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Notes on Writing of the Formless. José Lezama Lima and the End of Time (2017) by Jaime Rodríguez Matos

30 Mar

If one were to take the risk to tackle the main purpose of Writing of the Formless. José Lezama Lima and the End of Time (2017) by Jaime Rodríguez Matos, one would say that the book opens the space for the possibility of a time that both precedes and exceeds teleology and the time of the eternal return. This time is, precisely, the time of the formless. The book is, somehow, an “anomaly” in the Latin American Studies field. As Rodríguez Matos acknowledges in the introduction. That is if “subalternism, along with other forms of Latinamericanism of the same historical moment, can manage to avoid the task of producing a political subject […] it nevertheless becomes entangled in the wider problem of how to represent such a heterogeneity: this is a problem that, paradoxically, is not endemic to its “field” of study.” (3). Writing of Formless is radical and effective attempt to think that “heterogeneity” mentioned above. The book touches the interrelations of arts, politics, theology and philosophy, while also offering an against the grain reading of José Lezama Lima and the context of the Cuban Revolution. For Rodríguez Matos this discussion is crucial today as it becomes clearer that there is no option outside of capital, and that both left and right tirelessly repeat their uncreative ways of time appropriation. In other words, Lezama Lima and Cuba are relevant today because in them we can clear the air for a thinking of a time to come, a time that does not cover the void of existence, a time where the non-subject of the political may roam. 

Divided in two parts, Writing of the Formless serves less as a manual and more as a fragmentary and illuminating constellation of reflections. The first part challenges canonical approaches to temporality and time. All the chapters of part one are, in a way, the deconstruction of teleology and alienation of time and also of eternity and the eternal return. For every chapter, Rodríguez Matos evaluates in detail how Lezama, Cuba and the Cuban Revolution, poetry and theory are intermingled in complex ways. For every chapter, the task, too, is to show how “a deconstruction of time does not entail only a reconfiguration of philosophical categories but also a retreat from the grand politics of liberation (which is always the politics of submission, of forced labor, of the mandate to care for the always already too decrepit foundations) and the attempt to think through a different politicity beyond the reversibility of the sovereignty of the master” (16). Through this lenses, for instance, it becomes visible that the diverse and vast appropriation that the poetry of Lezama has suffered by the left and the right clearly missed the point of what Lezama was all about: the writing of formless, the end of time. The second part of the book centers on this writing. 

Writing of the formless is writing “of” the void. This should be understood “not an aesthetic or imagined supplement; it is the first evidence of the modern political experience, particularly after the great political revolutions of the era.” (110). To this extend in the second part we witness via a series of passages how Lezama struggles with the romantic “spirit”, the aposiopesis as a mean of rendering silence a constituted part in the alienation of time, with the scribble as the embodiment and representation of the metaphorical subject. If the first part tested the limits of times, the second part testimonies of the way Lezama knew how to avoid every possibility of capture. Lezama is, then, not only a writer of the void, but on top of that, Rodríguez Matos invites us to see an infrapolitical Lezama. This infrapolitical Lezama is that one who knows that “There is no fall because of the very intensity of the fall (Lezama in Rodríguez Matos)” (134) and consequently this is a writing which “emerges by assuming that the void exists: absolute stasis and infinite speed together in one point” (134). Lezama is not part of “a collection of examples of how to do things and be in the world” (155). As an infrapolitical writing, the writing of formless is a writing of a time — “of” the void— that does not erase “the singularity that Lezama’s text brings to bear on our understanding of the history of politics: which is to say, not forgetting about those instances where politics is directly confronted with its shadow” (155). Lezama looked into the abyss “without covering it over and even giving symbolic frame” (172). This is how a writing of formless invites for “the aperture toward a time of life that is not directed toward caring for the enforcement of temporal organization in any way” (172). Maybe, as many times Rodríguez Matos suggest, it would be possible after Lezama to let the void resonate in all its force, to let the formless write the end of time for an infrapolitical passage to come. Or maybe, the void already has resonated enough and we are far beyond the possibility of imagining the end of time, but only maybe.

Acumulaciones en la playa: efervescencia y memoria. Notas sobre Otra vez el mar (1982) de Reinaldo Arenas II

18 Feb

El narrador de la segunda parte de Otra vez el mar (1982) de Reinaldo Arenas poco, parece, tiene que ver con la narradora de la primera parte. Hay, en la novela, dos formas de escribir, pero también dos formas de leer. En la primera parte, cuando los esposos desempacan, ante los libros de su esposa, Héctor comenta que “esos libros no solamente son falsos, sino ridículos […] yo te conseguiré otras novelas que te entretengan sin que pierdas el tiempo” (22). Mientras que la narradora busca encontrar un tiempo fuera de la rutina en toda la primera parte, en la segunda parte, Héctor sucumbe ante la inutilidad de su vida y asume un tono nihilista. Si la vida no puede encontrar nada que la sostenga, y si su voluntad de poder carece de propósito, todos los afectos del cuerpo se decantan hacia la muerte. 

Los seis cantos que componen la segunda parte son, desde cierta perspectiva, los textos que Héctor no le muestra a su esposa, eso que finge leer en la primera parte como excusa para escaparse de su vida. En un mundo donde todo está censurado, donde cada rebeldía es capturada, incluso las llamadas empresas nobles, como las artes o la literatura, son actos de cobardía. Escribir es carecer del valor para expresar lo que se siente. Desde esta perspectiva el ser humano, “si tuviese la valentía de expresar sus desgracias como expresa la necesidad de tomarse un refresco, no hubiese tenido que refugiarse, ampararse, justificarse, tras la confesión secreta, desgarradora y falsa que es siempre un libro” (231). La literatura, así, es una empresa que fetichiza la expresión de las necesidades y de los deseos. Escribir es saber que el texto debe circunscribirse a ciertas relaciones, sólo así, el circuito del libro (y de la empresa literaria) estará completo, sólo así el libro, “puede publicarse o censurarse, que puede quemarse o venderse, catalogarse, clasificarse o postergarse” (231). De ahí, entonces, que si hay una necesidad y un(os) deseo(s) de escritura estos tengan que ver con la fuerza de quien escribe de “dejar testimonio de que no fuera una sombra más que asfixió con sus suspiros, parloteos o sensaciones elementales su antigua inquietud y su sensibilidad” (231). El arte es una estafa, sí, pero es donde los “desconsolados de siempre/ intentaron justificar su desconcierto”, o en otras palabras, “el acogedor, inexistente sitio inventado siempre por los que aborrecen el sitio existente” (232). 

