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Extrañamiento de sí. Notas sobre “Diario de un sinverüenza” (2017) de Felisberto Hernández

30 Jan

El “Diario de un sinvergüenza” (2017) de Felisberto Hernández cuenta la búsqueda del autor de su “yo.” Este texto, como muchos otros trabajos del autor fueron publicados de manera póstuma bajo diferentes sellos editoriales. Este “diario,” como otros textos póstumos de Hernández fue escrito entre 1940 y 1950. El relato inicia cuando “una noche el autor de este trabajo descubre que su cuerpo, al cual llama ‘el sinvergüenza,’ no es de él” (141), y por si esto fuera poco, también la cabeza del autor vive una vida aparte, “ella,” como la llama el autor, “casi siempre está llena de pensamientos ajenos y suele entenderse con el sinvergüenza y con cualquiera” (141). Si el autor está desposeído de su cuerpo y de su mente, entonces, ¿cómo es que escribe?, ¿cómo es que puede decir “yo” cuando su cuerpo y su mente, el sinvergüenza y ella, se le escapan de la existencia? Casi como el hecho mismo que evoca la publicación póstuma de este relato, y otros, —el hecho de que algo se escape a la publicación— “Diario de un sinvergüenza” escribe sobre el abismo que presupone toda construcción de subjetividad, pero también sobre aquello que se escapa, persiste e insiste ante la clausura, o fin, de un proceso de subjetivación. 

El “yo,” no es el cuerpo ni la mente. De hecho, como el narrador del diario admite, su cuerpo no guarda ninguna relación con su “yo,” ni menos con su muerte, “descubrí que mi cuerpo ya había sido ajeno desde hacía muchos años” (142). El cuerpo nos limita o nos supera, hay un punto en que uno se da cuenta que aquello que uno piensa sobre sí mismo no guarda ninguna relación con la forma en que el cuerpo vive. El narrador comenta sobre su niñez, “Cuando yo era niño no ponía mucha atención en mi cuerpo. Es que lo miraba con cierta indiferencia, pero a veces casi me hacía gracia y sentía por él esa pena que se tiene por algún predestinado a una enfermedad incurable” (143). Hay algo extraño en descubrir(se) el cuerpo, y más aún por el hecho de que el narrador llame a su cuerpo “sinvergüenza.” Si la vergüenza es el darse cuenta de que algo nos falta, de que algo se exhibe sin que nosotros queramos, el cuerpo, para el narrador, sería aquello que sólo no exhibe ni carece: el cuerpo no tiene falta. El problema, para el narrador, es que pensar su cuerpo, o mejor, nombrarlo, es sólo posible por el hecho de un extrañamiento. El cuerpo es aquello que nos es ajeno, que no tiene falta, pero sólo se enuncia por la idea misma de la falta. 

“Es impresionante como un abismo, lo que puede entreverse dentro de los límites de un cuerpo o de un sinvergüenza” (153), comenta el narrador en la última entrada de su diario. El proyecto de búsqueda del yo, que estaba organizado a manera de un diario, requería la disposición y ordenamiento del texto a partir de entradas que indicaran un número de día. Para cuando el narrador se da cuenta del abismo que lo separa y a la vez habita en su cuerpo, la entrada de su diario ya no cuenta ningún número. El abismo es insondable, no se puede capturar. Pero, como admite el narrador “la curiosa, la conciencia, quiere ver y comprender todo. Todo lo entrevera o todo lo acomoda, lo cual es lo mismo para el sinvergüenza” (153). Pensar es baladí, pues al cuerpo le da igual lo que la conciencia acomode u ordene. No obstante, “ella,” la cabeza, siempre piensa, siempre se desentiende. El “yo,” entonces, estaría siempre en una posición desfasada, extrañada de sus propias condiciones ideales y sensoriales. El “yo” es uno más en una multitud, un “alguien” que “parece que quisiera crearse otra existencia que no sabe cómo será, sin importársele gran cosa de él, con un egoísmo que no parece ni del cuerpo ni de la cabeza” (159). Ese otro egoísmo, como el mismo relato de Felisberto Hernández, está incompleto. Es, apenas, la posibilidad de otredad, de diferencia, un proyecto lanzado pero no terminado, o que más bien, termina con las anotaciones para su reconstrucción, para volver a pensarse el “yo.” 

¿Quién leerá el sumario? Notas sobre La virgen de los sicarios (1994/2015) de Fernando Vallejo

24 Jan

“Los mejores escritores de Colombia son los jueces y los secretarios de juzgado, y no hay mejor novela que un sumario” (123), afirma el misántropo narrador de La virgen de los sicarios (1999) de Fernando Vallejo. Sin que necesariamente se trate de un sumario, ni, tal vez, tampoco de una novela tradicional, el libro recupera en soliloquio las peripecias que un gramático misántropo en edad madura vive al lado de sus jóvenes amantes sicarios en una ciudad de Medellín envuelta en los resabios de la muerte de Pablo Escobar. La muerte del capo pareciera ser el evento que presupone al relato de la narración, pues Fernando, el narrador, conoce a Alexis, su primer amante, luego del “exterminio de su banda” (64). Así, desposeído de sus “medios tradicionales de subsistencia,” Alexis trabaja ahora en “La casa de las mariposas,” una casa de citas. El relato, por otra parte, comienza con el regreso a casa del narrador y los recuerdos que los lugares de su infancia le provocan (“Había en las afueras de Medellín un pueblo silencioso y apacible que se llamaba Sabaneta” [5]). A la vez que la muerte del capo tiene una relación directa con la vida del narrador, ya que “los acontecimientos nacionales están ligados a los personales” (64), el estado general y desordenado que luego de la muerte de Escobar impera en Medellín parece análogo a la forma del texto.

