Archive | July, 2020

Imagen y memoria. Notas sobre Estrella distante (1996) de Roberto Bolaño

30 Jul

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Todo texto tiene una carga personal en relación con el que escribe. A veces hay más de esta carga y a veces menos. En el caso de Estrella distante (1996), como en varias obras de Roberto Bolaño, la autobiografía, la experiencia, la historia y la literatura se entrecruzan, contradicen y superponen. Así, la historia de Carlos Wieder, o como antes se hacía llamar, Alberto Ruiz-Tagle, sirve como línea que ata también la historia de los amigos del club de poesía de Juan Stein y el otro club de Diego Soto, la de las gemelas Garmendia, la de Bibiano, la de la Gorda Posadas, la historia del expolicía Romero y también la del narrador. A su vez, se podría decir que todos los personajes giran ante esa estrella distante en que se convirtió Chile después del golpe de estado en 1973. Así, con estas mezclas entre los relatos de los personajes y también de los discursos que construyen la narrativa, Estrella distante se escribe con miras hacia una memoria que no es sólo un recuerdo, sino una capacidad, una fuerza o una acción, que sin formalismos, sin glorias, sin mucho contento, ni orgullo, pero con algo de ironía, hace un recuento afectivo de sucesos que terminaron. Algunos de éstos en la década de los setenta en Chile, otros casi 22 años después en otros países, como la muerte de Carlos Wieder en España, revancha espantosa, de la que unos se ríen con risa de “conejo” (157), y de la que otros sólo ríen por hábito, sin ganas.

El narrador de Estrella distante no se expresa sino en paréntesis. Su función, como se anuncia en la nota al lector antes de la novela, se resume en el proceso de escritura de la novela a “preparar bebidas, consultar algunos libros, y discutir, con él [Belano] y con el fantasma cada día más vivo de Pierre Menard, la validez de muchos párrafos repetidos [el énfasis es mío]” (11). En este orden de ideas, la producción de la memoria en la novela se vuelve un proceso de validación, no ante una autoridad, ni ante hechos, pero sí ante la consistencia de la frecuencia afectiva que circula los eventos contados por el narrador. Por tanto, ese narrador de 18 años y sus amigos, ese grupo del taller de poesía, que no sólo hablaba de ésta, sino también “de política, de viajes (que por entonces ninguno imaginaba que iban a ser lo que después fueron), de pintura, de arquitectura, de fotografía, de revolución y lucha armada [el énfasis es mío]” (13), antes de preocuparse por el pasado, se preocupaba por el futuro, por proyectos, por imágenes de una realidad venidera. La política, los viajes, la fotografía, la arquitectura y la revolución son todas proyecciones, al menos claro hasta el ocaso del siglo XX. A su vez, todo proyecto produce imágenes, ya sean de sociedades más justas, de destinos inesperados, de cualquier cosa, de espacios y de luchas sociales. Si la poesía se opone a estos proyectos, es sólo porque hasta antes del surrealismo, la poesía apostaba por la producción de ritmos y no de imágenes. En este sentido, la pregunta de las artes escritas, poesía, narrativa, e incluso teatro, choca con la pregunta por la escritura y la producción de la memoria desde el exilio. Esta pregunta consistiría en saber cómo es posible apropiarse de la capacidad demiúrgica de la fotografía, o de los medios modernos, para producir imágenes y narraciones.

Si el narrador sólo valida párrafos repetidos y sus intervenciones, muchas veces, son meros paréntesis, es porque su voz es la de un revelador fotográfico. Esto eso, el narrador revela fotografías del Chile de antes, durante y después del golpe de estado. El revelado no sucede a la luz de la razón, sino a la luz de los afectos, de esas potencias corporales que no pueden separar tan fácilmente los claroscuros. De ahí, entonces, que en los momentos del golpe de estado el narrador admita, en casa de sus amigas, las Garmendia, que se sintió “inmensamente feliz, capaz de hacer cualquier cosa, aunque sabía que en esos momentos todo aquello se hundía para siempre y mucha gente, entre ellos más de un amigo, estaba siendo perseguida o torturada […] tenía ganas de cantar y de bailar” (27). Igualmente, sobre Carlos Wieder, ese “horrendo hermano siamés” (152), que se parece al narrador, porque ambos buscan la posibilidad de producir imágenes en la poesía y la narrativa, no se puede manifestar un odio decidido. Wieder es más la figura de la “tristeza infinita” (153) que la del odio, un hombre que incluso “parecía estar pasando una mala racha” (153), que ya no parece poeta, ni exoficial de la Fuerza Aérea Chilena, ni asesino, ni nada. Si Wieder toda su vida se obsesionó por producir imágenes poéticas, sus falsos desatinos, sus terribles monstruosidades, no hicieron sino destruir su propia imagen, volverlo un negativo sin exceso de luz. A su vez, el narrador parecería saber que, en realidad, el problema de Wieder es que dejó de leer, que por buscar novedad y la afirmación de “una voluntad sin fisuras” (53) se olvidó de que el arte es reproducción, repetición y persistencia. La muerte de Wieder no tiene nada de consolador. Quizás, el final de la novela sugeriría un nuevo comienzo para la tarea poética de la producción de imágenes, habría, tal vez, una forma de apropiarse de los fuegos del surrealismo y de las posteriores vanguardias para ponerlos al servicio de un nuevo proyecto revolucionario, a la Benjamin. Sin embargo, mientras el poeta, o en Estrella distante, el narrador, se queda sin palabras, con una risa forzada y una buena cantidad de dinero, la razón política pronto se obsesiona por regresar a algo que quizá no sea sino una imagen perdida, un mero recuerdo. Así, uno se pierde en el triunfo de la producción de la imagen de una memoria, y otro vive acosado y fracasado por la memoria, sin capacidad de hacer imágenes.