Aunque son claras las diferencias entre la primera y segunda parte (la primera escrita completamente en prosa y la segunda mezclando formas de verso libre y metro), ambas partes se preocupan por la insospechada pero persistente labor del tiempo. Ahí mismo es donde, también, las dos partes se diferencian: la primera parte en la búsqueda de un tiempo que suspenda el conteo incesante de la vida que se acumula, la segunda parte en la construcción de una válvula de escape. 

Para Héctor las salidas se van reduciendo, no van quedando muchas opciones. No obstante, al final del sexto canto ya no es la historia la que irremediablemente se acumula y ominosamente oprime a la desempoderada voz narrativa que la registra. En un momento, los personajes del sexto canto “salen del papel” y se le revela al narrador el “secreto” de su figura. Los personajes le dicen, “Pobre diablo. Él perecerá y nosotros permaneceremos. Enloquecerá y nosotros continuaremos. Dentro de muy poco habrá desaparecido y nosotros seguiremos. Con el tiempo ni siquiera se sabrá qué tuvo que ver con nosotros” (397). Como la vida que pasa y las palabras también se le pasan al narrador. A Héctor se le escapa aquello que ordenaba y acumulaba su relato, su poema y sus cantos. Si el escritor piensa que los signos lo obedecen, esto no es más que un truco, pues son los múltiples fragmentos los que le dan ritmo a la prosa y, en cierto sentido, a la vida. La vida puede ser una broma, “una inmensa cantidad de palabras palabreadas” (248), cúmulos dispersos, que se agregan a eso que somos, “un terror pasajero, una importancia airada/ una llama insaciable y efímera” (259). Sin embargo, como los personajes salidos del papel, y como el mismo Héctor, devorado por su propio texto, si una “descomunal impotencia amordaza tu vital rebeldía” (417), en la sumatoria de los signos, cada pasiva línea remecanografiada resquebraja la mordaza para dejarnos como Héctor frente al mar, “desatado, furioso y estallado” (418). 

Acumulaciones en la playa: efervescencia y memoria. Notas sobre Otra vez el mar (1982) de Reinaldo Arenas I

16 Feb

La primera parte de Otra vez el mar (1982), de Reinaldo Arenas, cuenta la historia de una pareja y su bebé en un viaje vacacional a una playa aledaña a La Habana en los años de la histórica Zafra de los diez millones en Cuba. La narradora y su esposo, Héctor, han dejado atrás los bríos del amor joven, y ahora, a pesar de que sus cuerpos aún no se encaran con las arrugas de la madurez, ambos viven en el tedio. Como el mar, el relato de la narradora va en ondas, ciclos, corrientes, marejadas y olas. Es decir, durante toda la primera parte, la narradora superpone el recuerdo de su viaje a la playa —una semana de vacaciones para después volver a los trabajos en el campo— con recuerdos de su infancia, de su embarazo, de las colas para conseguir víveres, de sus discusiones con Héctor, de los trabajos en el campo, sus sueños y sus lecturas de ocio. Mientras que el texto pudiera sugerir una crítica al gobierno castrista, el asunto no es tanto criticar, sino saber ¿cómo es que las cosas llegaron a ser lo que son? Para la narradora, entonces, es obvio que, como su matrimonio, los joviales primeros años de la Revolución Cubana fueron euforia efervescente, olas eufóricas que se volvieron espuma en la arena, “los días que no necesitábamos de las promesas para creer, de las palabras para esperar” (77). Lo peor de la revolución fue que la rutina se volvió eso “que tanto despreciábamos […] vemos ahora las mismas humillaciones” (71). 

El hombre nuevo, a la Guevara, no tendría nada de nuevo sin hábitos nuevos. El hombre nuevo tiene casa nueva, tiene ropa nueva, sabe que “los problemas, digamos fundamentales, están resueltos” (78), pero sin afectos nuevos, sin hábitos nuevos, sin el amor que se renueve, la narradora sabe que el matrimonio está para “dedicarnos plenamente a hacernos la vida intolerable” (78). Las grandes metas del gobierno en nada impactan a los esposos, pues “¿qué habremos resuelto nosotros cuando se hayan cumplido —si es que se cumplen algún día — todas las metas? ¿En qué proporción aumenta nuestra felicidad porque nos hayan aumentado la cuota de arroz?” (100-101). Mientras la producción crece, las sonrisas no, pero las hambres sí, y las enfermedades también. Todo el dolor se acumula, pero el miedo reina, y es que “¿qué se puede esperar de un pueblo que siempre ha vivido en la esclavitud y el chanchullo? ¿Qué puedes hacer tú para sobrevivir, para no señalarte, sino imitar a los otros? Tomar sus lenguajes, sus maneras, exagerarlo todo aún más para que no te descubran. ¿Qué puedes hacer? ¿Qué se puede hacer” (109). Con la vida dominada, pocos espacios quedan para la existencia.

