésta es una de las conclusiones de los dos primeros capítulos de Esferas I, de Peter Sloterdijk. Consecuentemente, el amor transferido a otro no sólo es caníbal, ni monetario solamente. Si el amor tiene múltiples caras, también múltiples y varias son sus formas de transferir. Así, el capítulo 3 y 4 persiguen dos tipos de fascinación íntima, el de las fuerzas afectivas entre cuerpos (capítulo 3) y el del pararse en-frente del origen mítico y físico, la vulva (capítulo 4). Hay, también, entre estos dos capítulos un elemento nuevo pero no anómalo, un excurso. La discusión del excurso 1 es, en cierta medida, una digresión sobre el capítulo 3.

¿Qué hace un ser íntimo que se fascina por sí mismo y se expresa hacia otros con la misma fascinación sino incrementar sus burbujas? En cierta medida, Sloterdijk reconoce que toda la historia de la humanidad pudiera resumirse al listado y la cartografía de “un juego incesante de contagios afectivos” (223). Así, se puede pensar que de la intimidad hacia la interacción social sólo hay “entre los seres humanos, la fascinación [que] es regla y el desencanto, la excepción” (224). Con esto, Sloterdijk prosigue una de las premisas que inauguran Esferas I, ésta es que la transferencia en sí misma no ordena el mundo de manera errónea, sino que la transferencia afectiva, deseante y experiencial no hace sino afirmar la constitución de un ser fascinado por su burbuja y la de los demás. A su vez, la experiencia mítica carga con todo, menos con una felicidad naive: en la afirmación de la fascinación y la proximidad hay una catástrofe. Si se vive dentro de un ciclo inescapable, que va de la catástrofe a la separación y luego al establecimiento, la vida se vuelve el intento de una narración que quiere “subsanar la pena de amor constitutiva” (225). Que la medicina no haya florecido en su totalidad, sino hasta la progresiva industrialización de las ciudades y el triunfo del modelo capitalista en Europa occidental, no significó una ausencia de pensamiento médico. Para subsanar las penas, floreció un pensamiento mágico-afectivo: el mesmerismo (magnetismo animal).

La proximidad es la única forma en que los flujos vitales se mueven y todos los cuerpos giran como paja en el viento hasta que éstos son devorados por la tierra, consecuentemente, los pueblos siempre han tenido una fiebre por transferirse al origen y fin. La vulva es la principal fuente de transferencia atractiva y fascinante, al menos claro, hasta antes de que el cristianismo europeo arrasara lo que se le opusiera. Sloterdijk afirma que “la idea del seno materno irradia la evidencia de que la realidad tiene un aposento secreto, que puede alcanzarse por iniciaciones y acercamientos rituales (289). Aunque claro, una vez dentro de la vulva, uno deja de ser, y más, uno no puede nunca volver al estado del feto. Los ritos funerarios egipcios o babilónicos (o de otras tantas civilizaciones) no serían sino gestos tercos que repiten el embalsamado primigenio del cuerpo materno. Si hubiera una forma en que el ser se pudiera transferir frente a la madre, ésta sería la de “poder estar-frente” (298) de la vulva, liberarse de la succión y ser un observador no absorbido. Todo esto, por supuesto, resuena con las ideas del excurso 1, pues si es posible ser un observador no absorbido, hace falta siempre ser o tener un tercero. Este tercero es el lenguaje, pero no un lenguaje privado, sino el lenguaje que trae consigo “el libro y el desierto” (283). Tal vez en la incesante transferencia de las páginas uno pudiera escribir un poema, o una carta a cada grano de la arena del desierto. Sin embargo, la proximidad entre la letra, la página y la arena arruinarían la escritura. El tercero que permite la liberación de la succión y la posibilidad de pararse en-frente de la vulva, entonces, no sería sino el desentendimiento de un fracaso anunciado. ¿Algo aún se transferiría fuera del fracaso?

Cinismo reaccionario y traición de la forma. Notas sobre McOndo (1996) editada por Alberto Fuguet y Sergio Rodríguez

5 Aug

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La tentativa de marcar el fin de un movimiento literario, y de comenzar otro es, un tanto, inevitable para cualquier “nuevo” grupo. Esto se vuelve más complicado luego de los diversos movimientos vanguardistas comenzados en siglo XIX (y continuados en algunas latitudes). La antología de cuento McOndo (1996) editada por Sergio Gómez y Alberto Fuguet habita en un intrincado espacio entre la posibilidad y la imposbilidad de escribir “nueva” literatura “post-boom” latinoamericano en español. Esto es, McOndo, en los 19 relatos que forman la antología, busca restituir una producción literaria que es rechazada por no ser suficientemente latinoamericana, por carecer de esos elementos fascinantes que formaron al llamado “realismo mágico”. La “Presentación del país McOndo” que abre la antología, no sólo sirve de introducción a los textos, sino que también funciona como un mecanismo dual, que permite conjugar un espíritu renovado —gesto por excelencia de las vanguardias— y a la vez una forma social un tanto reaccionaria y conservadora, la de presentar en sociedad al nuevo miembro de un grupo de élite.