Literatura en tiempos de neoliberalismo. Notas sobre La costurera y el viento (1994) de César Aira

22 Jul

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Las primeras líneas de La costurera y el viento (1994) de César Aira son, en cierto sentido, una síntesis de aquello que forma generalmente a las novelas. La novela que el narrador, que comparte el mismo nombre del autor, quiere escribir condensa todos los elementos que caracterizan la producción novelística en general: aventuras, sucesiones, prodigios e invenciones. A su vez, una novela es algo que se quiere expresar de forma escrita, resultado de un esfuerzo físico, de búsqueda (“Estas últimas semanas, ya desde antes de venir a París, he estado buscando [el énfasis es mío]” (2)). La búsqueda de ese argumento debe empatar con las aventuras, las sucesiones de eventos, los prodigios y los artificios. La forma de poner estos elementos en un mismo plano conceptual, afectivo y narrativo depende directamente de la fuerza de ése querer escribir. Ahora bien, además de las reflexiones metanarrativas que la novela ofrece, o del rol que juegan un autor y un narrador en la génesis del proceso de escritura, también queda desnudada la condición condicionante de toda experiencia literaria. Esta condición es la de la forma y medios en que se produce y consume una novela a finales de siglo XX, cuando el neoliberalismo ya se ha instalado en el mundo y no hay sino un lugar en él: dentro de un mercado global-local caprichoso, monstruoso.

En una de las últimas intervenciones que el narrador hace para acotar la historia de Delia (la costurera) y el viento, se transparenta el proceso de toda la escritura de la novela, al sugerir un final inminente. El narrador está por irse del café desde donde escribe su relato, así, ése mismo relato que leemos terminará. Concluirá la historia de Omar, el amigo desaparecido del niño César Aira —un personaje dentro de la historia del narrador, que también lleva el nombre del autor; la historia de Delia y Ramón, madre y padre de Omar; la del Chiquito, héroe popular en Pringles, pero también un despiadado juerguista; la del viento, un servicial y tentador aire; la de la Patagonia, último sur y meseta absoluta; la de Silvia Balero y su vestido; y la del monstruo que lleva las potencias del viento interiorizadas en sí mismo para destruir todo a su alrededor. Todo esto debe terminar porque el narrador debe irse del café, pues tiene una cita. El problema es que su partida no ocurre porque su gasto no coincide con su forma de pago. La trivialidad prolonga la narrativa, pero también complica la existencia del narrador. El problema del narrador es que su dinero, en monedas, no es suficiente para pagar el precio del café: “Es por eso que necesito que venga el mozo, va a tener que darme cambio de cincuenta francos, no tengo más chico… Si me alcanzara con las monedas se las dejaría en la mesa, libre como un pájaro, pondría mis huevitos metálicos y saldría volando. Es tanta mi impaciencia que si tuviera un billete de diez se lo dejaría… Pero no tengo [el énfasis es mío]” (61-62). Las palabras del narrador, libre como pájaro, y sus monedas cual huevitos metálicos, sugerirían una conexión con las volgelfrei que surgen a la par del proceso de acumulación originaria (o primitiva) descrito por Marx. Si las segundas son seres híbridos, casi anfibios, condenadas a entregar su fuerza de trabajo, pero libres porque ya no están atadas al previo régimen de codificación y reproducción social que las contenía antes, el pájaro libre de Aira sería el consumidor liberado, que ha gastado su tiempo y satisfecho sus deseos, y aún así, a pesar de su libertad de consumo, debe esperar a que las reglas del mercado se cumplan. No se puede ir sin pagar.

El novelista, como cualquiera dentro del régimen capitalista y neoliberal, es productor y producto, consumidor y productor, explotador y explotado. El narrador del relato, entonces, pareciera sugerir una suerte de moralidad del mercado. Esta sería, respetar el orden de los intercambios, como esperar el cambio si se paga con un billete mayor. Al mismo tiempo, la labor del novelista dentro de este modelo de mercado sería la de escribir por dos horas (62), y quizás unas más, una novela que relativamente se leería en el mismo tiempo. Esto es, si el neoliberalismo es ese sistema que vuelve todo transparente y equiparable, entonces tanto el escritor y el lector neoliberales deberían compartir el mismo tiempo de trabajo/explotación. Si uno escribe 78 cuartillas en una jornada de trabajo y cancela sus planes y reuniones, el lector debería de hacer lo mismo, leer en una jornada el texto y cancelar sus planes. No obstante, caer en la lógica de este sistema, por más eficiente y justa que parezca su propuesta, sería un falso compromiso, pues los libros no se leen bajo las mismas circunstancias materiales que los producen, ni viceversa. Más aún, el tiempo que tanto lector y escritor sacrificarían por la novela no sería de ellos, sería del mercado. Esta misma paradoja, la de pensar que se hace algo justo o deseable para satisfacerse, le sucede a Delia en el relato contado por el narrador en la novela, acción que incluso sucede antes de la intervención del narrador y su deseo de ser libre como pájaro.