Entre el “¿qué se puede hacer” y el “¿cómo es que las cosas llegaron a ser así?”, la narradora describe un espacio convulso. Los escapes están, de esta forma, en la retirada del pensamiento, en la acogida de la sinestesia, de ahí que la narradora pase horas frente al mar, adivinando sus formas, sus colores. En otro momento, al verse al espejo, la narradora escapa al ruido de las calles ella está “suspendida, en otro tiempo, al margen” (150). Desde esa suspensión se abre un espacio hacia otra parte, un espacio que sabe que la crítica, o la política, no están en la acumulación de desgracias y su enumeración, como obstinadamente Héctor hace. Contar las desgracias en “el tono resignado de quien clasifica, enumera o menciona mecánicamente una variedad de objetos insignificantes e impersonales” (176), es como contar toneladas de caña. Unas acumulaciones se regresan en ganancias y creces, otras en miedos acumulados y docilidad de las masas. 

La narradora deja ver que en la retirada del pensamiento, las revoluciones, como la poesía, o el amor de la narradora por su esposo e hijo parecen estar en una delgada franja de indecibilidad porque “lo que realmente [la narradora] quisiera conservar, tener, es precisamente lo que desaparece, el breve violeta del oscurecer sobre las aguas” (147). Por otra parte, si la experiencia queda supeditada a la indecibilidad, cuando pasen las cosas felices, o las revoluciones eufóricas, el placer sólo será de uno, pues los buenos recuerdos, como el amor y la sed de oscuridades a la que se entregan los esposos al final de la primera parte, “después será” para la narradora “aún mejor, después, cuando lo recuerde, será absolutamente mío todo el placer” (188). Si la felicidad de las grandes metas, como las 10 toneladas de caña de la zafra, no incrementan la felicidad de los brazos que se aman y las bocas que se besan, ¿cómo hacer para que el sentido de la producción deje de lado los campos de caña sin trastocar los recuerdos del placer de los que se aman? ¿Cómo reordenar las olas que se acumulan en la arena?

Notes about Accumulation(s)

12 Feb

More (disorganized) notes

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Accumulation(s) III [the framing frame, why to relate narrative and accumulation]

How much is is enough? 

Is not a question of enough, pal. 

It’s a zero-sum game. Someday wins, someday loses. Money itself isn’t lost or made, it’s simply, uh, transferred from one perception to another, like magic 

Gordon Gekko in Wall Street, 1987

How many stories are enough? Do we ever get tired of more and more narratives? A story and a narrative hardly are different. In a way, storytelling is our adhesion to the world, or addi(c)tion to each other. Stories add us to one another while accumulate in the individual feelings, emotions and, over all, affects. If stories have always been with us, the question about every narrative is not when did we start telling stories to ourselves, but when did stories started moving us to reach disperse, to expand our spheres, to see limits, to expand them, but also to realize that a limit is an affirmation of existence, in its life as immanence. Myth circulated around the Mediterranean, the Tarot did it as a language and as a storytelling-story. Before the Americas, stories circled, crossed mountains but hardly crossed the exodus of the seas. After the first sailors came back from that misnamed land, some came back sick, some rich, some crazy, some astonished, some just destroyed. They brough animals, gold, bodies of all types, but also, their mouths mumbled nonsense stories. One man (Cabeza de Vaca) even proved with his body that he lived among the others, that he met them, that his poverty was useful for the crown. Of course, he later changed his mind. Something broke when he shipwrecked, something grew afterwards and at the same time another thing became more profitable. Somebody had to lose, domination, unlike money, had to be transferred and made.

If there was a Latin American boom before the boom those were the chronicles from Indies. No other texts moved more people before (?). God without knowing it died slowly, because what crusaders did not cross, now sailors were willing to. And years and years passed, sailors and stories changed slowly, but they changed after all. They all cracked-up and became something else. Among the many things that the stories became, novels somehow captured better what those stories had to say. If the chronicles of Indies moved so many bodies in-between seas, the (new)boom moved affects overall. While bodies are things almost ready to be transferred, administered, accumulated more than cumulated, affects are meant to be created. An affect creates as it moves a body. An emotion (re)distributes the body’s affection. While the chronicles of Indies were an invitation to fly off fancy while trying to avoid the territorialization of extraction, of killing, administering and selling for others, the (new)boom was the intervention on the invitation. For the boom realized that once the world was seen as pure form, a body in all its nudity, all places were good burrows for lines of flight to take off. Yet, something cracked-up the boom. The explosion imploded and then again it exploded again. 

As the boom expanded. Somehow national literary spheres crystalized their own explosion. Literature became a machine, something to be exploited and that exploded. Not that this was completely new at all for literature. Literature has always been a sphere of contradiction since the term always has dealt with the hybrid and contradictory concept of representation. It is as Fredric Jameson puts it, “representation is both some vague bourgeois conception of reality and also a specific sign system” (Postmodernism 123). For once, in literature the lettered individuals had their chance to inaugurate their public sphere. But also, more than single individuals articulating freely their stories, a narrator, a writer, and later an author, became a new vessel where sometimes the murmurs of a multitude of stories would gather. For that thing we called literature, the authors, the champions of the lettered city, became addicts to the dictionary (as G. Steiner puts it) but also hoarders. The new authors of the boom accelerated this process but also something was captured, their work was accumulated. However, as their explosions inaugurated a time of change, acceleration and regression (namely postmodernism) they opened up a possibility for creation, for reposing the narrative problems of all times. A narrative is a way of solving narrative problems, but the narration always exceeds, it counts in other means and ends up affecting other fields. 

However, if stories are not a question of enough, would it be that today (and even before) they were about “a zero-sum game”, where “somebody wins, someday loses” (thus their necessity to always solve narrative problems)?  