Del recuerdo personal, al momento “presente,” y luego hacia digresiones que terminan criticando al estado general de la vida en Medellín, a la iglesia, al gobierno o explicando palabras a sus “lectores,” el narrador arma un sumario desordenado. La virgen de los sicarios inicia como novela y termina como otra cosa: una despedida y un pastiche hecho con los versos de una canción. El mismo narrador admite que la trama de su vida, y de su relato, “es la de un libro absurdo en el que lo que debería ir primero va luego” (16). El orden de la narración es difícil de seguir. Hay, así, una tensión entre el afán del narrador por explicar a sus lectores algunos detalles de su narración y el hecho de contar su propio relato. Mientras que los lectores son identificados como extranjeros, o desentendidos de lo que sucede en Medellín (“le voy a explicar a usted porque es turista extranjero” [39]; “Ahí están todavía esperándome, a mí con mis dudosos lectores” [45]; “y lo digo por mis lectores japoneses y servo-croatas” [113]) y la narración misma parece desentenderse de sí (“Nada hay que entender. Si todo tiene explicación, todo tiene justificación y así acabamos alcahuetiando el delito” [105]). Con todo esto, pareciera que el narrador no se interesara mucho por el acto mismo de leer. Es decir, parece que La virgen de los sicarios busca escribirse como un sumario para “no-lectores.”

Leer no hace a nadie mejor persona. Al mismo tiempo, la lectura es una herramienta más que lo mismo libera y oprime, un ejercicio, un hábito. El narrador enfatiza, por su parte, los beneficios de que Alexis no lea: 

Pero esta criatura en eso era tan drástico como el gran presidente Reagan, que en su larga vida un solo libro no leyó. Esta pureza incontaminada de letra impresa, además, era de lo que más me gustaba de mi niño. ¡Para libros los que yo he leído!, y mírenme, véanme. ¿Pero sabía acaso firmar el niño? Claro que sí sabía. Tenía la letra más excitante y arrevesada que he conocido: alucinante que es como en última instancia escriben los ángeles que son demonios. Aquí guardo una foto suya dedicada a mí por el reverso. Me dice simplemente así: ‘Tuyo, para toda la vida,’ y basta. ¿Para qué quería más? Mi vida entera se agota en eso” (46). 

Al menos desde la perspectiva del narrador, el narco elude la lectura. Para el narco todo es escritura, parquedad y pragmatismo que no puede darse tiempo para comprender, o leer. No obstante, como sucede Contrabando ante la incapacidad de diferenciar quién es quién, el narco también es el inicio de la lectura. Si la lectura es siempre una acción ambivalente y cargada de errores y malentendidos, ¿por qué habría que expulsar de la narración al acto de leer y comprender? ¿O será, tal vez, que La virgen de los sicarios busca no-lectores? Si la figura del lector, al menos desde una perspectiva tradicional, es un mero agente que reproduce gustos heredados en la medida que participa de productos culturales hechos por quienes validan su propio estatus de lector, entonces, el lector es siempre un agente cargado de un aura de “autoridad,” pues al lector hay que complacerle. Sin embargo, también hay otras formas de extrañar al lector, de sacarlo de quicio, como desearle “que le vaya bien, que le pise un carro o que le estripe un tren” (transcripción modificada 127).

¿Cuál es cuál? Un texto para después: Narco y producción textual. Notas sobre Contrabando (1991/2008) de Víctor Hugo Rascón Banda

19 Jan

Contrabando (1991/2008), de Víctor Hugo Rascón Banda, bien pudiera ser catalogado bajo lo que Nicolas Bourriaud llama textos de postproducción. Esto es, textos que no necesariamente buscan “superar” las técnicas ya usadas por sus predecesores, sino hacer uso de “todo aquello que se ha apilado en el almacén de la historia para hacer realidad y presente” (Postproduction 17). La observación de Bourriaud parte del supuesto de que hoy en día los artistas programan (o modulan) más que componer materiales de arte. Con esto, aunque Bourriaud no lo vea así, la posición de aquellos que alguna vez tuvieron el “dominio” de las formas artísticas cambia. En el campo literario, el escritor deja por completo atrás la figura del “hombre de letras” y ahora no es más, tal vez, que un copista, un agente responsable de lo que su escritura modula, pero desempoderado ante la oportunidad de transferirle a su escritura un rol trascedente y de primer orden en el entramado social e histórico de la vida diaria. Justo esta posición es la que el narrador de Contrabando dibuja para sí y su entorno. 

Luego de que Antonio Aguilar, “el último charro cantor,” le encomiende a un ficticio Víctor Hugo Rascón Banda la escritura de un guion cinematográfico, el escritor emprende un viaje del Distrito Federal, hoy Ciudad de México, hasta Santa Rosa, Chihuahua, su pueblo natal, para inspirarse y poder así escribir la historia que el ídolo de la canción popular le solicita. “Usted es de un pueblo serrano del norte y debe saber cómo siente la gente del campo, cómo quiere de verdad y cómo es capaz de morir por un amor. Quiero una película como aquellas que hacía el Indio Fernández” (pos. 38.1), le dice Antonio Aguilar a Rascón Banda. La tarea de escribir el guion, desde esta perspectiva, es vista como la transcripción del sentir “popular” en la producción cinematográfica del México de finales de los años noventa. Contrabando puede ser visto, así, como un texto que cuenta las peripecias que derivan de la encomienda de Antonio Aguilar. El texto se dejaría ver una suerte de bitácora sobre un proyecto de escritura. No obstante, las páginas de Contrabando son más y menos que una bitácora. Si el proyecto original consiste en escribir el proceso mismo de la escritura, el texto traiciona esta motivación. De hecho, por su propia forma el texto elude una clasificación tajante dentro de algún género literario. Las páginas de Contrabando son más una pila de artificios, una acumulación que ratifica y resume todo lo que la producción escrita en buena parte del siglo XX en México ha hecho para dar cabida a los espacios que comúnmente representan al país, y también a la literatura misma. En otras palabras, las representaciones de la época de oro del cine mexicano, como las que popularizara Emilio el Indio Fernández, han llegado a su punto de extenuación. O esto, al menos, es lo que sugiere el narrador cuando desde su llegada al aeropuerto de Chihuahua se encuentra con una atmósfera intervenida por una presencia ominosa. El narcotráfico, o contrabando, se deja ver en cualquier tipo de situación, pero siempre con el mismo resultado: muertes, terror, miedo y sentimientos encontrados entre la imposibilidad de hacer justicia y la indignación de no poder hacer nada al respecto. 