Luego de sus diversas peripecias, Delia se queda sola con el viento, el Ventarrón. Si bien, el viento no oculta sus sentimientos por Delia, ni sus ganas de darle todo lo que ella quiera, aunque sea de manera momentánea, el viento sabe que la costurera no va a renunciar tan fácilmente a su familia, ni a su pueblo, que ella no se le entregará. En un momento, el viento le dice a Delia, que él puede llevarle a su esposo sus palabras de amor, “podría llevar tus palabras al otro lado del mundo, si fuera preciso. —Otra pausa. El viento esperaba. —Decíselo. Atrévete y decíselo” (61). Delia, aunque duda, acepta. El viento lleva su mensaje, pero también Delia es engañada, pues al decirle al viento palabras de amor, éstas no sólo van dirigidas a su marido, sino al viento mismo. Esta misma situación es la del narrador, pues parece empeñarse en encontrar retribución de su hacer dentro de la lógica del mercado. Es cierto que el viento, en la novela, es traicionero, como lo es cualquier forma de mercado, y aún así, esta traición no es lo peor que puede pasarle a Delia ni al narrador. El verdadero peligro, como luego se verá en el desenlace de la novela es el encuentro simultáneo de esas cuatro entidades que persiguen a Delia: el monstruo; el Chiquito y su camión moderno; Ramón y su carcaza-híbrida; y el mono de nieve y el vestido de novia de Silvia Balero. De éstos, el monstruo es el más preocupante, ni el viento puede detenerlo. Además el monstruo es el único que abiertamente atenta contra la vida de Delia. Tanto el Chiquito como Ramón son máquinas de guerra de estados en potencia a la Deleuze-Guattari. En otras palabras, que sus carros son también la posibilidad de un “pacto” nuevo, de una nueva codificación sobre la virtuosa capacidad de costura de Delia. Finalmente, el mono de nieve y el vestido de novia son mercancías en su estado más primigenio: objetos destinados a satisfacer de alguna manera a otro cuerpo (el mono al niño César Aira y el vestido a Silvia Balero).

Si como Delia, el narrador y la figura del escritor, en general, se encuentran ante esta encrucijada en tiempos del neoliberalismo, ¿cómo sería posible escapar de ésta si a dónde uno se mueva en esta meseta que llamamos posmodernidad la encrucijada nos persigue y siempre es simultánea? El viento, al final de la novela parece que abandona a Delia y decide acomodar una partida de cartas para el Chiquito y Ramón. “El viento mezcló y repartió” (78) se dice que son las últimas acciones de este personaje y también los últimos hechos que pasan en la novela. Sin quererlo, este final no sólo sugiere que el narrador ha podido pagar en el café desde donde escribe y termina su relato de forma abrupta, ni que al viento, como al mercado, sólo le importe seguir, mezclar, repartir, transformar y olvidar, sino que el final suspende la depravación del monstruo. Delia no muere, pero la amenaza sigue ahí. Si la literatura puede tener un lugar dentro del mercado, éste es el del suspenso. Una novela puede, en estos términos, de suspender al mercado neoliberal, como suspende el tiempo, ya sea en su escritura o en su lectura. Si la suspensión es también una disonancia, porque lo que se suspende para, detiene un ritmo, a la vez que inaugura una nueva serie, entonces, tal vez, durante y luego de 78 páginas, el olvido, el estado y el mercado no sean sino castillos de arena de los que la vida se fuga una y mil veces luego de encontrar un suspenso para volver a lanzar su línea de fuga.

Notas sobre Esferas I (2003) de Peter Sloterdijk —2

22 Jul

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Algunas notas sobre Capítulo 1 y 2

Si hay un cambio estilístico entre la introducción a Esferas y los dos primeros capítulos, éste recae en la aparición del análisis de relatos populares, novelas, pasajes evangélicos, o de cualquier tipo de narrativa, incluso del denario romano en el capítulo 2. Esto, claro está no contradice varias de las ideas apuntadas en la introducción. Así, en el capítulo 1, cuenta sobre el acto de transferencia y de intimidad por antonomasia y su lugar: el amor y el corazón. En el capítulo 2, a su vez, se prosigue el camino del amor, pero ahora puesto más allá del umbral erótico-comunitario, o mejor dicho, instalado en una imagen fija que habrá de generar una burbuja de intimidad-exhibida, del corazón se pasa a la intimidad del rostro, de la “facialidad” y su reconocimiento por semejantes. El amor es siempre una “humanidad interiorizada” (103) y también un guión, que, como el de los amantes del poema de Herzmaere, ya prevé nuestro tormento y ruina, pero también, tal vez, nuestra única posibilidad de formar comunidad.