Mitad del cuento, atisbo otro. Notas sobre La cena (2006) de César Aira

27 Jan

La cena (2006) de César Aira pudiera ser corolario de otra de sus novelas. Mientras esto no sorprende, pues lo mismo se podría decir de buena parte de la obra de Aira, sí lo hace el tono sombrío y lacónico del relato. La cena cuenta la historia de un narrador deprimido, lleva ya siete años sin trabajo y se ha mudado al departamento de su madre en Pringles. Aunque la madre no hace sino amarlo, el narrador se siente fracasado. Así que, a miedo de dejar pasar su última oportunidad de alcanzar el éxito, el narrador lleva a su madre a cenar a casa de su único amigo, un tipo solitario pero sociable. Luego de la cena y de que madre y anfitrión entablaran una amable conversación, pues ambos tenían algo en común —la “pasión por los nombres” (pos. 6118)—, el amigo del narrador alarga la velada y les muestra a sus huéspedes una serie de juguetes viejos. La madre del narrador no soporta la exhibición, y es que madre y amigo “sólo se entendían cuando pronunciaban nombres (apellidos) del pueblo; en todo lo demás, ella se retraía enérgicamente” (pos. 6228). Después, el narrador regresa a casa con su madre y se pone a ver por la televisión un programa en vivo en el que se da seguimiento a un evento terrorífico local: cadáveres que se levantan de sus tumbas para succionar las endorfinas del cerebro de los habitantes del pueblo. La desgracia, que no logra sacar al narrador de su depresión y pasmo, dura poco. Finalmente, el narrador, al visitar al día siguiente a su amigo para proponerle formalmente su idea de negocios, se da cuenta de que la desgracia televisada no fue sino un “mal” programa de televisión, un refrito que ahora recibe los elocuentes comentarios de su amigo, para quien ese negocio televisivo debe cambiar, pues “la prosa de los negocios tiene que expresarse en la poesía de la vida” (pos. 7157). 

Mientras que la narración del programa de televisión concentra la mayor parte del relato, el meollo (o uno de los meollos) de la narrativa es la depresión del narrador y su fascinación por los juguetes antiguos que su amigo le mostrara el día de la cena. El narrador queda maravillado cuando ve el primer juguete de su anfitrión. “Era un verdadero milagro de la mecánica de precisión, si se tiene en cuenta que esas manitos de porcelana articulada no medían más de cinco milímetros” (pos. 6202). En cierto sentido, el juguete, como tantos objetos en la obra de Aira tiene un carácter atuorreferencial respecto a la novela en sí. Es decir, como el amigo guarda un montón de objetos inútiles pero “milagros de una mecánica precisa”, así también el mercado literario guarda las novelas de César Aira, obras de precisión milagrosa, pero que a los ojos de otros observadores, como los de la madre del narrador, no son más que objetos inútiles y chatarras, juegos de niños. Los juguetes, como las novelas del autor del relato, son objetos que se presentan en forma precisa y pura, hasta que uno empieza a ver que sucede otra cosa. A cambios de velocidad y fuerza la forma se expresa. Cuando el juguete en cuestión, el de las miguitas imaginarias, termina su funcionamiento, el narrador observa que tal vez “Los autores del juguete debían de haber querido significar la cercanía de la muerte de la anciana. Lo que me hizo pensar que toda la escena estaba representando una historia; hasta ese momento me había limitado a admirar el arte prodigioso de la máquina, sin preguntarme por su significado” (6206). El asunto es que ni la madre ni el anfitrión se esfuerzan en entender la “narración” del juguete, para la primera es una pérdida de tiempo y para el segundo es sólo un derroche de forma. 

El enredo que se teje entre las perspectivas del narrador, su madre y su amigo pone a unos en concordancia y a otros en discordia. La concordancia no puede englobar a las tres partes. Mientras que el amigo y la madre viven fascinados por los nombres (apellidos) que saben, el narrador no comparte esta emoción. Igualmente, a la vez que el narrador y el amigo tienen una fascinación similar por los juguetes y demás objetos lujosos —pero inútiles—, la madre del narrador no puede verle nada de especial a esos cachivaches. Aunado a esto, el narrador queda fuera de cualquier lugar de concordancia, pues ni los remedios del amigo (reformar la forma en que la televisión en Pringles trabaja, para expresar “la prosa de los negocios tiene que expresarse en la poesía de la vida” [pos. [7157]), ni las desconfianzas y preocupaciones de la madre sobre el futuro de su hijo, lo sacan del pasmo y tedio en el que vive.

Si a la mesa de una cena se sentaran arte, estado y mercado, éste último, al menos para nuestros días, sería el anfitrión. Mientras estado y mercado se atragantan de nombres para verificar sus narraciones, el arte no hace sino ver que, como el narrador al escuchar las razones por las que su madre desconfía de su amigo, “los nombres hacían verosímil la historia, aunque sobre mí provocaban más efecto de admiración que de verificación” (6347). El arte puede ver la verdad, pero no verificarla. No es su “deber”, pues la verificación y —en cierto sentido también— la verosimilitud pertenecen a un tiempo muerto, como el de la televisión y el programa que registra la catástrofe de los muertos vivientes y su resolución. Si al día siguiente de la cena, el estado, como la madre, queda con el estómago revuelto, y el mercado con las últimas palabras que no rehabilitan al arte, entonces, no habría más que la estetización de la máquina y el sistema como triunfo de un totalitarismo que sabe del pésimo, pero eficiente, funcionamiento de las viejas formas de narrar la vida cotidiana (como el programa sobre los muertos vivientes). No obstante, si la última palabra la tiene el mercado, su prosa de negocios no es más que una narración mal contada, pues como al amigo del narrador, al mercado “se le mezclaban los episodios, dejaba efectos sin causa, causas sin efecto, se salteaba partes importantes, dejaba un cuento por la mitad” (pos. 6076). En esa mitad que se abre al final de las últimas palabras del mercado, la poesía de la expresión abre camino para otra vida y su trabajo.