El problema del narcotráfico retratado en Contrabando no es, necesariamente, que la violencia inunde hasta las realidades más “pacíficas.” Antes bien, la violencia subyace en el nivel local y fluye entre lo que entonces, en 1991, el año en que Contrabando recibió el premio de novela Juan Rulfo, era un país y un mundo que se desentendía de estos conflictos. El mundo no sabe de estos conflictos, o más bien, vive como si no supiera. Faltaría conocer esta realidad, como sugiere Damiana Caraveo, una de las tantas sobrevivientes que el narrador se encuentra en su viaje, “para que el mundo lo sepa” (15.9). Por otra parte, no es que no haya visibilidad de estos conflictos, sino que las versiones son muchas, variadas y corruptas. Sobre la masacre de Yepachi, la masacre a la que Damiana Caraveo sobrevivió, la prensa escribe “Enfrentamiento entre narcos y la Policía Federal. Masacre en el Rancho de Yepachi […] Judiciales federales contra Judiciales del Estado: ganaron los federales” (pos. 32.6). Las versiones oficiales polarizan y a la vez nublan la distinción entre aquello que es difícil de separar. Es decir, mientras que la nota sobre la masacre de Yepachi anuncia primero un enfrentamiento entre los enemigos del estado (los narcos) y las fuerzas del estado (la policía federal), luego anuncia que el conflicto sucede dentro del mismo estado (entre policías federal y estatal). Con esto, el contrabando y su violencia evidencian la imposibilidad de distinguir, diferenciar y separar. Más aún, ya sea en la masacre de Yepachi, o en otros de los enfrentamientos narrados, los conflictos demarcan el desgaste y extenuación del sentido de la guerra. No se trata de una guerra civil, ni tampoco de una guerra partisana, pues no se puede diferenciar entre amigos ni enemigos, siempre es ambiguo quién está fuera o dentro del nomos, del estado. No extraña entonces que muchas veces en el texto se enfatice la imposibilidad de distinguir entre narco y policía, o que “judiciales y narcos no distinguen” (pos. 71.0) entre los que asesinan. En últimas, en Santa Rosa “no se distinguen ni el bien ni el mal” (pos. 41.6), “no se sabe quién es quién” (pos. 353), y todo lo que alguna vez fue sagrado es profano, y aquellos hábitos que parecían tan sólidos se vuelven espuma. 

El hecho de que no se pueda distinguir entre narco y federal está directamente relacionado a la forma misma del texto. Si el narco termina donde inicia el estado, y el estado inicia donde termina el narco, ambos están en una banda de Moebious. No sorprende así que el último sintagma de una sección del texto sea siempre el título del siguiente apartado. Este recurso es llevado hasta las últimas consecuencias cuando al final de la novela se comprueba que la última palabra del libro es también la que le da título a la obra. A su vez, la imposibilidad de distinción evoca directamente aquello que hace el contrabando: integrar lo que no está autorizado (legal) dentro del orden común de las cosas, en el mercado y la producción social. Una mercancía de contrabando es igual a una mercancía legal, su mínima diferencia está en la sanción dada por las autoridades (el estado). Contrabandear es introducir un ciclo de producción ajeno al propio sin recibir una sanción oficial, es volver cotidiano lo que no lo es. El contrabando informa de la presencia de lo propio y de lo interno al introducir lo mismo desde lo ajeno y lo externo. Esto es, por el contrabando uno se entera de aquello que está afuera, pero que, paradójicamente, también sucede adentro. 

No se trata de que Contrabando tense las relaciones entre realidad y ficción, sino que la novela deja ver como la mayoría de los textos semióticos (contradicciones) que articularon buena parte de la modernidad han llegado a develarse como simples pliegues sobre una misma superficie. Ahora bien, ya sea por la imposibilidad de catalogar la obra dentro de un género, o la imposibilidad de distinguir entre narco y federal en la narración, el texto da cuenta de un mecanismo narrativo que apila y concentra una breve historia del cambio radical que el contrabando trae para finales de siglo XX. Esto es, Contrabando es un resumen desordenado de diversas formas de producción, ya sean económicas (se menciona la industria minera, el campo, el acaparamiento de tierras, la ganadería) o intelectuales (a la par que se escribe Contrabando se escribe una obra de teatro y un guion cinematográfico, también abundan las notas periodísticas, las canciones y hasta grabaciones transcritas en el texto). “Esto es como un barril sin fondo, como una mina que se traga el dinero” (pos. 68), le dice su padre al narrador para entender el secuestro del presidente municipal de Santa Rosa. Como una mina también es el propio proceso de escritura del guion cinematográfico, pues el narrador está convencido de que “los muertos del aeropuerto y la masacre de Yepachi no pueden ser una película de canciones, pero de Santa Rosa surgirá la historia” (pos. 40.4). Así, el viaje a Santa Rosa es un viaje extractivo. El guion, incluso, se escribe a sabiendas de que “los personajes tendrán el mismo final que tuvieron en Santa Rosa, para no cambiar la realidad, que sobrepasa en acción dramática a cualquier ficción” (pos. 301). El narrador, entonces, escribe a partir de que copia la “realidad.” Copiar es, así, una forma de extraer. 