El amor europeo no conoce sino los referentes cristianos y paganos, según Sloterdijk. De ahí que esa idea moderna del amor como servicio pertenezca a “la idea imperial y feudal”, pues sólo cuando “servir y amar estuvieran radicalmente ligados uno a otro como acciones originarias de devoción” (108) la entrega amorosa sería absoluta, y más aún la comunidad podría tener lugar y razón de ser. El amor, antes que compasivo es afectivo, antropofágico, histérico —pues las palabras de enamorado siempre se somatizan—, hueco, pero todo esto es sólo vigente para antes del Renacimiento. Cuando el corazón perdió su lugar de astro, pasó a ser “máquina [un] funcionario que dirige la circulación sanguínea” (131). Si el corazón antes era el espacio hueco predispuesto para otro en la esfera íntima, en el Renacimiento el corazón sólo producía pulsiones hacia afuera, sólo era un tejido destinado al exterior, con “potencial automático de movimiento” (138). Con estas ideas, el individuo, según Sloterdijk, se obsesionó con la intensidad, con lo vital fuera-de-sí para poder garantizar cambios fuera de sí. Cuerpo y corazón se hicieron herramienta, de salvación, de destrucción, de guerra, de trabajo.

Los ojos serían la expresión par excellence de la facialidad. Es decir, sólo los ojos pueden rastrear el camino al corazón, pero también hacia los semejantes. La facialidad sigue un relato similar al del corazón. La diferencia mínima entre ambos es que los designios del eros quedan sublimados a las imágenes del yo y de sus ojos. Si ya desde el denario romano el “yo” del hijo, Octavio, estaba atado al padre César-padre anterior por medio de una moneda, en tiempos modernos las imágenes de los medios intensifican la capacidad del dinero, pero en vez de encontrar a nuestro padre sobre esas superficies, nos encontramos a nosotros mismos. Las palabras con las que cierra el capítulo 2 ofrecen una radiografía precisa, elocuente sin alabanza propia, y pesimista sin cinismo, sobre nuestro predicamento actual (quizá más vigente aún por las últimas líneas):

En realidad, el rostro ante el espejo ha entrado en una relación pseudointerfacial con otro que no es otro. Puede gozar de la ilusión de verse a sí mismo en un campo visual cerrado sólo porque ha proscrito a los demás a su espacio interior y los ha sustituido por medios técnicos de autocomlementariedad: ésa es la función moderna de los medios. Con ello el mundo se divide en dos partes: en un dentro y un fuera que se diferencian como yo y no-yo. Cuando tales proscripciones se convierten en regla, y la consciente acogida y tolerancia del otro en excepción, entonces puede surgir una sociedad estructuralmente moderna, poblada de individuos cuya mayoría vive en una poderosa ficción real: en el fantasma de una esfera íntima que contiene un único habitante, ese individuo mismo. Esa quimera real sostiene todas las relaciones individualistas. Garantiza el caso particular de cada individuo en una burbuja tupida de redes «Eres autocontagioso, no lo olvides. No dejes que prevalezca tu “tú”» (Henri Michaux) (22)

Por otra parte, ¿cuándo las mayorías no han vivido en alguna poderosa ficción real? ¿No es que las multitudes siempre hacen, desechan y juegan con las ficciones? Al menos en estos días, la esfera particular es cada vez más endeble para unos. Ahora bien, esa individualidad forjada a base de corazones máquina y el bricolaje de ojos, espejos y medios, cual Argos, se desmorona. ¿Será algo conveniente, o será que el ‘uno-imperial’ retorna? Al mismo tiempo, la frase final de Michaux adquiere así una respuesta renovada, al menos para nuestros días de pandemia en 2020 y sobre la individualidad de algunos de nosotros. Se podría decir, sí “eres autocontagioso, y ya ha prevalecido tu ‘tú’, te enfermaste y enfermas a otros fuera de tu ‘tú’, ¿será que nunca estuviste tan solo?, tal vez tu esfera íntima nunca tuvo un único habitante”.

Desborde del río de sangre y extenuaciones de la historia y de la literatura. Notas sobre Cola de lagartija (1983) de Luisa Valenzuela

18 Jul

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Los convulsos años que se vivieron en Argentina desde la segunda mitad del siglo XX parecen haber agotado toda forma de lectura y escritura histórica y ficticia tradicional. Esto es que no se alcanza a leer ni escribir desde un aparato dialéctico, ni materialista para explicar el cúmulo de pulsaciones, afectos, revueltas y multitudes que, desde el primer periodo de gobierno de Perón hasta el fin de la dictadura de Videla, sacudieron todos los rincones del país. Cola de lagartija (1983) de Luisa Valenzuela apuesta por reescribir estos años. Así, no es que la novela sea una mera ficcionalización de la historia, sino que el texto afronta el desafío de contar una historia “demasiado dolorosa y reciente. Incomprensible. Incontable” (7), como se dice en el primer epígrafe de la novela. En sentido, la apuesta de Valenzuela no niega la historia, pero sí desafía el espacio que se vuelve silencioso para la historia porque ésta se sobrecarga de afectos que la pasman. Dividida en tres partes, Cola de lagartija cuenta la historia de “el brujo”, un consejero mítico, un ser megalómano, fanfarrón y desagradable. Conforme pasa la narración, el brujo deja de ser una figura fantástica para manifestarse como un agente activo en la política argentina. Uno fácilmente puede ver que “detrás” del brujo está José López Rega, esa figura que influenció fuertemente a Perón. Así, a lo largo de la narración, se construye un sistema de alegorías donde los personajes sugieren la existencia de un correlato histórico. Es decir que en el “generalísimo” del texto sea Juan Domingo Perón, que “la muerta” sea Eva Perón y que incluso una escritora “Luisa Valenzuela”, que intenta escribir una biografía sobre el brujo, sea la autora que también publica una novela llamada Cola de lagartija, terminada de escribir en México.

