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La fuerza de no hacer nada. Notas sobre La traición de Rita Hayworth (1987) Manuel Puig

9 Apr

Entre tantas cosas, La traición de Rita Hayworth (1987), de Manuel Puig, dibuja momentos claves en la transición de las formas en que la vida y el tiempo se (re)ordenaron en los cambios que trajo el siglo veinte a la Argentina. De “el punto de cruz hecho con hilo marrón sobre la tela de lino color crudo” (9), la gente pasa al cine, la radio. La novela es, en gran medida, no sólo la “radiografía” de las consecuencias de la masificación de medios en Argentina, sino también el análisis de cómo desde siempre el ocio es trabajo inmaterial, cómo sobre el ocio descansa el orden de la forma de vida capitalista. Así, como toda la novela es una labor de ocio, las mismas labores de la hermana de Mita al inicio de la novela, pues “parece que no cansaran pero después de unas horas se siente la espalda que está un poco dolorida” (9), son similares a las horas y horas que la familia de Mita, Toto y Berto pasan en el cine o escuchando la radio. De la administración del tiempo a partir de labores de bordado y la ganadería, La traición dibuja el sutil cambio de la rutina, trabajo y ocio. 

A la vez que hay un cambio entre pasar las tardes tejiendo y viendo películas, éste no es necesariamente una completa ruptura con el orden de vida rutinario. De hecho, al terminar con dos textos de la misma fecha (1933), la novela pareciera sugerir cierta circularidad en la forma en que el tiempo habitual no cambió. La fuerza con que los hábitos atan el cuerpo a su existencia, tal vez, lleve a uno a pensar como Herminia, que para tratar de refutar el nihilista razonamiento de Toto, al final de la novela, reflexiona sobre su vida. Vivir preso de nuestros hábitos es saber que se “morirá sin saber nada de la vida” (289). Ya sea el tiempo de ocio, el estudio, las estrepitosas búsquedas amorosas, la obsesión con el arte, la idea de aspirar a mucho o aspirar a poco, de llenarse de ambición o sucumbir ante la derrota de las expectativas, todo a su tiempo pasará y se acabará en las manos de un dios indiferente y tiránico o en el consuelo de pensar la muerte como “simplemente un descanso, como dormir” (291). Si de la vida no se puede saber nada, quizás esto se deba a que la vida siempre se escribe con trazos que el saber no conoce y el cuerpo apenas registra. 

Que la vida sea en realidad el sueño de la muerte, no es un tema nuevo. Y esto es a la vez lo que le permite a la vida siempre mostrarse como novedad. Ahora bien, La traición sugeriría que del dormir, o del ocio, de la razón no nacen monstruos, sino que como en Toto y Héctor, que terminan esparciendo rumores e involucrándose en violaciones, es el insomnio del ocio el que produce la monstruosidad. Esto queda claro cuando Herminia anota el último párrafo de su diario: “A veces en la oscuridad total es lindo abrir los ojos y descansar la vista, pero sólo por un rato, porque si no el descanso degenera en insomnio, que es la peor tortura” (291). La vida se trataría, así, de centrarse en saber qué hacer con los sueños (el ocio) y dejar de lado los planes y de cuidar la no degeneración del ocio. Sin embargo, si no se gastara ya nada de fuerza más que en el ocio, ¿cómo se pasaría el sueño a los que vienen luego de los que se mueren en la dulce tarea de resguardar su sueño del insomnio? 

La inmersión de lo (pr)escrito y el acoso del cine. Notas sobre Nosotros los pobres (1948) de Ismael Rodríguez

24 Mar

En la época de oro del cine mexicano hay películas que de manera explícita dibujan una, o varias formas de, imagen nacional. Nosotros los pobres (1948) de Ismael Rodríguez, por su parte, es de las películas que sin ninguna mención explícita a algún símbolo nacional, contribuye fuertemente a la construcción de la imagen nacional mexicana. La película se centra en Pepe el Toro, un carpintero, y su “hija” Chachita. Al mismo tiempo, la película recupera una serie de personajes “tipo” y también un contexto vario. Esto es, como sucede desde el inicio, la película es, o intenta ser, un “retrato” de la realidad de “nosotros los pobres”. Por tanto, desde las voces dispersas que inauguran el filme, los transeúntes en la calle hasta los niños que sacan de un tambo de basura un libro que comparte su título con el de la película, todo queda dentro del mismo marco cinematográfico. 

La serie de los créditos que se despliega a la par de que los niños hojean (y ojean) el libro sacado del contenedor de basura hace una lista de los personajes con su respectivo retrato. Todos los personajes son identificados por un apodo o un epítome (Pepe el Toro, Chachita, la Tísica, la Romántica, etc.). Luego el libro anuncia una “Advertencia”. La historia que vamos a presenciar tiene “frases crudas, expresiones descaradas, situaciones audaces”, es decir, cosas que tal vez no valga la pena retratar. No obstante, el libro le pide a los que lo “vieren” (que lo leyeren) que sepan apreciar la intención de “presentar una fiel estampa de estos personajes de nuestros barrios pobres”, donde al lado de “los siete pegados capitales, florecen todas las virtudes y noblezas y el más grande los heroísmos: ¡el de la pobreza!” (2:29). La película, entonces, busca retratar la admirable lucha de aquellos que se enfrentan día a día a su ominoso destino. La pobreza es, entonces, un material admirable porque demuestra lo peor pero lo mejor “del espíritu humano”. Por eso es que Ismael Rodríguez cierra su “Advertencia” a manera de dedicatoria: “A todas estas gentes sencillas y buenas, cuyo único pecado es haber nacido pobres… va mi esfuerzo” (2:46).

La narración que comenzara como “novela de costumbres” se convierte en casi un musical. De la imagen que vemos ilustrada en el libro, un camión de redilas cargado de cajas vacías, se funden planos y del libro vamos al cine. El letrero que el camión lleva arriba de la matrícula (“Ahí les voy”) anuncia con “jocosidad” la llegada a un mundo donde precisamente esas frases van a servir de autorreferencia cinematográfica —señales que rompen la cuarta pared y reflexionan sobre su propia forma— y también de canal de comunicación con los espectadores del filme (no sólo los niños que ojean el libro, sino cualquier espectador, claro). Vemos, hasta este punto cine que es un libro y luego es cine una vez más. En este nivel doblemente plegado el bullicio del inicio de la película se transforma en música. El féretro que sale de uno de los planos del fondo no disminuye la intensidad de los músicos que rápidamente contagian a otros con su tonada. Quienes no cantan silban. Cada intervención de cada personaje despliega un saber “popular”: cómo es la vida, cómo es la bebida, cómo son las mujeres, cómo es el amor, cómo son los padres, cómo son “los cuates”, y a cada cantaleta el estribillo cierra ni hablar, mujer.