Lujosa inutilidad. Notas sobre Baile con serpientes (1995) de Horacio Castellanos Moya

12 Jan

En dos días, un ocioso y desempleado egresado de sociología se convierte en el hombre más buscado de todo El Salvador. Contada en cuatro partes, Baile con serpientes (1995), de Horacio Castellanos Moya, cuenta la historia de Jacinto Bustillo desde la perspectiva de un sociólogo desempleado, un policía y una reportera. Luego de que un viejo y ruinoso Chevrolet amarillo se posicione frente a la tienda del barrio donde vive el narrador principal, el sociólogo, la vida de este personaje cambiará vertiginosamente. La llegada de la carcacha y su rotoso y taciturno conductor atraen la atención del desocupado narrador. Una vida “sin posibilidades reales de conseguir trabajo en estos nuevos tiempos” y el hecho de que, como afirma el narrador, la sociología no servía “para nada en lo relativo a la consecución de un empleo, pues había una sobreoferta de profesores, las empresas no necesitaban sociólogos y la política —último terreno en que hubiera podido aplicar mis conocimientos— era un oficio ajeno a mis virtudes” (pos. 15), se combinan como ingredientes para que el sociólogo desempleado comience su trabajo de campo con el “extraño visitante”. Por otra parte, salvo el narrador, nadie más parece tener especial simpatía por el rotoso viejo del Chevrolet amarillo. 

Luego de varios días de intentar entablar una conversación, el narrador finalmente triunfa en “su trabajo de campo”, y el extraño visitante revela su nombre, oficio, hábitos y vicios. Jacinto Bustillo, antes de ser un viejo sucio y errante, era contador. Ahora el excontador se dedica a recolectar objetos inútiles (pos. 60), revenderlos, comprar botellas de aguardiente y trasnochar en su destartalado automóvil. Después de que el narrador se gane la confianza de “su informante” y lo acompañe todo un día, un evento sórdido disloca la narración. Jacinto es mordido en su miembro por otro zarrapastroso llamado Coco. Jacinto apuñala a Coco con una botella rota y después, el narrador, que atestigua toda la escena, degüella a Jacinto. Con este evento el narrador deja de ser el desempleado sociólogo y se convierte en Jacinto. Se adueña así del Chevrolet amarillo, donde Jacinto guarda documentos sobre su pasado y además donde moran cuatro serpientes parlantes y lujuriosas.

La nueva vida del narrador consiste en vengarse de quienes arruinaron al excontador. Si la sociología no puede darle revancha a los desposeídos, un sociópata tal vez sí. De tal manera, el narrador y las serpientes emprenden una destructiva vida. Pronto, toda la ciudad se aterroriza. Así, la policía desde la perspectiva del subcomisionado Handal, que sólo quisiera terminar con esa historia sin entregarse a la paranoia, esquizofrenia y la histeria colectiva, intenta atrapar a un escurridizo sociópata a la vez de lidiar con las ansias de la prensa por la exclusividad de la incendiaria noticia. Conforme las serpientes y “el nuevo” Jacinto van esparciendo el pánico luego de sus atroces matanzas, Rita, la principal reportera del diario Ocho Columnas, se ve presa de un ataque colectivo de pánico. La reportera cree ver el automóvil de Jacinto afuera de la casa del presidente y las autoridades reaccionan de la peor manera: con un espectáculo de balas gastadas. Rita se ve en el ojo del huracán, pero es incapaz de escribir un artículo “en primera persona, confesar su terror ante el auto equivocado, relatar el desbarajuste que su confusión causó en la casona. Las dos cuartillas contienen apenas un recuento de los hechos relativos a la evacuación del presidente” (pos. 682). Como los objetos inútiles que recolectaba el Jacinto auténtico, la vida de todos los personajes es un despliegue lujoso de inutilidad: de hacer valiosa la sociología, de resolver un caso absurdo sin recurrir al espectacular ejercicio de la fuerza y de poder escribir un testimonio fidedigno que no exponga también las carencias y fallas de aquellas manos que teclean. 

El terror del nuevo Jacinto y sus serpientes asesinas no tiene explicación pero sí comparación. Toda la gente muy rápidamente comienza a recordar los pasados años de guerra y con ello las diversas formas en que la violencia era leída e interpretada. El despliegue de violencia excesiva del estado, como en otros tiempos, esquilma el terreno, pero también propulsa fugas. El narrador escapa con sus serpientes, pero al final éste se separa de ellas, “Caminaba tambaleándome, como si estuviera totalmente borracho, para despistar a los transeúntes que iban alarmados hacia sus casas, porque semejante estruendo recordaba los aciagos días de la guerra” (908). De regreso a su barrio, el narrador recuerda que como devino el viejo Jacinto en sólo unos días, también puede volver a ser aquel que él fue en unos instantes. Como si la violencia fuera el alcohol en una noche de farra, El Salvador de la posguerra en el modelo neoliberal habrá de acostumbrarse a la intoxicación y el exceso del orgiástico libre mercado, que inutiliza la fuerza laboral, intelectual, y se excita con los motores de los afectos, en los excesos orgiásticos del caos. 

Vida y escritura. Notas a Por qué hacen tanto ruido (1992) de Carmen Ollé

30 Nov

La turbulenta relación entre los poetas que protagonizan Por qué hacen tanto ruido (1992) de Carmen Ollé replantea el viejo problema que se teje en la relación entre poesía y vida. “No debo caer en la simplicidad de llamar a todo poesía” (9), afirma la narradora, Sarah, mientras comienza su historia. En este sentido, la vida no es la poesía, ni la poesía es la vida. La poesía, entonces, estaría en un espacio separado de aquel de la vida. El problema, claro está, es que muchas veces, y más en la vida de escritores (o poetas) la vida y la escritura se bifurcan. Ignacio, la pareja de Sarah, se enamora de Helena. Así, la narradora se ensimisma en la reflexión sobre su relación. El mundo deja de existir, aparentemente, y lo que sucede en la calle es ya un paisaje que nada dice a la sensibilidad de la narradora. “Ignacio sueña con aquella muchacha y yo, su esposa, ante el paso de los carros blindados, trago saliva, pálida en esta nueva y extraña desnudez que no es del cuerpo, sino de la mente” (37). Esos carros blindados que irrumpen en el marco cotextual del relato, no lo hacen en el ánimo de la narradora. El ruido de la calle no se entiende, sólo pesa el ruido del interior. Sin embargo, la vida cotidiana de la narradora registra, con responsabilidad pero sin empoderamiento, también los afectos de su entorno. 