Cola de lagartija parecería sugerir que cuando la historia se sobrecarga de afectos y se pasma en el silencio, la literatura “tendría que llenar” esos silencios, como si estos estuvieran vacíos. No obstante, la apuesta literaria de Valenzuela tampoco apunta hacia la resolución de los silencios de la historia. La novela no llena esos “vacíos” históricos, pues un novelista tiene un rol ambiguo, pues éste “no está en el mundo para hacer el bien sino para intentar saber y transmitir lo sabido ¿o para inventar y transmitir lo intuido?” (127). En otras palabras, el novelista no tiene por qué “hacer el bien” llenando esos huecos que deja la historia, pero el novelista debe tratar de transmitir algo que se sabe, algo común. A su vez, la pregunta que cierra esta enunciación suspende la validez de ese saber común, pues el saber de la novela, o de un novelista, no es sino una invención, un juego de intuiciones que probablemente no sean comunes. Si la escritura es la constante búsqueda de la transmisión de un saber común que puede ser suspendido por la intuición, necesariamente llega un punto de agotamiento, de extenuación, donde la escritura no puede seguir con su búsqueda porque fuera de la escritura el mundo colapsa, pues, “los acontecimientos nacionales son demasiado graves como para que una se ponga a describir rituales mágicos” (172). Así, al “yo” narrativo le pesa la realidad y sus emociones fuera y dentro del texto se confunden. Esa escritura se vuelve insoportable, asquerosa: “Me muero, sigo escribiendo con desilusión creciente y también con cierto asco. Asco hasta conmigo, por farsante, por creer que la literatura va a salvarnos, por dudar de que la literatura va a salvarnos; todas esas contradicciones. Un vómito”. (173). Por otra parte, la escritura continúa. El brujo se le ha escapado de las manos a la narradora, pero la novela continúa por más que la narradora firme su renuncia al final de la segunda parte.

Si la escritura se le escapa a la narradora es también porque la vida se le escapa a la historia. En el primer epígrafe de la novela se advierte sobre los peligros de escribir y contar ese relato imposible, la vida del brujo. Dos voces discuten sobre estos peligros.

—Es una historia demasiado dolorosa y reciente. Incomprensible. Incontable.

—Se echará mano a todos los recursos: el humor negro, el sarcasmo, el grotesco. Se mitificará en grande, como corresponde.

—Podría ser peligroso

—Peligrosísimo. Se usará la sangre

—La sangre la usan ellos

—Claro. Le daremos un papel protagónico. Nuestra arma es la letra (7)

En este intercambio se inaugura un texto semiótico que se distiende por toda la novela. Este texto semiótico pone a la historia en contra de la literatura y sus recursos. A su vez la sangre como coadyuvante de la historia sería la escritura de ésta. Por su parte, la letra sería el coadyuvante de la literatura y claro, su escritura. Estos ejes de tensión permitirían que a partir de las contradicciones entre literatura y sScreen Shot 2020-07-18 at 12.57.56 PMangre e historia y letra, una novela pudiera construirse, como si la literatura fuera la forma de contener o acelerar la hemorragia de la historia y ésta (la historia) fuera la única forma de contener o desatar el caos de las palabras de la literatura. Con esto en mente, las contradicciones a las que se enfrenta la narradora son análogas a las de la historia. De ahí que el final de la novela se enfatice la extenuación de todo afán profético que pueda tener la literatura. Luego de que se desate el cauce de los ríos de sangre no vendrán ya veinte años de paz, aunque tal vez nunca hubieran venido. Quizás el río de sangre de Valenzuela pueda ser análogo al yawar mayu de Arguedas, y así estos ríos no requieran la negación de su horror, de su ruina, ni de su devastación, sino la invitación a levantar nuevos puentes sobre éstos, o quizás, incluso a aprender a seguir sus cauces, pues la vida sigue y a su par la historia y la literatura.

Notas sobre Esferas (2003) de Peter Sloterdijk

15 Jul

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Las notas que siguen son primeras impresiones a la lectura de las primeras 100 páginas del primer tomo de Esferas de Peter Sloterdijk.