No es que haya en la canción ninguna directa evocación a ninguna mujer en el filme. Sin embargo, en Nosotros los pobres el rol de los personajes femeninos es central. De hecho, fuera de Pepe el Toro, las mujeres son las únicas que tienen un desarrollo, afectan e influencian más la narrativa que otros personajes. Incluso, hasta la madre paralítica de Pepe el Toro, “la Paralítica”, tiene una fuerza que mueve en sobremanera el devenir de varios personajes. La importancia de la madre de Pepe el Toro es tal que ella es la única que atestigua los grandes secretos del filme pero no puede comunicarlos. Estos secretos son catalizadores de la narración y también resoluciones que resuelven problemas intrínsecos de la narración. Así, el robo de los cuatrocientos pesos que el portero y rentero de la vecindad (“el Mariguano”) donde Pepe y sus amigos viven es presenciado por la Paralítica. De igual forma, también la identidad de la madre de Chachita se le revela a la Paralítica. En este sentido, la historia de Nosotros los pobres es menos el drama de Chachita y Pepe el Toro. Si bien, la primera sufre porque no sabe quién es su madre y el segundo porque tiene que guardar el secreto de su tísica hermana, cuya deshonra al concebir a Chachita le provocara la parálisis a la madre de Pepe, este drama no es nada sin la pasividad (activa) de la Paralítica (fig.1). Ella ve y sabe todo, pero no puede actuar, o más bien su mirada lo dice todo por ella, sus ojos buscan signos que los otros puedan entender, pero todo es en balde. 

fig. 1

La diégesis de la película, entonces, bien podría evitarse tantos enredos. El trabajo que Pepe el Toro recibe hubiera sido exitoso, hubiera cobrado bien por la cantina que iba a construir para el licenciado acaudalado que coquetea con la novia de Pepe, la Romántica. Chachita se hubiera enterado antes de la verdad de su origen. La madre y la hija se hubieran reconciliado antes de que la primera falleciera en el hospital, y sólo por “azar”, Chachita sí conociera a su tísica madre. La novia de Pepe el toro no hubiera tenido que acostarse con el licenciado desfalcado por el robo para ayudar a Pepe a salir de la cárcel. Pepe no hubiera terminado en la cárcel y tal vez su “sangrienta” lucha por limpiar su honra en la cárcel hubiera podido ahorrarse el despliegue de su fuerza singular (Pepe somete a los tres culpables del crimen que él no cometió y fuerza al líder del grupo a confesar al final de la novela). El asunto, por otra parte, es que sin los enredos, que la pasividad de la Paralítica permite, no habría película. 

fig. 2

¿Cómo o desde qué perspectiva darles a los pobres “el esfuerzo” cinematográfico al cual firma Ismael Rodríguez al final de la “Advertencia” en el fragmento introductorio al relato? Es decir, ¿cómo hacer, si es que se quiere, que “el esfuerzo” artístico haga algo más que una admiración por las fuerzas en que los pobres luchan por persistir en su existencia? Una vez que Pepe el toro está preso, Chachita es despojada de su casa y ella y su abuela son recogidas por la Romántica. En la casa de ésta, el Mariguano —el padrastro de la Romántica— un día regresa a casa bebido. Al entrar a la habitación donde la Paralítica está, la mirada de ésta perturba en sobremanera al Mariguano. Los ojos de la paralítica son el único testimonio y testigo del robo. El derroche y “malgasto” en los vicios del Mariguano son, entonces, recriminados por unos ojos que no cierran pero que tampoco comunican. El Mariaguno cubre a la paralítica con una cobija y en su alucinación la mirada persiste más allá del velo (fig 2). Los ojos cazan al ladrón. Incluso cuando el Mariguano se asegura de que la paralítica nada puede hacerle, cada figura circular se transfigura en los dos ojos de la Paralítica (fig. 3). Los ojos de la paralítica no son mirada hasta que son alucinación, no son mirada hasta que son cine. La forma en que los montajes entre los ojos y los objetos redondos atosigan y castigan al ladrón, parecieran sugerir que el cine puede hacer justicia de formas particulares. La mirada, gracias al cine, va a perseguir en sus fantasías y delirios a aquellos que obren mal. Casi se pudiera sugerir que Nosotros los pobres va a darle justicia a los pobres a partir de las miradas. Ante la dirección de Rodríguez se pudiera decir que si en la vida se ha de sufrir por ser pobre, al menos el cine será el acoso de las fantasías de aquellos que siendo pobres abusen de sus semejantes. El cine va a hacer justicia para lo que ya está prescrito: para que entre iguales no haya atropellos. 

fig. 3
fig. 4

Frente a la secuencia de la alucinación del Mariguano (aprox de 1:34:00  a 1:39:00), la secuencia de la sangrienta lucha de Pepe el Toro, casi al final del filme, para hacer confesar a los verdaderos culpables del crimen del que se le acusa, es más un ejercicio gratuito de brutalidad y fuerza que una acción justa. La justicia, si es que eso es posible en el cine, ha de venir por el silencio de los ojos, que castiga más que la fuerza de quienes escriben y prescriben las normas sociales, que pesan más que los puntapiés impotentes que el Mariguano le da a la Paralítica ordenándole que cierre los ojos (fig. 4). La confesión que provoca Pepe el Toro, por otra parte, no es disciplina, es tortura y casi un acto de gladiador. Pepe el Toro sale del coliseo difiriendo su muerte. Después de todo, el cementerio en el que termina el filme, con Chachita finalmente haciendo labor de duelo a la verdadera tumba de su madre, recuerda que todos habrán de encontrarse en ese lugar, unos llegan antes, otros sólo difieren la fecha de su llegada. Con esas acciones, los niños que abrieran el libro salido del contenedor de basura ven al cine convertirse en imagen otra vez. Los niños se miran, agitan la cabeza, cierran el libro y lo devuelven al basurero. Si el mensaje escrito del libro les resultó incomprensible o simplemente les provocó menear la cabeza en gesto de rechazo, la acción correspondiente es volver a poner a ese objeto raro en una cavidad llena de desperdicios, después de todo, de ahí salió el libro. La circularidad del cubo de basura ya no sugiere nada sino eso que es, no es mirada, ni es lente, es sólo un espacio hueco que ha de recibir, como el cementerio, los restos de aquello que tuvo vida. El cierre del filme que regresa a la escena inaugural y al barullo de múltiples voces abre las puertas para un arte y una estética que recicla mientras se refleja: los desperdicios de la ciudad letrada serán ahora proyectados en las pantallas de la ciudad que mira y es mirada. 

No tan nuevo orden. Notas sobre Nuevo Orden (2020) de Michel Franco

4 Mar

Nuevo orden (2020) de Michel Franco tiene tan mala reputación en México como en los Estados Unidos la tuvo American Dirt (2020) de Jeanine Cummins. De la película y de la novela se podrían decir las mismas cosas: refrito de situaciones estereotípicas, racismo, misoginia, mala representación, poca inclusión en el reparto, y al mismo tiempo un buen uso de figuras retóricas y cinematográficas, respectivamente. Todas las carencias que uno pueda encontrarle a Nuevo orden, en realidad tienen que ver precisamente con eso que el título evoca y con lo que en un par de ocasiones se nos dice en el filme desde el sonido de fondo de la televisión: la pretendida idea de que en México “hay un nuevo orden” controlando la vida diaria de todos. Así, aunque los créditos también se esfuercen en abrir una “nueva” forma de acomodar las letras, de darle un nuevo orden a las palabras y las cosas, lo cierto es que el nuevo orden de Franco es tan viejo como la idea de lo que ha sido “el orden” en México, al menos. Se cambia de orientación el signo, pero el sentido permanece.