Que el narco reavive a la vez que destruye viejas formas de producción, viejas tradiciones, sugiere que los cambios sociales presentes en Contrabando se pueden leer como un proceso más de acumulación primitiva (u originaria). Igualmente, a la par que unos son desposeídos y otros comienzan a acumular riqueza, la producción queda supeditada a extracción y no reproducción. Ya sea porque Santa Rosa antes fuera centro minero y ahora sea “el centro del narcotráfico serrano” (pos. 193.9), la producción por extracción parece ser la única forma de articulación social. La extracción es una forma sui generis de producción, como afirma Karl Marx, “porque ningún proceso de reproducción sucede, o al menos ninguno que esté cabalmente bajo nuestro control o sepamos a ciencia cierta cómo funciona” (Grundrisse 726). Si la reproducción es la forma de producción que permite la duplicación de un ciclo de trabajo, entonces, dada la imposibilidad de representar al estado como un agente que domina la violencia, y por extensión, el trabajo, en Contrabando no hay reproducción sino mera extracción, un proceso que produce, pero cuyos mecanismos se nos escapan. Como a ciencia cierta no sabemos aún qué hace provechoso a las minas, ya sea porque al extraer todo un yacimiento se implica, muchas veces, la destrucción total del ecosistema, o porque simplemente, a veces, las minas se secan, de la misma manera, Contrabando se escribe, se produce, a partir de un mecanismo que no sabemos cómo funciona a ciencia cierta, se escribe desde lo que nos escapa, lo que nos presupone, pero también nos excede.

La propuesta literaria de Contrabando consiste en proponer un texto para después. Es decir, la obra de Rascón Banda apuesta por pensar una diferencia luego de un proceso de extenuantes repeticiones que esquilman formas de expresión tradicionales en el ámbito literario. La forma novela, por ejemplo, parece insuficiente para encasillar al texto, pues aunque hay elementos propios del género, como el dialogismo, la polifonía y el uso de cronotopos, también el texto excede las funciones canónicas de la novela, pues los personajes no se desarrollan y sus apariciones son dispersas y contingentes. Consecuentemente, Contrabando invita a pensar una forma otra de escribir, de hacer literatura, e incluso una invitación hacia la posibilidad de una política otra, una infrapolítica, tal vez. Al menos respecto a la literatura, la propuesta de Rascón Banda consistiría en ubicar lo literario en el contrabando que se escapa a la tarea de escribir, al deber escribir, como se evidencia al final del texto. Luego de que el narrador prometa “quemar todo lo que [escribió] en Santa Rosa” (pos. 356), que el guion cinematográfico sea rechazado porque éste es una traición al pueblo y una ofensa a “estos amigos, que van a ver [a Antonio Aguilar] a los palenques o […] espectáculos en ferias y rodeos” (pos. 356), y que la obra de teatro del narrador, Guerrero Negro, parezca tener un futuro prometedor en los círculos literarios del Distrito Federal, el narrador se dibuja a sí mismo escribiendo, exhibe como su proceso de escritura queda a solas frente a su deber y su deseo.

Para olvidarme de Santa Rosa y darle la vuelta a estas páginas de contrabando y traición, sólo me falta pasar a máquina la letra de los corridos que estoy oyendo, porque para el montaje de Guerrero Negro se necesitan, me dijo el director, cuando menos veintiún corridos de contrabando (pos. 358).

Por contrabando y traición, entonces, Contrabando es escrito. Esto es, hay una correspondencia entre los 23 apartados del texto de Rascón Banda y las 21 transcripciones de corridos que el narrador necesita para el montaje de su obra. Los otros dos apartados que no corresponden con las transcripciones son, respectivamente, la obra de teatro Guerrero Negro, y el guion cinematográfico, pues ambos también forman parte del texto. Contrabando, como entramado textual, exhibe su propia producción basada en un acto perpetuo de copia (extracción). Con todo esto, el texto mismo que leemos sería un apartado número 24, un numeral a manera de plusvalor, aunque quizá esta palabra sea deficiente para describirlo. El valor extra que Contrabando aporta está por encima y por debajo de la producción textual, como un número siempre en exponencial n, o un fantasma que a veces regresa, a veces se va, pero siempre persiste para un después. 

Obsesión, manía y escritura. Notas sobre Diario de un narcotraficante (1967) de Ángelo Nacaveva

16 Jan

Hay un cierto enigma que circula entorno a Diario de un narcotraficante de Ángelo Nacaveva y los detalles de su publicación. Al hecho de que el nombre de autor sea un pseudónimo, se agrega el carácter fundacional de la obra, como una de las notas que acompaña la edición de Kindle dice, el libro “es un hito en la escritura del tema, ya que fue el primero que lo abordó y aún hoy sigue habiendo pocas discrepancias al respecto” (pos. 2). Esto es, antes de Nacaveva, eso que hoy se conoce como narconovela, o narcoliteratura, no existía. Como texto fundacional, entonces, la novela cargaría con un concentrado de temas y motivos que aparecen en otros relatos de este género. No obstante, quizá la novela de Nacaveva sea sólo fundacional del género de la narcoliteratura en la medida en que los textos predecesores son completamente distintos a esta novela en la forma en que las “emociones fuertes” son narradas. A pesar de que la advertencia de autor anuncie “emociones fuertes,” esta novela traiciona su propia promesa. 

Contada a manera de diario que va desde un día de abril en la década de los cincuenta, hasta septiembre del año venidero, la novela recupera las experiencias de Ángelo Nacaveva, un periodista que vive atosigado por el tedio y la rutina en Culiacán, Sinaloa. Un día, el narrador se dice a sí mismo, “no es posible que pase me vida entre el trabajo y las cuatro paredes de mi casa […] Necesito algo más fuerte” (pos. 54). Esa fuerza la encontrará al pedirle a su amigo Arturo que lo incluya en su nueva empresa, meterse de “gomero,” traficante de heroína. “Quisiera dedicarme a otra cosa, algo que en realidad se pueda hacer dinero, fácil y rápido” (198), le dice Ángelo a Arturo, pero la promesa de aventura y dinero rápido se desvanece. Nacaveva pronto se da cuenta de que la vida de gomero es como cualquier otra, hay que someterse “a una disciplina completa [se] debe ser obediente y todo” (pos. 259). Pronto incluso, el proyecto del diario se tambalea, pues “de los días anteriores, nada se ha reportado en este diario porque todo es rutinario” (pos. 31396). Por más que Nacaveva no lo quiera quiera, el tedio siempre lo alcanza, y aún así, sigue escribiendo.  