“Los límites de mi capacidad de transferencia son los límites de mi mundo” (17). Esta afirmación, a la Wittgenstein, es de las primeras que Peter Sloterdijk hace luego de plantear uno de los ejes principales del primer tomo de Esferas (2003). Esta enunciación está enmarcada en un breve debate evocado respecto a la transferencia psicoanalítica canónica. Esto es, la forma mediante la cual la neurosis freudiana explica cómo las pulsiones auténticas se sienten en el lugar equivocadoluego de que el sujeto captura ciertas percepciones. Para Sloterdijk, por otra parte, las pulsiones nunca encuentran un lugar equivocado, es decir, la transferencia de la pulsión es “la fuente formal de los procesos creadores que dan alas al éxodo de los seres humanos a lo abierto” (17). De ahí que desde el inicio del libro, o de la introducción que el autor hace a los tres tomos —y no sólo al primero—, se cuestione la emergencia violenta que fuerza a dividir el mundo entre “los que saben” y “los que no saben”. En otras palabras, si la vida en realidad no requiere de esta división es porque la forma del saber no subordina al deseo, sino a la inversa. Así, uno de los cabos a seguir en Esferas será el del deseo, el de su transferencia y el de su capacidad creadora siempre en éxodo.

La transferencia, entonces, está estrechamente ligada a las esferas. Éstas últimas, una suerte de redondez “con espesor interior, abierta y repartida, que habitan los seres humanos en la medida en que consiguen convertirse en tales” (32). Más aún, la vida del ser humano quedaría supeditada no sólo a su capacidad de transferir(se) sino a su capacidad de habitar, esos espacios sistémicos, inmunológicos, donde forma eficaz la vida se vuelve posible. Si bien las esferas nos protegen, nos garantizan cohesión y comunidad, también éstas son mantienen siempre en suspensión de un exterior aterrador: “Nunca hemos pisado el suelo de los hechos mismos” (47) afirma Sloterdijk para enfatizar el problemático carácter inmunológico de las esferas. Es decir, que mientras dentro de la esfera la vida está a salvo, todo lo que esté fuera de ella no vale la pena admitirlo y por lo tanto quizás haya que combatirlo. Una esfera puede ser una familia, un grupo social, una nación, cualquier climatización que permita amortiguar(nos) de la caída en los abismos, metafóricos, físicos, existenciales y pasionales. Ahora bien, todas estas esferas han colapsado como pompas de jabón, pues desde la niñez se sabe que los juegos con burbujas son fuegos de artificio sin estruendo y más brillosos que luminosos: un fuego transparente. Sin la solidez de la esfera personal, familiar, nacional, etc… lo que nos queda es “la espuma de lo que fue globo” (72), por eso Sloterdijk propone una fenomenología de la espuma. Esto es un intento por “avanzar conceptual y figurativamente hasta una amorfología política que llegue hasta el no-fondo de las metamorfosis y paradojas del espacio solidario en la época de la diversidad de medios y movilidad de mercados mundiales” (72). Sloterdijk, entonces, apuesta por volver a soplar esferas, burbujas, pero esta vez, amorfas, sin fondos, pero aún con esa fuerza anímica que invite al juego, que invite a cierto tipo de solidaridad no-solida. Si la transferencia pulsional no es un mal y la creación de burbujas (esferas) tampoco, entonces, para poder aún sostener una existencia en el mundo actual las únicas esferas posibles son las que lidian con el problema de la intimidad, con esa “inmersión abismal en lo más cercano” (89).

Se puede esperar de Esferas, al menos en el primer tomo, un intento mayor y serio por reproblematizar toda la tarea pulsional, afectiva y anímica de la vida. No se apunta a un vitalismo vano, pero sí a uno cínico, casi marrano. Por otra parte, si la transferencia pulsional, desde cualquier perspectiva psicoanalítica, es un mecanismo visible en los gestos, en la voz y en cualquier enunciación. Así, la escritura de Sloterdijk está preocupada también directamente con la manifestación de la transferencia. Es decir, esas imágenes que van guiando y enlazando la lectura y la escritura del texto son también transferencias, no sólo pulsionales, sino también de registros, códigos, afectos, contextos y formas. La ilación entre la imagen y el texto, por tanto, permitiría replantear un problema sobre el pensamiento. Este es, si la razón se hace de “imágenes” o si se hace de “palabras”. Si la imagen es siempre una reflexión de sí misma y de aquello que captura (lo que refleja), las palabras siempre han sido imágenes, antes que las cosas o sonidos (Sausurre diría imágenes acústicas). No habría, así, una voz en el texto, sino una transferencia, el paso de una figuración a la internalización de ésta en un proceso maquinal que reproduce, pausa, vive.

Multiplicidad de los secretos y variaciones de la forma, ¿qué puede hacer una narrativa? Notas sobre Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la consciencia, de Rigoberta Menchú y Elizabeth Burgos

9 Jul

 