Como las letras de los créditos intentan abrir un “nuevo orden”, así también lo hace la serie de montajes que forman la secuencia que inaugura la película. Cada elemento del montaje, desde un zoom-out de una pintura de Omar Rodríguez-Graham —que también colabora con toda la pintura que se usó en la producción—, hasta los recortes en que Marian —una de los personajes principales del filme— aparece recostada, van seguidos de fundidos. Así, con la cabeza de Rolando, que está despertando frente a su esposa que agoniza en silencio en una cama de hospital, comienza la historia de la película. Los eventos que siguen son un tanto como los recortes del inicio. En la Ciudad de México una “abrupta” insurgencia toma las calles. “Los manifestantes” arrojan pintura verde a los automóviles y también se enfrentan a la policía. Con el furor de la revuelta y la violencia desencadenada, el hospital debe recibir a cientos de personas que llegan heridas y, por tanto, Rolando y su agonizante esposa deben dejar el espacio para que el hospital pueda hacerle frente a la emergencia de malheridos que llegan a torrentes. La esposa de Rolando, que iba a ser operada próximamente —según se nos dice después—, ahora convalece en casa. Su esposo decide ir a pedirle ayuda a la acaudalada familia de Marian, familia para la que él y su esposa trabajaron en algún momento como empleados domésticos, se intuye. Al llegar a la casa, Rolando se topa con la celebración del matrimonio civil de Mariana. A pesar de que la madre de Marian le da algo de dinero a Rolando, pues éste necesita doscientos mil pesos para la operación de su esposa, que ahora será en un hospital privado, la suma no es suficiente. Marian entonces decide tomar su tarjeta de crédito, dejar la boda en suspenso, ir con uno de sus empleados domésticos (Cristian) a la casa de Rolando y así internar a la moribunda mujer. La “solidaridad” y “buenas intenciones” de Marian la sacan de su casa y, así, ella no ve cómo la manifestación irrumpe en su boda, su madre es asesinada, su padre baleado, su casa saqueada por los empleados domésticos y todos los demás invitados tomados como rehenes y luego extorsionados. Lo que sigue de ahí es la pesadilla de la democracia: la totalización del estado como remedio para apaciguar el terror, el caos de unos manifestantes cuyas razones nunca son evidentes. 

La distopía de Franco es menos un ejercicio de representación y más un reflejo. Con esto, el totalitarismo del estado en Nuevo orden no va nada alejado a la realidad del país. Como si el cine fuera un espejo, aquello que las luces, texturas y colores que inundan la película van reflejando una figura bastante familiar. Conforme los colores que todo el tiempo van inundando la pantalla, el verde (la pintura que arrojan los manifestantes, el color del logotipo del IMSS en el hospital, los uniformes del ejército), el blanco (las canas de Rolando, el vestido de novia que modela Marian en uno de los primeros montajes que aparecen en el incipit) y el rojo (la sangre, el traje sangre de Marian) se van a unir en la bandera que aparece en la penúltima secuencia de la película. La bandera que ondea en la pantalla y el travelling a manera de zoom-in vuelven ominosa la escena. Los reos vestidos de beige y los tambores que cierran la película marcan el cuadro de la imagen: dentro del rectángulo de la bandera todos los conciudadanos somos como reos. 

La monstruosidad del Leviatán radica no tanto en su poder para controlar o disciplinar, sino en que en sus mecanismos el monstruo sujeta, sostiene y también mantiene. Esto es, más que sólo decidir sobre el devenir de las vidas, el soberano coloca a sus “sujetos” en una posición desde la cual desarmar el nudo de su opresión equivale también a desarmar su propia existencia. La fuerza reactiva del estado se mete en la médula, como también se mete en la composición de Nuevo orden. Esto es, mientras que el filme sugeriría una crítica contra los pésimos manejos de la crisis de inseguridad, la violencia y la cada vez más notoria (si es que alguna vez estaba oculta) militarización del poder estatal en México, también la crítica revitaliza la urgencia de volver a maquillar la forma del poder. El sueño del estado es el Nuevo orden, y menos que una distopía, el filme es nuevo nacionalismo. 

No hay, entonces, una forma en que el filme, por más que se esfuerce, pueda registrar la siniestra violencia que se ha esparcido por México. Para Nuevo orden ver la violencia desde la estética, desde el cine, sería como alejarse, tomar una perspectiva para ver el marco que sostiene el cuadro. El zoom-out con que inicia la película sugiere que para encontrarle el marco a esa serie de líneas y flujos coloridos —la obra de Omar Rodríguez-Graham— también habría que buscar un marco. El problema es que como la violencia, la obra de Rodríguez-Graham elude la forma y también cualquier marco. El marco es, en realidad, el acto de violencia más fuerte que se hace contra la violencia constitutiva de las líneas que dejan los cuerpos en sus continuos choques entre sí. Desde esta perspectiva, el marco que corta al cuadro de la violencia social en el país, es el nacionalismo, y a su vez, los colores saturados que adornan el marco es Nuevo orden. Franco hace lo opuesto que Cuarón en sus películas ambientadas en México. El primero aparenta hacer un zoom-out de la pintura para denunciar el marco (al estado), pero presenta la violencia desde una perspectiva saturada, en zoom y esa denucnia se convierte en embellecimiento del marco. El segundo, como ya lo ha notado Slavoj Žižek, pone en el fondo de sus películas una violencia siempre dispersa, pero nunca ausente, sólo así es que Cuarón puede registrar de forma oblicua esa violencia siniestra que forma las paredes de la esfera política en México. Mientras que Cuarón desplaza del campo visual del primer plano aquello que sostiene, Franco satura la pantalla. Con todo esto, la única violencia siniestra que el filme, quizá sin proponérselo, registra es el silencio de los manifestantes que irrumpen en la casa de Marian. Ese silencio guarda, como siempre, el límite que expone la parte más constituyente del orden, la violencia, la novedad y el cambio. Sólo desde la fuerza del silencio, tal vez se pueda pensar otras formas de cine y, por su puesto, de país, formas que salgan más de las calles de Polanco y de la Roma. 

Notes on What do pictures want? (2005) by M.J.T Mitchell,

18 Jan

We do not talk about pictures as if they were alive because we idealize them. Pictures, as objects, do not behave as if they were alive but they are alive because they provoke us, because images, signs and symbols establish with us a second nature relationship. This is one of the premises that sustains the foundation of What do pictures want? The Lives and Loves of Images (2005) by M.J.T. Mitchell. From Mitchell’s perspective, pictures are like bodies. They are placeholders, bodies who desire something from other bodies. For Mitchell, a picture is the “reflection of the entire situation of the emergence of an image into a surface” (xiv). Thus, pictures show seeing, that is, they unfold and testify the moment when a likeness (images) in a medium is being supported (object) as a material practice that bonds both image and object (media). The broadness of this definition immediately tackles the Heideggerian understanding of the world picture. It is not that for Mitchell, Heidegger’s world picture is inaccurate, but that the world picture precedes modernity, since pictures and images have been with us for far too long. Knowing this, images, objects and media are things that build and have built our common sense, our being in the world. 