Como todo manifiesto, en la “Presentación…” se rechazan directamente formas anteriores. “Aquí no hay realismo mágico, hay realismo virtual” (10) se dice. Si ahora el mercado global editorial no hace sino empacharse hasta el hartazgo de “realismo mágico”, los autores de McOndo enfatizan su postura, pues “vender un continente rural cuando, la verdad de las cosas, es urbano (más allá que sus sobrepobladas ciudades son un caos y no funcionan) nos parece aberrante, cómodo e inmoral” (16). En este sentido, la novedad de McOndo no es tal, sino que en vez de novedad lo que hay es una desmitificación. Nada había de fantástico en el “realismo mágico”, sino que McOndo nos recuerda que el “Boom latinoamericano” sólo fue el ruido de una explosión que provoco que el mundo “se empequeñeció y [desde entonces] compartimos una cultura bastarda similar, que nos ha hermanado irremediablemente sin buscarlo” (18). Al mismo tiempo, este impulso vanguardista, en su honestidad y en su franqueza se vuelve cínico. Los autores de McOndo saben que, si bien, nunca hubo magia en Latinoamérica, los “hechizos” de la alienación cultural son inescapables,“McOndo es MTV latina, pero en papel y letras molde” y por tanto, McOndo es también ese “flujo que coloniza nuestra conciencia a través del cable, y que se está convirtiendo en el mejor ejemplo del sueño bolivariano cumplido” (16). Ese cinismo de la antología reconoce sus fallas, la carencia de diversidad en los autores —no hay ninguna escritora— y la ausencia de otros escritores o países. El cínico sabe que no tiene nada, o casi nada, de esperanza para sí mismo, y que lo único que le queda es cierta ironía y a veces algo de pundonor. Se dice así, que el afán de la antología fue “armar una red, [para ver] si teníamos pares y comprobar que no estábamos tan solos en esto. Lo otro es tratar de ayudar a promocionar y dar a conocer voces perdidas no por antiguas o pasadas de moda, sino justamente por no responder a los cánones establecidos y legitimados” (18). Entonces, McOndo es una vanguardia cínica, que se contenta con algo de ironía, al jugar con las “leyes” del mercado editorial, y con vergüenza admite la soledad que carga cada escritor, soledad que una vez encontrada con la de otro, deja de ser tal.

El impulso cínico y vanguardista que se mueve en McOndo también va acompañado de ciertos gestos reaccionarios. Si bien, todos en el mundo somos parte de una “cultura bastarda similar” y uno de los objetivos de McOndo es demostrar que el mundo se ha empequeñecido y que se puede “compartir campos de referencias unificadoras” (18), la antología aún requiere de un sistema que separa al unir, que diferencia al momento de horizontalizar. Como en el mercado, el valor lleva estampado el origen y los medios de producción y fuerza de trabajo que produjeron la mercancía, en McOndo los relatos van acompañados de las condiciones materiales específicas que permitieron el proceso de escritura. Esto es, la división en países y el orden alfabético que siguen estas divisiones, recuerdan no sólo la unificación del mercado en valores, sino en el orden presupuesto antes del mercado global, ese orden estatal que circunda un territorio y exige una lengua para poder interactuar. Así, “Hispanoamérica” aparece como una suerte de estado, uno que puede negociar al tú por tú con Europa, Asia, África y Norteamérica en el mercado editorial global. El problema, claro está, es que incluso dentro de Norteamérica ya hay algo de español, algo de Latinoamérica, algo de uno de los tantos grupos indígenas de Latinoamérica etc.

La conjunción entre cinismo y reaccionarismo de McOndo es menos una decisión de los autores y más una exigencia del mercado global. Si la literatura fue capturada desde el “Boom”, poco o nada se puede hacer. Quizás las apuestas más arriesgadas de McOndo se puedan percibir a ratos en algunos relatos. Por ejemplo, hay una forma en la que se puede abrazar las circunstancias sin negar nuestras ruinas y capturas, como en el relato de Jordi Soler, “La mujer químicamente compatible”, cuyo personaje acepta el roleplay de cambio de identidad, como si ante la embestida del mercado neoliberal no quedara sino la posibilidad de actuar bien el rol que nos toque día a día. Esto, claro está, como se dice en el relato de Fuguet, “La verdad o las consecuencias”, ratifica que las condiciones materiales de América Latina, como fuente de materia prima y fuerza de trabajo, poco o nada han cambiado, pues “el problema es que su presente es igual a su pasado y si algo no cede, el futuro no se ve muy promisorio” (113). Pero también, como Loriga escribe en “Buenas noches”, no habría que esperar acontecimientos grandiosos para cambiar el devenir latinoamericano, que eso “nunca ha sido mi fuerte” (178). Desde esta perspectiva, la literatura latinoamericana o escrita en español no puede volver a esperar un gran acontecimiento a la par de su producción, no puede comprometerse con ninguna causa social, como lo intentaron algunos autores del llamado “realismo mágico”. A  la literatura en McOndo, y posterior al Boom, le queda acumular experiencias compartidas y asumir las consecuencias de sus afectos, sin celebrar nada de esto.