¿Por qué Nacaveva se empeña en escribir su diario y convertirlo en novela? El diario es leído por diversos personajes en el relato. Para la mayoría de éstos el diario es genial y muchas veces las páginas escritas actúan a favor del narrador. No obstante, a cambio de escribirlo todo, es decir, a cambio de dar una versión global sobre el tráfico de drogas y “todos” sus matices, Nacaveva arriesga su vida, pues para escribir, primero hay que vivir, o eso sugiere el narrador. “Tú por hacer un libro eres capaz de todo” (pos. 5644), le dice Arturo a Nacaveva antes de que éste último emprenda una serie de malas decisiones que lo llevarán a caer preso del FBI, en California, para luego ser extraditado a México y volver en condición deplorable a Culiacán. Nacaveva termina, entonces, con pocas ganancias y algunas heridas, no obstante, conserva su vida y su diario. “¿Qué mayor riqueza quiero?,” (pos. 7481) se pregunta el narrador en las últimas páginas del relato. Diario de un narcotraficante sugiere, así, que la obsesión y manía que mueven a los adictos, y al tráfico de drogas, es análoga a la manía y la obsesión que impulsa al escritor a escribir, a vivir. Por otra parte, vida y escritura no necesariamente están encadenadas entre sí, pues Nacaveva mismo reconoce que a su diario se le escapan cosas, “cuántas cosas se me escapan. Es lo único que me puede de mi aventura” (pos. 7495). Esas experiencias no escritas, sin duda, son las que mejor resguardan la vida del narrador al tiempo que también dejan incompleto su relato. Como el enigma que circula a la novela, el relato guarda así otro misterio.

La fuerza de no hacer nada. Notas sobre La traición de Rita Hayworth (1987) Manuel Puig

9 Apr

Entre tantas cosas, La traición de Rita Hayworth (1987), de Manuel Puig, dibuja momentos claves en la transición de las formas en que la vida y el tiempo se (re)ordenaron en los cambios que trajo el siglo veinte a la Argentina. De “el punto de cruz hecho con hilo marrón sobre la tela de lino color crudo” (9), la gente pasa al cine, la radio. La novela es, en gran medida, no sólo la “radiografía” de las consecuencias de la masificación de medios en Argentina, sino también el análisis de cómo desde siempre el ocio es trabajo inmaterial, cómo sobre el ocio descansa el orden de la forma de vida capitalista. Así, como toda la novela es una labor de ocio, las mismas labores de la hermana de Mita al inicio de la novela, pues “parece que no cansaran pero después de unas horas se siente la espalda que está un poco dolorida” (9), son similares a las horas y horas que la familia de Mita, Toto y Berto pasan en el cine o escuchando la radio. De la administración del tiempo a partir de labores de bordado y la ganadería, La traición dibuja el sutil cambio de la rutina, trabajo y ocio. 

A la vez que hay un cambio entre pasar las tardes tejiendo y viendo películas, éste no es necesariamente una completa ruptura con el orden de vida rutinario. De hecho, al terminar con dos textos de la misma fecha (1933), la novela pareciera sugerir cierta circularidad en la forma en que el tiempo habitual no cambió. La fuerza con que los hábitos atan el cuerpo a su existencia, tal vez, lleve a uno a pensar como Herminia, que para tratar de refutar el nihilista razonamiento de Toto, al final de la novela, reflexiona sobre su vida. Vivir preso de nuestros hábitos es saber que se “morirá sin saber nada de la vida” (289). Ya sea el tiempo de ocio, el estudio, las estrepitosas búsquedas amorosas, la obsesión con el arte, la idea de aspirar a mucho o aspirar a poco, de llenarse de ambición o sucumbir ante la derrota de las expectativas, todo a su tiempo pasará y se acabará en las manos de un dios indiferente y tiránico o en el consuelo de pensar la muerte como “simplemente un descanso, como dormir” (291). Si de la vida no se puede saber nada, quizás esto se deba a que la vida siempre se escribe con trazos que el saber no conoce y el cuerpo apenas registra. 

Que la vida sea en realidad el sueño de la muerte, no es un tema nuevo. Y esto es a la vez lo que le permite a la vida siempre mostrarse como novedad. Ahora bien, La traición sugeriría que del dormir, o del ocio, de la razón no nacen monstruos, sino que como en Toto y Héctor, que terminan esparciendo rumores e involucrándose en violaciones, es el insomnio del ocio el que produce la monstruosidad. Esto queda claro cuando Herminia anota el último párrafo de su diario: “A veces en la oscuridad total es lindo abrir los ojos y descansar la vista, pero sólo por un rato, porque si no el descanso degenera en insomnio, que es la peor tortura” (291). La vida se trataría, así, de centrarse en saber qué hacer con los sueños (el ocio) y dejar de lado los planes y de cuidar la no degeneración del ocio. Sin embargo, si no se gastara ya nada de fuerza más que en el ocio, ¿cómo se pasaría el sueño a los que vienen luego de los que se mueren en la dulce tarea de resguardar su sueño del insomnio? 

La oquedad del trazo. Notassobre El discurso vacío (1996) Mario Levrero

6 Apr

Si no fuera por la sección llamada “El texto”, que antecede al Discurso vacío (1996) de Mario Levrero, uno podría decir que el Discurso no es una novela. En dicha sección, se dice cómo están armadas las páginas que prosiguen. Dos tipos de escritura las entrecruzan, los “Ejercicios”, que son “un conjunto de ejercicios caligráficos breves, escritos sin otro propósito” (6) y “El discurso”, que es “un texto unitario de intención más literaria” (6). Sólo entre estas dos formas se lee que la novela fue hecha a manera de un diario íntimo ordenado cronológicamente. Además de eso, la novela tiene un prólogo, que anuncia la primera entrada del diario (22 de diciembre de 1989), y está dividida en tres partes y un epílogo. En casi dos años —la última entrada del diario está fechada el 22 de septiembre de 1993— Levrero, narrador, presenta sus luchas constantes por apegarse al plan de escritura explicado en “El Texto”. Esto es, El discurso vacío es una novela sobre la lucha de la escritura por mantenerse firme ante un propósito. En el caso de Levrero, como se dice en “El Texto”, la idea de toda la novela es presentar un diario íntimo en el que los ejercicios grafológicos no se mezclen con la búsqueda literaria. El plan y el proyecto motivan por vías separadas a la escritura y a la literatura, el problema es que El disurso vacío no necesariamente se apega al plan. 