Images surpass words. As the common belief says. Scripture and imagination have a complicated relationship. Yet, from Mitchell’s perspective, images are less about determining ways of marking and more about ways into which those marks acquire life on their own. “Pictures are like life-forms driven by desire and appetites” (6). There’s always been a war on images and as the twenty first century started, we were reminded of this. Mitchell analyzes how two images have drastically affected postmodernity: the images of 9/11 and dolly the sheep. It is not that these images totalize the world’s experience, but in a way both of them summarize and condense to what extend images trigger affects and show desires. What is at stake when analyzing images, Mitchell remind us, is “to see the picture not just as an object of description or ekphrasis that comes alive in our perceptual, verbal, conceptual play around it” (49). Hence, the picture is not something that passively awaits to arise to existence by the power of our eyes, on the contrary, a picture is a “thing that is always already addressing us (potentially) as a subject with a life that has to be seen as ‘its own’ in order for our description to engage the picture’s life as well as our own lives as beholders” (49). Since there is not real definition of life, life is a logical conceptualization that moves the dialectical machine, pictures can have a life on their own, and of course desires and affects by themselves. 

At first glance, then, pictures would want the obvious: that we look at them. As a hole that desires both its life and its death, the relationship that images and subjects establish is like the relationship between Zarathustra and the abyss. The only thing that flows between two holes are affects and desires. However, desire does not serve as channel for communicating two staring at each other holes, but desire constructs, connects assembles, it is something that sustains the “dialectics of biding and unbidding” (63). All this assemblage is very well exemplified in the figure of cupid, for which desire must become a firing machine of line of flights, a machine that shots “the drawn line that leaps across a boundary at the same time that it defines it, producing a ‘living form’” (63). There is not image without desire and the other way around because “images both ‘express’ desires that we already have and teach us how to desire in the first place” (68). Pictures are knotted to their desires and so are we to that assemblage. Hence, for Mitchell, in the picture we don not only witness the intersection of images, objects and mediums, but a desiring production, where its grammar is dictated by an imperative of image producing. That is, for every part of the picture (image, object and media) there is always an “image” assemblage bonded by the encounter between the drive (proliferation, the binding reproduction) and the desire (the fixation, reification, mortification of the life-form, the bind reproducing). Images then, at the same time that they desire, they move us and move themselves, they insert us in the desiring production as they accompany us. 

Images do us as they desire not by brute force or direct aggression but by a “value transformed into vitality” (89). An image captures a potentia, they are ways of worldmaking that always “produce new arrangements and perception of the world” (93). The power of images, then, is similar to that of the Marxist surplus value. If “use value may keep us alive and nourished”, the only force capable of moving us beyond lack and hunger is an image, “it is the surplus value of images that makes history” (94) after all. From this perspective, our neurosis, our schizophrenia, or hysteria, are symptoms not only of a malaise in our culture, but of our second nature relationship with images. 

Idols, fetishes and totems, this are the three ways of image-object relationship that Mitchell identifies. It is not that these ways of relating us with our second nature images are poisoned but that the ways this relationships intoxicate themselves could drive us to death. While an idol, is the strongest and more powerful relation with an object, since it relates to the Lacanian imaginary, as the place where the image —because of its likeness— takes a supreme importance, almost as le nom du père, the fetish and the totem appear as object relations that don’t require us to immolate nothing but our desires. That is, while the idol demands, the fetish needs, and the totem wants. In the same order, the idol is the perversion and sublimation of desire, the fetish is the persistence of it and the totem is, ideally, its safe satisfaction. While Mitchell suggests that idolism, fetishism and totemism relate to world social formations (idolism to imperialism, fetishism to the capitalist world order and totemism to postmodernity) (161), it is unclear to what extend totemism is exercising its desire on us. One can think that Empire, a la Hardt and Negri, is the body without center whose affective strength ties cohesively the world because it exercises a totemic power. For the totem is a figure that controls and prohibits by the force of law (188). However, Empire would be a system that does not adhere to any object relation. That is, Empire would use idols, fetishes and totems as convenient and not only one of these.

Throughout What Do Pictures Want? Mitchell seeks for moments where the image both reflects its lack and attempts to surpass it. Whether it is in sculpture, photography, cinema, painting, caricatures or poetry, Mitchell shows how our world is sustained by image projection and production. More than offering a new metaphysics for images, in What Do Pictures Want? we face ourselves to “an other” that passively exposes to our limit. A picture might just want our look, but what would be that we want so desperately that we ask pictures first incisively without being able to posse us the same question. For one, images are not, necessarily, new ways of binding and unbinding desire, but ways into which desire has persisted. So the question we pose to images, pictures, objects and media, are questions that deep inside sake us. One, then, has the impression that the essays that form the book all finish in similar terms: with and exposure of a limit and an attempt to transgress it. Mitchell recognizes that images —or certain images— are, somehow, inexhaustible, that as much as their desires could be simply stated, it is not only what images want, but how do they want. Without a doubt, Mitchell’s arguments invite for continuing the investigation, for understanding what a theory of images does and is, but more importantly for what such theory might be (209). 

Huesos e imagen. Notas sobre La cresta de Ilión (2002) de Cristina River Garza

30 Sep

El tedio que rodea al narrador de La cresta de Ilión (2002/2018), de Cristina Rivera Garza, se rompe luego de que éste reciba en su casa a una mujer un día de lluvia invernal. La llegada de la extraña pronto trastornará la vida del narrador. Igualmente, se alterará el entorno de la rutina atosigante y cegadora en que la novela se sitúa. La desconocida, que luego se revelará como Amparo Dávila, cautiva al narrador, un médico de mediana edad, porque “sus ojos eran enormes, tan vastos que, como si se tratara de espejos, lograban crear un efecto de expansión a su alrededor” (17). Son esos ojos que se expanden, esa mirada que no ve hacia afuera sino que revela su “adentro”, los que trastocan la realidad del narrador y desde ese momento este personaje ya no vive en sus imágenes sino que vive en la imaginación de Amparo Dávila. Sólo así es que la narrativa distiende un relato fantástico, donde la Amparo Dávila que llega a casa del narrador no es sino la doble de otra Amparo —una escritora mayor, solitaria y misteriosa—, donde la mujer “Traicionada” regresa a la vida del narrador, donde el género del narrador se transforma y donde emerge, poco a poco, un lenguaje diferente, uno que tal vez pueda nombrar los huesos de quienes alimentan la máquina violencia indiscriminada que se erige en el monumental silencio del tedio en el que viven los personajes de la novela. 