La vida familiar no sólo se desmorona por el abandono de Ignacio, sino que “si hubiera mucho dinero, la poesía no sería un obstáculo para las buenas relaciones familiares; no siendo así, el día se agriaba y la poesía resultaba también en la picota, como una presencia que nada tenía que hacer en este mundo” (37). De hecho, la “crisis” familiar también está estrechamente ligada a los altibajos laborales que la pareja tiene. Por ejemplo, la vida académica de la narradora está completamente abollada, y esto afecta su imposibilidad de escritura también. Si los poetas son los irresponsables, los no productivos para el capital pero excedentes de sentido para la vida, entonces la narradora piensa que habría que “renunciar al trabajo que tengo, volverme irresponsable” (40). La poesía, sin lugar en ese mundo de ruido y de precariedad, tendría un espacio una vez que la narradora consiga “el vacío o el vértigo que me depararía esa valentía” (41) de dejar su trabajo. Sin embargo, la narradora no se deja caer en el vértigo. No renuncia, resiste en lo más elemental de sus hábitos: leer y escribir. 

Si literatura y vida están separadas, entonces, vivir refugiado en los libros no tendría porqué repercutir en el campo de la vida. Conforme la separación de Ignacio se complica, también se complica la situación en las calles, allá donde los carros blindados comenzaron a atiborrar el paisaje. “Estaba leyendo una novela diaria, de ese modo escapaba de tomar decisiones. Este alivio era falso, puesto que a la cocina ya habían entrado ladrones y tal vez en una tercera incursión se atrevan a forzar las puertas interiores. La miseria de la gente avanzaba” (59). La vida literaria, o al menos su versión contemplativa, provoca un “falso alivio”. Desde esta perspectiva, separar vida y escritura (o poesía y vida) es un alivio falso, porque separándolas no se resuelven ni los problemas de la vida, ni los de la escritura. Hay, por otra parte, momentos en que escritura y vida se sintonizan. El ruido de la calle, como la música que escucha la narradora al final de la narración y los gritos de Ignacio al dejar a la narradora, todos se transforman en alaridos, “¿En qué momento aquellos alaridos me parecieron los gritos de la belleza?” (95). Si la vida pudo ver belleza en esos alaridos que parecían “gritos de belleza”, ¿no será porque el ruido guarda múltiples devenires? A su vez, la pregunta de la narradora, ilustra que vida y escritura no están separadas pero para entenderlas sólo se les puede escriturar en un doble registro. Aquello sensitivo y afectivo para la vida, sólo puede ser escriturado en “apariencia”. El ruido sólo tiene pareceres, no porqués. A su vez, la razón del ruido, su motivo, estaría fuera de la forma. Sin embargo, ¿cómo saber que era ruido si no tenía forma?  

Palabra(s) hueca(s). Notas sobre El jardín de Nora (1998) de Blanca Wiethüchter

10 Nov

El apacible contexto con que inicia la novela El jardín de Nora (1998), de Blanca Wiethüchter, se resquebraja desde las primeras líneas. El jardín, ese que espacio en el que Nora “decidió forzar la tierra para producir un jardín como si estuviera en Viena” (3), un día comienza a llenarse de huecos. Y es que, en La Paz, como comenta el jardinero, ese “hombrecito” en el que “todo era pequeño […] menos la voz” (6), “se vive arriba, pero también se vive abajo” y construir un jardín a la manera de Viena es una necesedad, hay demasiadas piedras y el inhóspito clima terminaría por desterrar los sueños de Nora. No obstante, Nora y su esposo Franz se hacen de un “jardín del edén”. En ese espacio, por otra parte, nadie tiene cabida sino ellos y sus exóticas plantas, ningudo de sus 10 hijos tampoco, ni los indios que cuidan la propiedad, ni la profesora de los hijos. El misterio de los huecos dispara la paranoia de Nora. Los hijos o los indios son los culpables, pero el misterio no se resuelve. 

En uno de sus intentos por salvar su jardín, Nora acepta la intervención de un “yatiri”. Si bien, Franz se opone a esto, Nora le insiste “Estamos en un país que no es el nuestro, y otras son las costumbres, —dijo Nora con extraordinaria firmeza— y más vale creer en esas cosas; además, no hay otra alternativa” (14). El “yatiri” hace su labor y el jardín mejora. Todo se vuelve extraordinario, las flores retoñan como nunca y la yerbe reverdece en una eterna primavera. Si bien, en un inicio Nora ignora los consejos del jardinero y se empeña en forzar la tierra para hacer florecer su melancolía en La Paz, la tristeza y rabia infinita que ella sintió luego de la aparición de los huecos hacen que en Nora se siembren nuevos hábitos. Por otra parte, los hijos, los mudos, esos que “perdieron el lenguaje” por no saber si esos cuerpos que abarrotaban el jardín eran “kala”, “piedra” o “stein”, siguen fuera del mundo de Nora y Franz. 