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No se puede negar el impacto que tiene la disposición formal del testimonio Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la consciencia (1983) de Rigoberta Menchú y Elizabeth Burgos. Es por la forma y su disposición que este texto se vuelve difícil de clasificar. Largos son los debates que este y otros textos similares generan. La historia de Rigoberta Menchú, su vida en comunidad, los despojos del gobierno guatemalteco, los levantamientos indígenas y guerrilleros, la explotación en las fincas, las protestas populares, las estrategias de resistencia y el dolor individual y colectivo son algunos de los temas de Me llamo… El texto es leído como material etnográfico, político, literario, latinoamericanista, indigenista y otras perspectivas, como si cada una de éstas intentara capturar alguno de los tantos temas que el testimonio de Menchú evoca. Mientras más perspectivas abundan, más se nota que las distancias que existen entre el texto oral —testimonio de Menchú, el texto grabado, mecanografiado y “ordenado” por Burgos, y el texto leído por cualquiera y analizado por algunos son dispares. Estas distancias indican rupturas radicales entre cada uno de los que participamos del entramado textual, sea Menchú, Burgos o cualquier lector y analista*. Por otra parte, con todas estas rupturas existentes entre las perspectivas anteriores y posteriores al texto, uno esperaría que formalmente el testimonio de Mechú repitiera estos gestos. Es decir, que la escritura de Me llamo… estuviera rota en su propia enunciación, en su propia forma. Fácilmente se pudiera ver que la división capitular, las diversas introducciones de Burgos, el glosario de términos, los agradecimientos, la bibliografía y el anexo del comunicado de prensa del CUC (Comité de Unidad Campesina) son parches que ocultan esos quiebres de la forma. Sin embargo, como Gérar Genette menciona, todos estos elementos son umbrales del texto y los umbrales no son del todo rupturas.

Los umbrales textuales —paratextos— están con un pie adentro y uno afuera del texto. Esta mediación es complicada pero las introducciones o comentarios suelen dar ciertas pautas de lectura. Burgos escribe: “Rigoberta Menchú pertenece a la etnia Quiché, que es una de las 22 etnias que pueblan Guatemala. Rigoberta tiene apenas 23 años, y aprendió el español hace solamente tres años, de ahí que a veces su frase parezca incorrecta; sobre todo en lo que concierne al empleo de los tiempos verbales, y al de las preposiciones [el énfasis es mío]” (7). Este comentario, casi como una advertencia al “cultivado lector”, anuncia la persistencia de ciertos errores, o enunciaciones incorrectas, que la labor etnográfica de Burgos prefirió no corregir para mantener la “autenticidad” y “viveza” del relato de Menchú. La advertencia al lector es una primera ruptura entre el registro oral de Menchú y la práctica escrita de Burgos. Por otra parte, este comentario, al estar en la introducción —ese contradictorio espacio del umbral textual— también carga consigo aquello que advierte. Es decir que la sinécdoque de Burgos sobre el habla de Menchú, su frase parezca incorrecta, es una estrategia retórica fallida, casi un eufemismo. Esto es así porque la frase de Menchú no puede englobar toda la multiplicidad y diversidad de temas de su testimonio. En este sentido, tanto los “errores gramaticales” de Menchú y los “errores retóricos” de Burgos ponen a ambos registros, el oral y el escrito, en un mismo plano donde se repite la abyección de Menchú pero también se resguarda(n) su(s) secreto(s) (Moreiras 227)**. Esto, a su vez, sería conceder que algo se captura en la escritura de Burgos (se produce la subjetividad abyecta de Menchú) pero algo se escapa (los secretos de Menchú y su pueblo). El asunto es que la captura no presupone a aquello que se fuga, sino a la inversa.

La fuerza del texto no viene de sus intenciones políticas, pero sí de sus afecciones narrativas. La narración de Me llamo… no es eminentemente literaria ni etnográfica, la narración, como forma de enunciación, no le pertenece a ningún campo ni a nadie. Como la lengua, la narración le pertenece a las muchedumbres. Si la narración no puede tener un lugar, el umbral de la introducción se alarga y pronto todo el texto agota y desgasta la forma canónica en que se cuentan historias, ya sea literaria o etnográficamente. En este sentido, Me llamo… es un texto de desgaste, tal cual las estrategias descritas por Menchú para sabotear al gobierno, “Buscamos crearle al gobierno un desgaste económico, un desgaste político y desgaste militar” (256). Principalmente, el desgaste económico “consiste en que los obreros trabajen como siempre, pero descomponen sus máquinas, o rompen una pieza, cosas así pequeñas que desgastan el régimen [el énfasis es mío]” (256) y el desgaste militar consiste en “dispersar las fuerzas del ejército [el énfasis es mío]” (256). A su vez, la narración hace lo mismo que cualquiera, cuenta como siempre una historia y como con los obreros también se rompe una pieza (en el testimonio, la relación con los lectores, con Menchú y Burgos mismas); y a su vez, la narración dispersa ya sean las lecturas, análisis o los afectos que el texto mismo provoca. Si todo esto sucede es porque los secretos de Menchú persisten más allá de su captura y/o de la reproducción de su abyección. El final del testimonio, en este sentido, no sólo ratifica que los secretos seguirán ocultos, y que ni siquiera “un antropólogo, ni un intelectual, por más que tenga muchos libros, no saben distinguir todos nuestros secretos” (271), sino que también se sugiere que esos secretos no están precisamente en los libros, en su forma más canónica, (pues Me llamo… , después de todo es un libro), sino en las formas en que los libros se convierten en otros medios para expresarse, como el español o la religión para Menchú. Una narrativa, entonces, estaría más cercana a las acciones de un cuerpo cualquiera y también al acertijo spinoziano par excellence, pues nadie ha determinado qué puede hacer un cuerpo —ni una narrativa.