No es que la historia del “moridero”, la Granja del Buen Descanso, donde trabaja el narrador, no sea importante. Ni que los constantes desplazamientos forzados y arrestos arbitrarios que sufren inmigrantes en la novela tampoco ocupen un lugar relevante en ésta. Antes bien, La cresta de Ilión busca poner la mirada en el hecho de que el narrador vive sin ver. La rutina lo tiene ciego. De ahí que para volver a ver, el narrador deba ver desde los ojos de otro género, del femenino. Durante toda la novela el quehacer de los ojos está en juego. Es decir, los ojos juegan un rol central para poder discernir entre verdadero y falso, entre realidad y ficción y sobre todo para poder percibir a los otros. Cuando Amparo Dávila, la falsa, y la Traicionada se hacen amigas y se reúnen en secreto para discurrir sobre temas diversos en una lengua extraña y sofisticada desconocida para el narrador. Un día, éste comienza a espiarlas. Se dice: “Las espiaba, es cierto, pero les huía al mismo tiempo. No quería darles la más mínima oportunidad de que sintieran, o peor aún, de que me demostraran, su nuevo poder sobre mí” (41). La curiosidad de ver a los otros expone al cuerpo a encontrarse con su deseo y su miedo. El voyeur no se fascina tanto en su placer, sino, en realidad, por esa fuerza que emana de los cuerpos que observa. Sólo a través de un hueco esos cuerpos le pertenecen al voyeur, sólo en su red que se teje en el lugar desde donde espía su deseo y su placer conviven de forma equilibrada. No obstante, las rendijas de las puertas no pueden contener este equilibrio por mucho tiempo. Una vez descubierto, el miedo y el deseo del voyeur escapan de su vulnerable contenedor.  

Las imágenes, a diferencia de la lengua, suelen ser impositivas. La lengua no le pertenece a nadie, pero una imagen siempre tiene un creador. Si las imágenes del mundo en el que se vive no nos ofrecen nada sino su rudeza impositiva, entonces quizá valga desechar estas capturas visuales. Luego de su segundo encuentro con “la verdadera” Amparo Dávila, las imágenes del mundo del narrador se le desgajan. De regreso a su casa, el narrador duda si vio el horror de vivir en su ciudad, donde pedazos de cuerpos humanos se arremolinan en la corriente de arroyos, migrantes encadenados gritan y todo se pinta del color de las farolas de la policía y la ambulancia para que ambos vehículos canten cual sirenas que conducen a todos a la muerte. “No sé si soñé. No sé si me encontré a gusto dentro de mis pesadillas. Cuando desperté, vi la luz mercurial que entraba por la ventana rectangular del pabellón selecto y me sentí amparado” (127), dice el narrador. Convaleciente en la clínica en la que trabaja, la luz le da al narrador la bienvenida a otro mundo, ahora ya habla el idioma de las mujeres, ya puede comunicarse con la Traicionada en la lengua en que ella y Amparo Dávila, la falsa, se hablaban. Ya, por fin, el narrador puede nombrar eso que no pudo cuando se dejó envolver por los ojos de Amparo, ese hueso que ayuda a “determinar el sexo de un individuo” (141), la cresta ilíaca. Sin imágenes tal vez ya no quede mucha imposición en la identificación del sexo, ni en la forma en que se hace la realidad. No obstante, si en vez de imágenes ya sólo nos quedan los huesos, ¿cómo vamos a dejar un recuerdo de nosotros cuando ya los huesos no sean sino polvo? 

The ruins of terror and the persistence of addi(c)tion. Notes on Euphoria (2019)

27 Aug

 

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(Spoiler alert [?])

Besides the excessive drug consumption, the hyper-sexualization of text messages, the possibility of expressing sexuality in multiple ways and the precariousness of the household, the TV series Euphoria (HBO, 2019) does not offer anything new to the American myth of the coming of age after high school graduation. Yet, as counterintuitive as it might be, it is precisely drugs, sex, sexuality and the fragmentation of the household what makes Euphoria an anti-coming-of-age TV series about high school and adolescence. That is, the TV show does not only deconstruct the myth of coming of age, but it portrays how life in general has persisted through the ruins of an American society that famously collapsed after the 9/11 events. Precisely, these intricate events give context to the opening images of the series: Rue, the main character, was born in 2001, during the days the world gave birth to a society of world terror. The pilot episode offers a summary of Rue’s life and her first memories, how one day she was diagnosed with a compulsive disorder which resulted in the prescription of different substances. As the images move from a further past —Rue’s early childhood— to adolescence, we find ourselves with her returning back from rehab after she overdosed during the summer of 2019. This is how the story of the show unfolds: every episode the narrator, Rue’s voice over, introduces a short biography of herself and of different characters.

Jules, Nate, Kat, Cassie, Chris and Maddy among other characters of the show share an existential condition with Rue. Each of these characters is introduced by Rue’s voice over. And all of these have a crisis, whether it is related to sexuality, family dynamics, or depression. This is how we find out Jules is put in a “clinic” by her mother who denies and oppresses Jules’ transgender identity; how Nate discovers that his father keeps his homosexuality a secret, including videos that record his predatory sexuality with young adults; how Kat’s body’s early transformation marginalizes her; how Cassie deals with a broken home —an alcoholic mother and a deceased father by overdose— and constant men molesting her; how Chris faces the fact that he will never fulfill his father’s expectations; and how Maddy achieves the perfect formula for always getting what she wants while also engaging herself in an addictive, euphoric, but also neurotic relationship with Nate. More than a teenage drama, the series puts at stake precisely the existential condition shared by all characters: addiction. It is not that all of them are addicted to certain substances, like Rue. Yet they all lack the ability to stop doing what precisely is destroying them. However, the characters are not choosing addiction as a way to accelerate their path to death. That is, through addiction they persist in their existence. Addiction turns into something that risks life but does not choose death. This is the paradox that lies precisely on top of and within the historical conditions depicted at the beginning of the show: 9/11 in the United States. If terror inaugurated a new era of warfare and uncertainty, in order to think and live within this crisis it would be necessary to expose oneself to the strong desires of doing and affecting what we like or at least what keeps us together. In other words, if the “untouchable first world” shows itself to be vulnerable, what a better excuse for staying sober, expressing sexuality without restraints, or deciding to neurotically look for a new ways of expelling vulnerability. But, is this the only way to persist in a world of terror?

Euphoria is neither an apology for drug consumption nor a moralistic show. Drugs, complicated relationships, sexual expression, as well as the many problems every teenager deals with, give as many headaches and depression as euphoric moments. At first sight, the show suggests a contradiction between its title and the troublesome and dramatic circumstances that every episode portrays. As much as euphoria could be moments of bliss, happiness or pure joy which escape the addictive circumstances of Rue, Jules or Nate, euphoria could also be a clear sign of a manic state, where happiness is merely an exaggerated laughter that hides imminent death. For example, Rue’s and Jules’ relationship depicts several moments of bliss. Both teenagers fall in love with each other; Rue finds someone who sees her beyond her addiction while Jules encounters a true friend, someone who will fight for her, accept her and love her as she is. However, happiness is just a moment in the series of affects that connect every love story. While Rue stays sober thanks to her relationship with Jules, Jules feels pressure because of this. At the same time, Rue feels betrayed because Jules does not share everything with her.