Los problemas de la literatura son necesariamente problemas de escritura. Por otra parte, los problemas de la escritura no son todos problemas literarios. Y aún así, es muy difícil demarcar una línea divisoria entre ambos. Desde las primeras entradas del diario íntimo, se especifica un motivo más ambicioso de los ejercicios: “unificar el tipo de letra, ya que he desarrollado un estilo que combina arbitrariamente la letra manuscrita con la de imprenta” (13) y a su vez, los ejercicios buscan dibujar letras grandes, amplias, como “si cada letra hubiera recuperado su individualidad” (14). Entonces, los proyectos de la escritura en El discurso buscan tanto la unificación como la individualización del trazo grafológico. Si el trazo es la línea de fuga que el cuerpo dispara, el trazo (o la marca) es, necesariamente, el fatuo camino de series de desterritorializaciones que todo cuerpo se empeña en mantener mientras existe. Con todo esto, los ejercicios de escritura parecen acercarse a la literatura. Así, aunque se diga que de lo que se trata es de “dibujar letra por letra, desentendiéndose de las significaciones de las palabras que se van formando —lo cual es una operación casi opuesta a la de la literatura (especialmente porque se debe frenar el pensamiento que siempre —acostumbrado a la máquina de escribir— busca adelantarse, proporcionar nuevas imágenes, preocupado —tal vez, deformación personal— por la continuidad y coherencia del discurso)” (17), la desmetaforización de la escritura como mero ejercicio de su trazo fracasa, pues el trazo está siempre acostumbrado a una máquina para dejar su marca. Escribir, en general, es avanzar lentamente, o como Levrero dice en sus ejercicios, un “avanzando y retrocediendo” (18). Con los “Ejercicios” se tienen una serie de fracasos, pues eso, como sugiere Levrero, es un rasgo existencial, de vida (21). 

La novela posterga la aparición de la primera entrada de los textos que forman parte de “El discurso”. De hecho, los ejercicios dejan de ser “consciencia” del dibujo de las letras y se vuelven consciencia del dibujo que escribe. Así, los ejercicios se convierten en ejercicios de voluntad de escritura y, en cierta manera, reflexión sobre lo que las entradas del diario van acumulando sin querer: la necesidad de proyectar un “acto narrativo libre”. La primera entrada del discurso se lanza por aquello que se busca y que nos rehúye, que vibra y late en lo literario: “Hay un fluir, un ritmo, una forma aparentemente vacía; el discurso podría tratar cualquier tema, cualquier imagen, cualquier pensamiento” (37). El vacío como flujo, esa fuerza que vibra en la literatura es lo que le preocupa al discurso. Si lo vacuo es lo que mueve y activa toda vida y también su fin, el problema del vacío no es su carácter informe. Más bien, otros son los miedos que despierta el vacío existencial. Levrero dice que “lo que me asusta es no poder huir de ese ritmo, de esa forma que fluye sin develar sus contenidos. Por eso me pongo a escribir, desde la forma, desde el propio fluir, introduciendo el problema del vacío como asutno de esa forma, con la esperanza de ir descubriendo el asunto real, enmascarado de vacío” (37). No es que el vacío esté ahí sin nosotros, más bien nosotros ya somos parte del vacío. Y si ya todo es, en realidad, el terreno de lo informe, no hay otra tarea literaria, ni existencial, ni de escritura, sino registrar los cambios de cada trazo en la existencia y la experiencia. 

Entre los ejercicios y el discurso se daría testimonio de lo más inmediato a la escritura y a la literatura: la marca y el vacío. Sin embargo, ¿cómo escribir cuando uno mismo se encuentra suspendido? Levrero se define a sí mismo como si estuviera en “una especie de suspenso, no colgando sin que mis pies toquen el piso, sino más bien en el sentido de ‘puntos suspensivos’” (67). En esa suspensión, que es siempre una “etapa provisioria, de emergencia, y que sin embargo se prolonga y se prolonga en el tiempo, no termina nunca de definirse” (67), Levrero deja claro, con sus ejercicios, que su vida es siempre la postergación de su existencia, o más bien, que existir es siempre algo que se satura de excusas: la pereza, la estupidez, la negligencia (67). La negligencia es, tal vez, la excusa que guarda una relación más fuerte con el hecho de escribir. Así, si la negligencia es “mirar con indiferencia, y esto a su vez es “la incapacidad de diferenciar” (67), la escritura de los ejercicios es siempre una indiferenciación, de la vida, de la existencia, de la parte del discurso y de la literatura. Entonces, es complicado diferenciar si la escritura (el trazo) es aquello que está vacío, o es el discurso mismo el que lo está. La escritura, a la Derrida, no puede guardar celosamente la pizarra de todos los trazos que ésta recibe. Escribir es fracasar. El fracaso de los ejercicios de Levrero frustra también a la búsqueda literaria de la parte del discurso. En esa suspensión, Levrero reconoce que “cuando se llega a cierta edad, uno deja de ser el protagonista de sus acciones” (131). Todo eso que ha diferido nuestra muerte se ha convertido en una jungla de la que no podemos salir “porque la idea misma de ‘salida’ es incorrecta: no podemos salir porque al mismo tiempo no queremos salir, y no queremos salir porque sabemos que no hay hacia dónde salir, porque la selva es uno mismo, y una salida implicaría alguna clase de muerte o simplemente la muerte” (131). Sin embargo, al final de El discurso vacío, la imposibilidad de tener protagonismo y salida, la imposibilidad de que lo vacío esté vacío, de que los ejercicios no se consagren a la forma “pura” de la letra, dejan abierta una oquedad, un lugar desde el que es posible aprender a vivir “de otra manera”. Levrero concluye con la invitación para ver en el límite de la vida y de la suspensión y “dejarse llevar para encontrarse en el momento justo en el lugar justo” (132). Aunque claro, este secreto alquímico para saber encontrarse en el lugar y momento justo es sólo material de sueños, y los sueños no tienen ejercicios para ser escribibles, ni vacío.