Nora y Franz viven presos de viejas costumbres. Son melancólicos. Sólo afectos tan fuertes como la desgracia del jardín los hacen cambiar. La “pérdida de la palabra” de los hijos, en realidad, no es tanto una pérdida, sino resistencia. Luego de pronunciar “kala” y ser corregido el primero de los hijos, todos los hermanos pronto aprenden que los padres quieren escuchar una voz que en ellos no se sembró. El final de la novela, así, presentaría un punto de revancha, en el que las voces y los cuerpos oprimidos regresan para reclamar su espacio. El hueco que se abre luego de que las diez reconorosas bocas de los hijos dijeran “¡Bbbuuuueeeeccccoooooo!” (20), abren el espacio para que “un tumulto de piedras como frutos resecos, que ahora despeñadas sobre Franz y Nora los hundían sin oportunidad de voz en aquel hueco negro” (20). Los padres se hunden en el hueco junto con las piedras originarias del jardín. Sin embargo “Al otro lado del hueco, no había nada” (20). Esa palabra que salió de la boca de los hijos era en realidad “Phutunhuicu, que en buen aymara es phutunku y en buen castellano, hueco” (20). Los hijos reunen en su locución una palabra y un conjuro, un punto que devora al mundo familiar y al mundo anterior a éste. “Nadie los entendió” (20), se dice al final de la novela, y es que una vez liberados de sus mundos anteriores, los hijos se quedan solos. 

Si en la expresión de la lengua (locución), las intenciones (ilocución) son claramente las de destrucción de aquello que nos esclaviza, aquello que obtenemos al final (perlocución), no es nuestra liberación, sino la revelación de que el lenguaje se ata en huecos. Una palabra es una caja sonora vacía, pero cuando va cargada de cierto aire o cierta fuerza, puede herir como lanza. La concordancia “en hueco” del lenguaje permite devorar aquello que nos oprime, pero también exhibir aquello que nos falta. Si nos quedamos en esta encrucijada, ¿será que después de que nadie nos entienda se disparen otros afectos para encontrar ya no comprensión, sino resonancia? 

Notes on The Ends of Literature. The Latin American “Boom” in The Neoliberal Marketplace (2002) by Bret Levinson

16 Oct

If neoliberalism is, among many things, an off-centre market, where merchandises are exchanged without “easy to identify” buyers and sellers, how does literature introduce itself to this place? This is one, among many, questions that Bret Levinson’s The Ends of Literature (2002) asks and answers. The book is divided in 8 chapters and all of them share a common premise. This is the depiction of a third space, a space where literature could trace its end(s), not only as “conclusion but also, on the one hand, an exposure to an outside, to transition; and on the other hand, a goal” (3). Hence, as much as the end of certain type of literature inaugurates a more democratic artistic participation, this also shows the dangers of literature’s disavowal to participate in any possibility of political or theoretical project. The neoliberal market might have triumphed when showing that there is not an “outside” of it, and vanishing a “conservative” literature too, but this is nothing to celebrate. That is, as much as the market announces a better world to come, the disappearance, or weakening of the state, as institution and concept, just announces how things are moving more to the old spectre of authoritarianism. 

The Latin American political and literary experiences serve to illustrate the market’s regime and realm. Identity and transition politics, democracy, cosmopolitanism, and area studies depict a battleground where culture, art, cinema and specially literature register the place where things are bonded again to sameness but also where this bond recodes a threshold where things might take a flight of fancy. This is why literature —as much as it seems it might disappear or loose some of its terrain in front of other arts— stands still as a tool able to “serve as either the permanent cement that holds together contingent constructions such as class hierarchies, or as a site of subversion that upends these ‘mere’ cultural values” (21). Of course, literature is condemned to affirm over and over again the values of the social class that famously “institutionalized” it, the bourgeoisie. Yet, at the limit, or end, of this literature, where it is openly and excessively exposed, as in the neoliberal market, texts like Me llamo Rigoberta Menchú open a new pathway. Texts alike, or testimonio, would communicate and reveal that “death —literature’s death, literature as the carrier of death itself— is its own condition: the condition not only if the Other’s qua the subaltern’s very existence, but of itself as the narrative of such devastating situations” (168). Thus, Menchu’s narration would illustrate a “posttransition”, a change beyond literature’s own limit, where no amnesty is possible, where exposure would map new figurations for testimonio’s unuttered and secret demand. 

As such, the neoliberal market does not mean a necessarily end of literature nor of writing and différance. The role of literature is very and strongly depicted, analyzed and commented, yet the figure of the state is mostly absent*. If literature and the state used to present together, or at least at the same time, into the capitalist market, how would a “new literariness” present itself in the neoliberal market without the state? In the final chapter, concepts of nation, people and theory are analyzed in the context of the possibility of thinking “Latin Americanism”, as nation, place of thinking and practice. Levinson concludes the book trying to reconcile perspectives withing Latin American Subalternism and Latin Americanism. This reconciliation would offer a corner where departure for further debates might happen (as in fact did happened). It is also stated that Latin Americanism rematerializes a “desire of a perfect nation, resistant to both the brutal law of the state and the callous lawlessness of the market” (191). If that nation is possible, how would “resistance” differentiate between brutality and callousness? When both the state and the market offer a single force divided in a dual process of inflicting an “irrational” and violent affect (brutality) and then enjoying from it (callousness), how would “literariness” could disavow to be part of this theatre of cruelty? 