Manic euphoria constantly appears in the show as well. Nate, a young, handsome, muscular, successful, white, rich, appreciated and envied high school student deals with his father’s “hidden” homosexuality in a neurotic way. Here, precisely, with Nate and his family, Euphoria shows its most radical criticism to American society: that the problem of sexuality and taboos, and even drugs, is not a choice of expression but its consistency and responsibility with both, to transfer taboos, secrets and sexual expression in the least lethal-violent way possible. From this perspective, it is not wrong that Nate’s father hides his homosexuality, but it is that this secret becomes something repressed in Nate’s life, his household. Cal and Marsha Jacobs, Nate’s parents, constantly put their kids in the pursuit of greatness. While Aaron, Nate’s oldest brother, completely disavows the mandates of his parents, Nate does not. The moment Nate discovers his father’s secret, finding the videos in which his father engages in sexual intercourse with young males and trans people, is precisely the moment Nate becomes a a subject of his father’s desires. Nate becomes a machine. A body accepts the law of the father —that of repressing homosexuality and difference, that of dominance over others and of ruthless and corrosive masculinity. Nate’s discipline through sports gives him his manic euphoria. This discipline turns into policing and Nate becomes an agent of the rule of the father: he is the one that represses everything that goes against his household, his personal being and even his relationship with Maddy. For instance, he sought revenge after Maddy danced with someone else at a party. Nate hunts down the man that was with her, breaks into his house, punches him and threatens his life. Afterwards Nate felt happy; he was finally able to speak with Maddy and continue their relationship.

It is not that fighting for one’s household is wrong. Neither Rue nor Jules come up with positive solutions to their own problems. In fact, Rue’s addiction is what burdens her and her family.  While Jules’s inability to stop exploring her sexuality, to always be leveling up in the “queer world” —as is said in the show— is what makes her hurt Rue. All of these examples put at stake how addiction has affirmed itself as the purest formation and repetition of habit in our daily lives. For the later is a set of body and embodied constructing structures that guarantees the perseverance of a body and its embodied constructed structures, as Pierre Bourdieu’s championed term habitus. In other words, if habit makes our reality stable and allows its past, present and future —as a constructing structure— in and through our bodies, after the traumatic experience of 9/11, and perhaps always after trauma, addiction emerges as a form that searches for bliss and a way in and through the body to persevere its existence. Addiction is close to melancholia, mourning and nostalgia. What differentiates them from each other is that addiction adds affects and habits; it keeps the body moving forward or keeps it from falling into melancholia. An addict, after all, knows no fear or mourning but knows when to get a second shot, a next dosage, another drink.

Addiction is a strong desire; it is perhaps one of the purest forms into which affect manifests. The clarity in its manifestation and the way it shines is widely portrayed in Euphoria. The cinematography constantly seeks contrasts between light and darkness; the camera craves shiny and glossy objects. Yet, as much as we see addiction happening in the show as a topic or as a cinematographic theme, it is never completely clear how and why this addition of positive and negative affects gather in habit: we don’t know why every character embraces their own addictions. In the pilot episode, something becomes clear. While telling her own story, Rue describes a sensation she reached when she thought she overdosed. In the slow depiction, the camera shows Rue about to cry, alone, shiny in a purple light. Rue’s voice over says that she finally feels “that moment when your breath starts to slow. And every time you breathe, you breathe out all the oxygen you have, and everything stops, your heart, your lungs, then finally your brain, and everything you feel, and wish, and want to forget, it all just sinks. And then suddenly… [the sound of heart beats happen and Rue gasps]… you give it air again, give it life again” (6:10). Rue’s addiction triggers her towards death, which is an overdose. However, Rue’s will is precisely pointing towards life and existence. That moment when everything stops and sinks, when all the air is gone, allows the body to reach its degré zero. It brings it to the primal, to the first and central movement, to the pushing and pulling of the heart as a machine. Then, the heart gives it life again, life touchesthe body of the addict again.

As positive as this circumstance could be it also shows how close addiction takes the body towards death. After all, while trying to get as many of these rare moments as possible, Rue overdosed and almost died. This predicament could be applied while reading into the situations of all the other characters in the show: how much are they willing to consume or surrender to addiction in order to reach those moments of emptiness followed by the euphoria of the heartbeat giving life again? How much control or liberalized sexuality is required so that the body reaches this point of life-giving? Even more, in a political context almost 20 years after 9/11, how much control is required to avoid “terror” and achieve life-giving moments? These questions are important, but addiction seeks solely the moments described by Rue and to instantly fall prey into the fantasy of manic euphoria. The affective force of addiction expels all possible reasoning or questioning it. Addiction both adds and subtracts traces of new/re-beginnings. The moment addiction subtracts, it turns us into manic euphoria addicts; when adding, addiction serves as a reminder of what is left, the ruins of our own selves. Such as Rue when she realized her addiction as a way of being with her father fighting cancer. In these terms, the crucial point would be to turn addiction life-giving moments into something other than the desire of them happening again.

Rue showed great empathy with her father; however, addiction did not stop after her father’s death. As repetitive as addiction is, the question of every addict always comes back: why can’t they change if they have all the possibilities to do so? Rue has all the potential to change her life, to enjoy euphoria without drugs, yet she doesn’t. The surreal ending of Euphoria’s first season after Rue falls prey into drug consumption again might be the silent beginning of a becoming, of a way to find something else within drugs. This ending guarantees a change, the anteroom of a line of flight, that would disrupt all addiction, but just might.

Imagen y memoria. Notas sobre Estrella distante (1996) de Roberto Bolaño

30 Jul

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Todo texto tiene una carga personal en relación con el que escribe. A veces hay más de esta carga y a veces menos. En el caso de Estrella distante (1996), como en varias obras de Roberto Bolaño, la autobiografía, la experiencia, la historia y la literatura se entrecruzan, contradicen y superponen. Así, la historia de Carlos Wieder, o como antes se hacía llamar, Alberto Ruiz-Tagle, sirve como línea que ata también la historia de los amigos del club de poesía de Juan Stein y el otro club de Diego Soto, la de las gemelas Garmendia, la de Bibiano, la de la Gorda Posadas, la historia del expolicía Romero y también la del narrador. A su vez, se podría decir que todos los personajes giran ante esa estrella distante en que se convirtió Chile después del golpe de estado en 1973. Así, con estas mezclas entre los relatos de los personajes y también de los discursos que construyen la narrativa, Estrella distante se escribe con miras hacia una memoria que no es sólo un recuerdo, sino una capacidad, una fuerza o una acción, que sin formalismos, sin glorias, sin mucho contento, ni orgullo, pero con algo de ironía, hace un recuento afectivo de sucesos que terminaron. Algunos de éstos en la década de los setenta en Chile, otros casi 22 años después en otros países, como la muerte de Carlos Wieder en España, revancha espantosa, de la que unos se ríen con risa de “conejo” (157), y de la que otros sólo ríen por hábito, sin ganas.