Las cosas que revientan. Notas sobre La diáspora (1989/2018) de Horacio Castellanos Moya

5 Apr

De cierta manera, La diáspora (1989/2018), de Horacio Castellanos Moya, es una novela fragmentada, o mejor que elude cierta forma. Esto, tal vez, venga ya sugerido por la idea que “la diáspora” evoca. Con esto, claro, no sólo se evoca a los grupos desplazados y hechos emigrar a la fuerza, sino también a las esporas: cuerpos que eluden la forma que se dispersan para adquirir por sí mismos novedad y permanencia. La diáspora no es sólo, entonces, la fuga de los expulsados, sino también la línea de fuga de aquello que permanece informe. Las cuatro partes que forman la novela se centran en formas específicas de narrar y también en perspectivas diferentes sobre el conflicto armado en Centroamérica, en especial en El Salvador. En cierto sentido, las historias de Juan Carlos, Quique, los periodistas de la tercera parte y el Turco son todas narraciones que intentarían responder a la pregunta que le hace Rita en las oficinas de la ACNUR (la agencia de solidaridad internacional que gestiona la migración de refugiados políticos) a Juan Carlos: “¿Y por qué tronaste?” (28). Así, cada personaje tronó, como tronó la guerrilla en el Salvador, como tronaron las crisis económicas en los ochenta en todo el mundo. 

Después de tronar, reventar cada parte del relato es, así, una “novella”: textos que se preguntan ¿cómo es que las cosas llegaron a ser lo que son?, ¿cómo llegamos aquí? Para Juan Carlos, por ejemplo, luego de la muerte de los líderes del partido en el Salvador, “algo se había roto dentro de [él]. Ya no se trataba únicamente —como él sostendría más tarde— de que en el Partido se había generado una situación de desconfianza intolerable” (108). El hecho es que por más que cada parte de La diáspora ofrezca posibles respuestas para señalar qué sucede luego de que las cosas “truenan”, no hay una única narrativa para describir las líneas de fuga que sigue cada fragmento luego del “truene”. Para Juan Carlos la vida estaba por convertirse en la búsqueda de seguridad, “una manera de pasar vegetando” (36), una manera de diferir su muerte. Por su parte, para Quique luego de que reviente la guerrilla para él, todo lo que vendría después sería “un nuevo aprendizaje, de interiorizar las mañas de la ciudad” (81) y también del trabajo. Para los periodistas, el reventar de las cosas es la oportunidad de dar una nueva verdad y contar el “Crimen y suicidio en El Salvador. Intimidades de una pugna revolucionaria” (119) a cambio de fama. Finalmente, para el Turco, todo revienta, una vez más, luego de que en su trabajo ya no le fíen bebida. El Turco experimenta el terror de “las escalofriantes consecuencias de que los contadores se estén apoderando del mundo” (131). Precisamente, este terror de contar, en sus dos acepciones, es de lo que rehuiría La diáspora. En otras palabras, Castellanos Moya pone en juego la imposibilidad de poder contarlo todo.

A su vez, la novela también sugiere que las partes que la forman, excepto la de Quique, son una lucha contra o por la sobriedad. Juan Carlos, temeroso de perder su oportunidad de fugarse, rehúye las drogas y los excesos; los periodistas administran una sobriedad economizada, beben cuando están de vacaciones para no dejarse intoxicar por el clamor de las luchas que “reportan”; y el Turco bebe como desesperado, siempre aplazando las cuentas que se le puedan hacer, siempre aplazando la sobriedad. La sobriedad y la ebriedad van de la mano del cinismo. Es decir, el texto “dosifica” el cinismo que cada línea de segmentarización (las historias de Juan Carlos, los periodistas y la de Turco) puede soportar. Por otra parte, hay algo que persiste en la juventud, o en la militancia de Quique, o el hermano del Turco y el Bebo: algo se le escapa al cinismo. En estos personajes “parecía como si la crisis hubiera pasado a su lado, sin tocarlo[s], como algo que nada tenía que ver con [ellos]” (93). En Quique y el Bebo persiste un impulso de vida, o de existencia. O más bien, en ellos persiste tiempo amorfo, que no ha llegado aún. Ese tiempo, por supuesto, significa que también Quique y el Bebo reventarán, pero que eso no le tocará a la diáspora decirlo, ni saberlo, sino, tal vez, a la diáspora sólo le toque mantener la contrariedad de tener en mente que todo saldrá mal y aún así apostar por lo opuesto. 

Notes on Writing of the Formless. José Lezama Lima and the End of Time (2017) by Jaime Rodríguez Matos

30 Mar

If one were to take the risk to tackle the main purpose of Writing of the Formless. José Lezama Lima and the End of Time (2017) by Jaime Rodríguez Matos, one would say that the book opens the space for the possibility of a time that both precedes and exceeds teleology and the time of the eternal return. This time is, precisely, the time of the formless. The book is, somehow, an “anomaly” in the Latin American Studies field. As Rodríguez Matos acknowledges in the introduction. That is if “subalternism, along with other forms of Latinamericanism of the same historical moment, can manage to avoid the task of producing a political subject […] it nevertheless becomes entangled in the wider problem of how to represent such a heterogeneity: this is a problem that, paradoxically, is not endemic to its “field” of study.” (3). Writing of Formless is radical and effective attempt to think that “heterogeneity” mentioned above. The book touches the interrelations of arts, politics, theology and philosophy, while also offering an against the grain reading of José Lezama Lima and the context of the Cuban Revolution. For Rodríguez Matos this discussion is crucial today as it becomes clearer that there is no option outside of capital, and that both left and right tirelessly repeat their uncreative ways of time appropriation. In other words, Lezama Lima and Cuba are relevant today because in them we can clear the air for a thinking of a time to come, a time that does not cover the void of existence, a time where the non-subject of the political may roam. 