*an exception might be the wonderful and inspiring analysis presented in chapter 3 “Trans(relations):Disaster and ‘Literary Poltics’ (Reading Piglia’s ‘Respiración Artificial’) 

Vergüenza fascinada y mirada fija desde el abismo. Notas sobre Boca de lobo (2000) de Sergio Chejfec

11 Aug

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Boca de lobo (2000) pudiera ser leída a partir de la siguiente máxima: “Las novelas de los dogmáticos han escrito siempre falsas idealizaciones sobre la miseria y la precariedad”. Esta máxima, por supuesto, guarda intertextualidad con Más allá del bien y del mal (1886/2014) de Frederich Nietzsche. Así, la novela de Chejfec está directamente relacionada con la obra y el pensamiento del filósofo alemán. La historia que se cuenta, en Boca de lobo, es una historia de amor. Si Nietzsche invitaba a suponer que la verdad fuese mujer, Chejfec sugeriría que la forma novela siempre tiene un residuo “mezcla de realidad y olvido” (3) respecto al amor. Delia, una joven obrera, casi una niña que magistralmente se desempeña en una fábrica, se enamora de un hombre mayor, y éste también de ella. La historia es contada desde el punto de vista del hombre mayor, el narrador. Ambos, el narrador y Delia viven días de romance, pero también días de crisis y dificultades. Como muchas historias de amor, sino la mayoría, esta tiene un final también. El narrador abandona a Delia luego de que se queden embarazados. Delia se convierte en madre obrera y su hijo en niño obrero. Ambos, sin que el narrador pueda hacer nada al respecto —a pesar de su vergüenza y arrepentimiento—, son engullidos por una boca de lobo, por las fauces de la máquina capitalista.

Todo amor tiene cierto grado de fascinación. El narrador no oculta la suya por Delia, “el ideal de mujer más deseable y acabado” (6). Delia, a los ojos del narrador no está más allá del bien y del mal, sino que las acciones de este personaje están siempre en un umbral, pues Delia tenía la forma y las acciones “de quien vive atravesando umbrales” (9). Delia siempre está seccionada “nunca parecía recuperar del todo una memoria trabajosamente acumulada; estaba aquí, por ejemplo, pero daba la impresión de demorarse mucho antes de terminar de llegar” (9). El amor que siente el narrador por Delia es similar al de Humbert Humbert por Lolita. Ahora bien, el narrador no sólo ve la belleza de ninfa de su amada, sino que la conjunción entre sexo biológico, clase de social (obrera), y juventud (Delia no es más una niña de menos de 15 años) vuelven a Delia el umbral desde el cual la realidad puede cambiar, desde donde un mundo diferente es posible. Delia, entonces, no sólo representa la forma de expresión más esencial de los obreros, esos en los que “se encarna el poder que sostiene y empuja a la realidad” (17), sino que también representa una suerte de estrategia vital de los obreros. Delia es esa fuerza que se opone al tiempo de la producción en serie de la fábrica, pero que también garantiza la sucesión de todos los eventos cotidianos. “Delia era una persona que iba hacia atrás […] Ese ‘ir hacia atrás’ significaba que siempre ocupaba el momento previo, muy raramente el actual. No era posible el alcance ni la diferencia. Un don que le permitía no estar, como ya describí varias veces, sin irse del todo” (43). Delia es el residuo, la ruina, no capturable por el capital, ni el estado, pero una vez vuelta madre, al menos para el narrador, quizá, ya no lo sea.

Nietzsche acusaba a Platón de la invención del “espíritu puro” y “del bien en-sí”. En Boca de lobo, Delia y los obreros parecen sugerir una máxima de un empirismo radical. Estos personajes cargan el enigma y la potencia del anonimato, de esos nombres incontables y desonocidos que sostienen el mundo. Los obreros, y Delia, cojugan la fuerza que “empuja las cosas: entre el ‘mal’ y el ‘bien’” (52), pues entre estos dos espacios se levantan “barreras móviles,  aveces invisbles y otras infranqueables, y los obreros se movían entre una y otra, todo el tiempo de manera obligada, sin poder modificarlas pero con una intuición tan certera que les permitía reconocerlas [el énfasis es mío]” (52). Los obreros, por tanto, tienen una intuición capaz de persistir a pesar de las capturas de su fuerza de trabajo, de su vida y de sus sueños dentro de los mecanismos de la fábrica y la vida precaria de las ciudades. Por otra parte, si los obreros saben ir entre las barreras móviles, ¿sabe hacer lo mismo el escritor?

El texto de Chejfec es, hasta cierto punto, un tratado sobre las falsedades que se cuentan en las novelas. En reiteradas ocasiones el narrador refiere que ha leído en muchas novelas, o que hay muchas novelas, en las que se tratan situaciones similares a las que él mismo cuenta. La mayor parte del tiempo, las palabras de las novelas mencionadas por el narrador son falsas, muy pocas veces, también, son similares a la anécdota de Boca de lobo. Estas pocas ocasiones de concordancia entre otras ficciones y las palabras del narrador, llevan a este personaje a pensar que “somos trabajados por las formas de las emociones, aunque éstas sean ajenas” (58). Así, tanto la fuerza de trabajo del novelista y de los obreros quedan horizontalizadas. Para ambos sus acciones dependen de los afectos que los mueven. No obstante, el abrupto final de Boca de lobo parecería contradecir ese rasgo esencial de toda mercancía, como una novela, o un martillo, que el narrador ve. Si “lo esencial de las mercancías era poseer una historia larga y compleja, que paradójicamente se interrumpía cuando la mercancía alcanzaba su pleno desarrollo, se constituía como tal” (91), la entrada de Delia y de su hijo a la boca de lobo —presumiblemente una nueva forma de opresión o de precariedad— cancelan la historia larga del relato y más aún, dejan más cabos sueltos que atados en la novela. Se pudiera pensar que este gesto de incompletud, de novela en ruinas, aseguraría una postura radical del narrador. Esta postura reconocería que el escritor carence de virtuosismo laboral, como el que sí tiene Delia. El escritor, así, sería un obrero avergonzado, incapaz de dejarse ir adentro de la boca de lobo, pero capaz de contemplarla y dar registro de las maravillas de quienes sí se adentran en ese abismo. Claro, esa fascinación no tiene nada de activo, tampoco, pues es el abismo el que sin un ápice de vergüenza siempre devuelve la mirada. Si esto es así, tal vez, habría que dejar mejor que los que están en el abismo escriban por sí mismos, incluso, quizá, habría que dejar atrás la contemplación y la fascinación vergonzosa.