El narrador de Estrella distante no se expresa sino en paréntesis. Su función, como se anuncia en la nota al lector antes de la novela, se resume en el proceso de escritura de la novela a “preparar bebidas, consultar algunos libros, y discutir, con él [Belano] y con el fantasma cada día más vivo de Pierre Menard, la validez de muchos párrafos repetidos [el énfasis es mío]” (11). En este orden de ideas, la producción de la memoria en la novela se vuelve un proceso de validación, no ante una autoridad, ni ante hechos, pero sí ante la consistencia de la frecuencia afectiva que circula los eventos contados por el narrador. Por tanto, ese narrador de 18 años y sus amigos, ese grupo del taller de poesía, que no sólo hablaba de ésta, sino también “de política, de viajes (que por entonces ninguno imaginaba que iban a ser lo que después fueron), de pintura, de arquitectura, de fotografía, de revolución y lucha armada [el énfasis es mío]” (13), antes de preocuparse por el pasado, se preocupaba por el futuro, por proyectos, por imágenes de una realidad venidera. La política, los viajes, la fotografía, la arquitectura y la revolución son todas proyecciones, al menos claro hasta el ocaso del siglo XX. A su vez, todo proyecto produce imágenes, ya sean de sociedades más justas, de destinos inesperados, de cualquier cosa, de espacios y de luchas sociales. Si la poesía se opone a estos proyectos, es sólo porque hasta antes del surrealismo, la poesía apostaba por la producción de ritmos y no de imágenes. En este sentido, la pregunta de las artes escritas, poesía, narrativa, e incluso teatro, choca con la pregunta por la escritura y la producción de la memoria desde el exilio. Esta pregunta consistiría en saber cómo es posible apropiarse de la capacidad demiúrgica de la fotografía, o de los medios modernos, para producir imágenes y narraciones.

Si el narrador sólo valida párrafos repetidos y sus intervenciones, muchas veces, son meros paréntesis, es porque su voz es la de un revelador fotográfico. Esto eso, el narrador revela fotografías del Chile de antes, durante y después del golpe de estado. El revelado no sucede a la luz de la razón, sino a la luz de los afectos, de esas potencias corporales que no pueden separar tan fácilmente los claroscuros. De ahí, entonces, que en los momentos del golpe de estado el narrador admita, en casa de sus amigas, las Garmendia, que se sintió “inmensamente feliz, capaz de hacer cualquier cosa, aunque sabía que en esos momentos todo aquello se hundía para siempre y mucha gente, entre ellos más de un amigo, estaba siendo perseguida o torturada […] tenía ganas de cantar y de bailar” (27). Igualmente, sobre Carlos Wieder, ese “horrendo hermano siamés” (152), que se parece al narrador, porque ambos buscan la posibilidad de producir imágenes en la poesía y la narrativa, no se puede manifestar un odio decidido. Wieder es más la figura de la “tristeza infinita” (153) que la del odio, un hombre que incluso “parecía estar pasando una mala racha” (153), que ya no parece poeta, ni exoficial de la Fuerza Aérea Chilena, ni asesino, ni nada. Si Wieder toda su vida se obsesionó por producir imágenes poéticas, sus falsos desatinos, sus terribles monstruosidades, no hicieron sino destruir su propia imagen, volverlo un negativo sin exceso de luz. A su vez, el narrador parecería saber que, en realidad, el problema de Wieder es que dejó de leer, que por buscar novedad y la afirmación de “una voluntad sin fisuras” (53) se olvidó de que el arte es reproducción, repetición y persistencia. La muerte de Wieder no tiene nada de consolador. Quizás, el final de la novela sugeriría un nuevo comienzo para la tarea poética de la producción de imágenes, habría, tal vez, una forma de apropiarse de los fuegos del surrealismo y de las posteriores vanguardias para ponerlos al servicio de un nuevo proyecto revolucionario, a la Benjamin. Sin embargo, mientras el poeta, o en Estrella distante, el narrador, se queda sin palabras, con una risa forzada y una buena cantidad de dinero, la razón política pronto se obsesiona por regresar a algo que quizá no sea sino una imagen perdida, un mero recuerdo. Así, uno se pierde en el triunfo de la producción de la imagen de una memoria, y otro vive acosado y fracasado por la memoria, sin capacidad de hacer imágenes.

Ritmo e intensidad, fin del cine. Notas sobre Ya no estoy aquí (2019) de Fernando Frías

2 Jul

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Sin quererlo, tal vez, Ya no estoy aquí (2019) de Fernando Frías reactiva una polémica latente y reciente en el cine mexicano contemporáneo. Esta polémica consiste en la forma en la cual el cine “ilustra” la discriminación en México, sea por racismo o por capital económico. Más allá de eso, la historia de Ya no estoy aquí es compartida. Eso que le sucede a Ulises y sus amigos lo vivieron y lo viven cualquiera que viva en una ciudad como Monterrey. Esto es, que de buenas a primeras, a pesar de que uno se encuentre haciendo su beneplácito, una fuerza anómala expulse todo aquello que la contradiga. Ya no estoy aquí intenta eso que tantas narrativas recientemente buscan en México, contar qué fue lo que pasó en los momentos en que el narco se metió hasta el nivel más molecular de la vida cotidiana. En el caso de Ulises, el narco se metió a las calles, hasta las barriadas inundadas de cumbia se vieron diluviadas por banda y corridos norteños. Ulises migra, como tantos, a los Estados Unidos, llega a Nueva York y regresa a México para encontrarse con una melancolía destrozada. La jaula de oro lo liberó para toparse con un universo blanco y rojo, por la coca en tránsito al norte y en disputa en Monterrey, y por las vidas de tantos que siguen pereciendo en México.

La película se acerca a los personajes. Es intimista. Por otra parte, uno puede sospechar que, precisamente, ese intimismo es lo que traiciona al film. Ya Carlos Velázquez ha señalado las similitudes entre Roma (2018) y Ya no estoy aquí. Velázquez también critica la falta de coherencia y, sobre todo, la inverosimilitud del filme de Frías. Es cierto que la película carece de consistencia. No obstante, el título precisamente sugiere esa carencia, esa falta. No es que Ulises ya no esté en Monterrey cuando el narco hiciera su aparición, sino que desde antes de la desposesión y acumulación del narco y del estado, los TerKos LoKos nunca estuvieron en el terreno nacional y muy probablemente “significaron” muy poco para cualquier sector de la sociedad mexicana (lo mismo se podría decir de las mujeres asesinadas en Juárez, de los estudiantes de Ayotzinapa o del reciente fallecido en Guadalajara por no llevar cubreboca, Giovanni López). Los Terkos Lokos nunca fueron reconocidos por el estado, ni por la sociedad en general, y sólo su ausencia es la prueba de su presencia. Nada tiene de nuevo esto en México. Ahora bien, al menos para Ulises, en Ya no estoy aquí, lo que menos importaba era su presencia, sino su baile y su música.