*Esta idea es de Alberto Moreiras, en “The Aura of Testimonio” en The Exhaustion of Difference. The Politics of Latin American Cultural Studies (2001).

** Cfr. supra.

Ritmo e intensidad, fin del cine. Notas sobre Ya no estoy aquí (2019) de Fernando Frías

2 Jul

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Sin quererlo, tal vez, Ya no estoy aquí (2019) de Fernando Frías reactiva una polémica latente y reciente en el cine mexicano contemporáneo. Esta polémica consiste en la forma en la cual el cine “ilustra” la discriminación en México, sea por racismo o por capital económico. Más allá de eso, la historia de Ya no estoy aquí es compartida. Eso que le sucede a Ulises y sus amigos lo vivieron y lo viven cualquiera que viva en una ciudad como Monterrey. Esto es, que de buenas a primeras, a pesar de que uno se encuentre haciendo su beneplácito, una fuerza anómala expulse todo aquello que la contradiga. Ya no estoy aquí intenta eso que tantas narrativas recientemente buscan en México, contar qué fue lo que pasó en los momentos en que el narco se metió hasta el nivel más molecular de la vida cotidiana. En el caso de Ulises, el narco se metió a las calles, hasta las barriadas inundadas de cumbia se vieron diluviadas por banda y corridos norteños. Ulises migra, como tantos, a los Estados Unidos, llega a Nueva York y regresa a México para encontrarse con una melancolía destrozada. La jaula de oro lo liberó para toparse con un universo blanco y rojo, por la coca en tránsito al norte y en disputa en Monterrey, y por las vidas de tantos que siguen pereciendo en México.

La película se acerca a los personajes. Es intimista. Por otra parte, uno puede sospechar que, precisamente, ese intimismo es lo que traiciona al film. Ya Carlos Velázquez ha señalado las similitudes entre Roma (2018) y Ya no estoy aquí. Velázquez también critica la falta de coherencia y, sobre todo, la inverosimilitud del filme de Frías. Es cierto que la película carece de consistencia. No obstante, el título precisamente sugiere esa carencia, esa falta. No es que Ulises ya no esté en Monterrey cuando el narco hiciera su aparición, sino que desde antes de la desposesión y acumulación del narco y del estado, los TerKos LoKos nunca estuvieron en el terreno nacional y muy probablemente “significaron” muy poco para cualquier sector de la sociedad mexicana (lo mismo se podría decir de las mujeres asesinadas en Juárez, de los estudiantes de Ayotzinapa o del reciente fallecido en Guadalajara por no llevar cubreboca, Giovanni López). Los Terkos Lokos nunca fueron reconocidos por el estado, ni por la sociedad en general, y sólo su ausencia es la prueba de su presencia. Nada tiene de nuevo esto en México. Ahora bien, al menos para Ulises, en Ya no estoy aquí, lo que menos importaba era su presencia, sino su baile y su música.

Toda la película de Frías está acompañada de música colombiana, música que entró a Monterrey y a todo México desde antes, quizá, que el narco. Justamente, la música es una ausencia presente, como el cine y todas las artes. Nunca está con nosotros la música, pero esas fibras afectivas que los ritmos nos mueven siempre ratifican una presencia. El baile es la consecución de eso que está ausente en nosotros y demanda su expresión. Es decir, la música (y el sonido en general) afirman nuestra presencia y la de los otros. Con todo esto, ¿qué presencia afirma la música colombiana rebajada de los TerKos LoKos y de Ulises? Esto se puede contestar a partir del momento en la película en que Ulises busca la comprensión de una prostituta colombiana. Ambos disfrutan del ballenato, pero la prostituta desecha las canciones rebajadas de Ulises, son muy lentas. La intensidad reducida de ritmo del ballenato es el toque característico de Kolombia, ese género musical que la película retrata como típico de algunas zonas de Monterrey. La aversión de la música Kolombia, por parte de la prostituta, ratifica que una canción no es una repetición de letras y ritmos, sino que una canción consiste en mantener una intensidad, una fuerza, una potencia. Esto quiere decir que para reafirmar la presencia hace falta de una velocidad adecuada, común. Si la película de Frías carece de verosimilitud, o de cohesión narrativa es precisamente porque el narco en México —a pesar de la fácil categorización de colombianización del país— es un ritmo rebajado, fuera de tono y lugar. Desde esta perspectiva, el filme no puede tener una narrativa creíble ni estable (a diferencia de Roma porque ésta cuenta, para bien y mal, de toda la eficacia dominante del régimen del PRI en México). No es que el narco carezca de peso semántico, pero sí que los desposeídos, los parte-sin-parte, los libres como aves, esos que no cuentan en la “historia mexicana”, la carne de cañón del narco, o de las “versiones oficiales del estado” tienen un excedente no converso de fuerza para la lógica del capital y del estado. Por eso Ulises sigue bailando al final de la película y uno de sus amigos continúa vivo y rapeando. El problema, claro está, como al final del filme, es que la batería y la vida de una generación se puede agotar y fuera de la música y su ritmo reducido, su ausencia presente, sólo nos pueden quedar los ruidos de armas que bombardean el presente.