Toda la película de Frías está acompañada de música colombiana, música que entró a Monterrey y a todo México desde antes, quizá, que el narco. Justamente, la música es una ausencia presente, como el cine y todas las artes. Nunca está con nosotros la música, pero esas fibras afectivas que los ritmos nos mueven siempre ratifican una presencia. El baile es la consecución de eso que está ausente en nosotros y demanda su expresión. Es decir, la música (y el sonido en general) afirman nuestra presencia y la de los otros. Con todo esto, ¿qué presencia afirma la música colombiana rebajada de los TerKos LoKos y de Ulises? Esto se puede contestar a partir del momento en la película en que Ulises busca la comprensión de una prostituta colombiana. Ambos disfrutan del ballenato, pero la prostituta desecha las canciones rebajadas de Ulises, son muy lentas. La intensidad reducida de ritmo del ballenato es el toque característico de Kolombia, ese género musical que la película retrata como típico de algunas zonas de Monterrey. La aversión de la música Kolombia, por parte de la prostituta, ratifica que una canción no es una repetición de letras y ritmos, sino que una canción consiste en mantener una intensidad, una fuerza, una potencia. Esto quiere decir que para reafirmar la presencia hace falta de una velocidad adecuada, común. Si la película de Frías carece de verosimilitud, o de cohesión narrativa es precisamente porque el narco en México —a pesar de la fácil categorización de colombianización del país— es un ritmo rebajado, fuera de tono y lugar. Desde esta perspectiva, el filme no puede tener una narrativa creíble ni estable (a diferencia de Roma porque ésta cuenta, para bien y mal, de toda la eficacia dominante del régimen del PRI en México). No es que el narco carezca de peso semántico, pero sí que los desposeídos, los parte-sin-parte, los libres como aves, esos que no cuentan en la “historia mexicana”, la carne de cañón del narco, o de las “versiones oficiales del estado” tienen un excedente no converso de fuerza para la lógica del capital y del estado. Por eso Ulises sigue bailando al final de la película y uno de sus amigos continúa vivo y rapeando. El problema, claro está, como al final del filme, es que la batería y la vida de una generación se puede agotar y fuera de la música y su ritmo reducido, su ausencia presente, sólo nos pueden quedar los ruidos de armas que bombardean el presente.

Aprender a reír. Notas sobre Rabbits (2020) de David Lynch

11 Jun

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Rabbits (2020) de David Lynch, más que sólo abrir la posibilidad del relanzamiento de la sitcom de 2002, invita de nuevo a replantear el problema de la televisión en estos días. Si las primeras entregas de Rabbits (2002), hace ya casi 20 años, anunciaban el lugar que ocupaban la televisión y el consumo visual a inicios del “nuevo milenio”, en estos tiempos de pandemia, el rol de los medios masivos y sobre todo del consumo visual, sea por cualquier plataforma de streaming o red social, vuelve a ser central. Ya sea la versión de 2002 o la de 2020, ambas capturan un segmento de una misma línea: la trivialidad del hogar. En la entrega más reciente, o al menos en su primer episodio, la comedia de Lynch tiene todos los elementos de cualquier sitcom. No obstante, en este show sólo son las risas pregrabadas las que de verdad se ríen, sólo son ellas las que pueden encontrar comedia entre las inconexas conversaciones entre los personajes y la ominosa acústica del film. Con todo esto en mente, ¿cuál es el rol del espectador?

La sitcom es, quizá, el modo de consumo audiovisual más importante de los últimos años. Seinfeld (1989-1998); The Fresh Prince of Bel-Air (1990-1996); Friends (1994-2004); Californication (2007-2014); Modern Family (2009-2020) son sólo algunos ejemplos. Todos son programas cortos pero de largas producciones, con invitados famosos, con risas pregrabadas y con lecciones “mínimas y prácticas” sobre cómo compartir un espacio común: una casa, un departamento, un barrio, una ciudad. Rabbits de David Lynch, en su versión más reciente, no requiere de grandes invitados, pero sí conserva las risas y aplausos enlatados característicos de la sitcom y sobre todo conserva las lecciones sobre lo que significa compartir un espacio común. To rabbit, en inglés, es hablar largamente sobre cosas comunes, problemas simples. En este sentido, el show de Lynch, a diferencia de otras sitcoms en su desarrollo, es más corto pero igual de trivial, de ordinario. Esto es, que a pesar de la brevedad de los diálogos y su “aparente ambigüedad”, aún es posible encontrar en el meollo de Rabbits una preocupación por la vida cotidiana, por ese espacio que, ahora más que nunca (tal vez) aparece como única meta para los que trabajar desde casa es imposible y como forzada prisión para aquellos que lidian con la familia y el mantenimiento de una carrera profesional.

Nada hay de extraordinario en la interacción entre Jane, Suzie y Jack, los tres conejos de Rabbits. De hecho, en su interacción, la aparente falta de humor, que, a pesar de todo, es señalado por las risas enlatadas cada que éstas aparecen, tiene más de cotidiano que cualquiera de las posibles situaciones que alguna sitcom pudiera proyectar. Es decir, que Rabbits pone en juego el estatuto mismo de la trivialidad, de la cotidianidad: los problemas comunes no tienen nada de común en su planteamiento en otras sitcoms. En otras palabras, Rabbits no se preocupa por la llegada de un “invitado especial”, ni por la nueva “tontería/ aventura” que alguno de los personajes ha hecho, sino que el show de David Lynch se preocupa estrechamente por la acción misma de entrar en casa, de guardar secretos, de esperar una llamada de otro, de buscar una explicación, del tiempo y su paso lento, pero breve, en las limitadas dimensiones de una sala de estar. Probablemente, el momento más perturbador y extraño de Rabbits es la aparición de Suzie empuñando dos linternas, acompañada de un cambio de luz y una voz funesta que parece expresarse como los personajes de Twin Peaks en el “Black Lodge”. El evento es siniestro. Antes que cualquier interpretación, la situación no requiere sino reconocer que aquello más siniestro en nosotros se encuentra precisamente en nuestros espacios más comunes, bajo nuestro mismo techo. Precisamente, este es el acento que David Lynch parece pedir al espectador en estos días. Ya sea en Rabbits, o en la serie de videos sobre el clima y sus proyectos personales, la tarea estética de Lynch en tiempos de pandemia (y desde siempre) es una invitación a pensar en que el gran problema no son los acontecimientos espectaculares, sino las desgracias cotidianas. Esto es, que la Covid no es lo peor, ni lo más perverso que nos pueda pasar. Antes bien, Rabbits sugiere que eso perverso ya estaba con nosotros desde antes, desde que preferimos aprender por comodidad a reírnos al compás de un corifeo enlatado. Reímos desde la disolución de la URSS (Seinfeld), luego del 9/11 (Friends) y después dejamos de reír por la Covid (Modern Family). Rabbits, con todo y su denuncia a lo siniestro en la trivialidad del hogar, cargaría también con un (nuevo) impulso por volver a reír, por volver a reírnos de la rutina sin ignorar ese “sosiego siniestro” (sobre el que escribe Alberto Moreiras). Quizás los viejos hábitos en casa puedan salvarnos, quizás no.