Divided in two parts, Writing of the Formless serves less as a manual and more as a fragmentary and illuminating constellation of reflections. The first part challenges canonical approaches to temporality and time. All the chapters of part one are, in a way, the deconstruction of teleology and alienation of time and also of eternity and the eternal return. For every chapter, Rodríguez Matos evaluates in detail how Lezama, Cuba and the Cuban Revolution, poetry and theory are intermingled in complex ways. For every chapter, the task, too, is to show how “a deconstruction of time does not entail only a reconfiguration of philosophical categories but also a retreat from the grand politics of liberation (which is always the politics of submission, of forced labor, of the mandate to care for the always already too decrepit foundations) and the attempt to think through a different politicity beyond the reversibility of the sovereignty of the master” (16). Through this lenses, for instance, it becomes visible that the diverse and vast appropriation that the poetry of Lezama has suffered by the left and the right clearly missed the point of what Lezama was all about: the writing of formless, the end of time. The second part of the book centers on this writing. 

Writing of the formless is writing “of” the void. This should be understood “not an aesthetic or imagined supplement; it is the first evidence of the modern political experience, particularly after the great political revolutions of the era.” (110). To this extend in the second part we witness via a series of passages how Lezama struggles with the romantic “spirit”, the aposiopesis as a mean of rendering silence a constituted part in the alienation of time, with the scribble as the embodiment and representation of the metaphorical subject. If the first part tested the limits of times, the second part testimonies of the way Lezama knew how to avoid every possibility of capture. Lezama is, then, not only a writer of the void, but on top of that, Rodríguez Matos invites us to see an infrapolitical Lezama. This infrapolitical Lezama is that one who knows that “There is no fall because of the very intensity of the fall (Lezama in Rodríguez Matos)” (134) and consequently this is a writing which “emerges by assuming that the void exists: absolute stasis and infinite speed together in one point” (134). Lezama is not part of “a collection of examples of how to do things and be in the world” (155). As an infrapolitical writing, the writing of formless is a writing of a time — “of” the void— that does not erase “the singularity that Lezama’s text brings to bear on our understanding of the history of politics: which is to say, not forgetting about those instances where politics is directly confronted with its shadow” (155). Lezama looked into the abyss “without covering it over and even giving symbolic frame” (172). This is how a writing of formless invites for “the aperture toward a time of life that is not directed toward caring for the enforcement of temporal organization in any way” (172). Maybe, as many times Rodríguez Matos suggest, it would be possible after Lezama to let the void resonate in all its force, to let the formless write the end of time for an infrapolitical passage to come. Or maybe, the void already has resonated enough and we are far beyond the possibility of imagining the end of time, but only maybe.

Notes on From Lack to Excess. “Minor” Readings of Latin American Colonial Discourse (2008) by Yolanda Martínez-San Miguel

25 Mar

Yolanda Martínez-San Miguel’s From Lack to Excess. “Minor” Readings of Latin American Colonial Discourse (2008) departs from the understanding that writing in times of the Spanish Crown expansion in America in XVI is, in more than a way, a minor discourse. It is not that the Spanish “Empire” completely captured and controlled the ways writing was produced. This means that beyond any possibility of turning the Chronicles of indies a simple mirror that reflects the agendas of homogeneus/unitary nationalist ideas, understanding the writing of the Chronicles as a minor discourse “allows us to make the transition from the ambivalence of the colonial subject to the rhetorical ambiguity of a colonial discourse” (36). After this, it becomes visible that the Chronicles are “sites of intervention within the hegemonic discursive matrix that can still be effectively elucidated by the particular exercise of reading” (38) in a minor key. What the texts analyzed by Martínez-San Miguel offer is the description, or depiction, of a radical change between orality and writing, between “verbal” lack and “linguistic excess”. The Chronicles, as texts that mix both colonial discourses (“those textual moments in which the project of colonization and conquest is depicted from an Americanist perspective” [39]) and imperial discourses (“conceived from within a metropolitan perspective, and they endorse a European colonizing project” [39]) are knotted by the transition from lack to excess. The awe that emptied the conquistadors and colonizers soon was supplanted by a dominant control. 

Martínez-San Miguel revisits a vast collection of canonical texts. Her insights on Colón, Cortés, Las Casas, Cabeza de Vaca, el Inca Garcilaso de la Vega, Sigüenza y Góngora and Sorjuana Inés de la Cruz illustrate the stated progression from lack to excess. In other words, the depiction of an empty discourse in the chronicles is filled with a baroque overwhelming presence as a general teleology. At the same time, it seems that Martínez-San Miguel, suggests that the complete domination of the “imperial interpretative matrix/paradigm” of the Spanish Crown was never fully achieved. For instance, when closing her argument about Sor Juana’s silence, as something that brakes and “produce[s] an eccentric intellectual, a colonial and feminine subjectivity that attempts to correct, complete, and reconfigure interpretation of herself and her works produced in the metropolitan centers” (182), Martínez-San Miguel suggests that as much as writing was still “a response to a required dialogue to achieve a reinscription as a colonial subjectivity” (183) the imposed logic of the “empire” was incompetent. After all, as all minor writings, this serve, or have “an unsurmountable hermeneutic limit” (183) where the domination of the empire sees their deformed and fake idea of hegemony. It is, then, that minor discourses in colonial times sometimes were able to depict a voice “that incorporate itself but also ‘corrects’ its official representation within an hegemonic discursivity” (184). Martínez-San Miguel sees this as something that is “beginning to exhaust its capacity of capture [of the imperial hermeneutic matrix]” (184). With this, From Lack to Excess finishes its argument and its meaningful insights. Yet, the pretended progression insisted in the book, might suggest to reflection on some arguments of the beginning of the book.

If aphasia serves as the foundational moment where lack emerges as the necessary “void” of the expression of the conquistadors, excess would be a sort of “plug” that in an ominous way cancels the depth of the void. The thing is that as much as “aphasia signals the failure of language to apprehend or grasp the complexity of the American reality as a discursive strategy parallel to the lack of epistemic and material control over the newly discovery lands and subjects” (45), as it happens eminently to Colón, aphasia is already, and always in the Chronicles, a catachresis because the lack of epistemic-voice is already deposited writing. That is lack is always a conglomerate of writing, and this writing as the one of Sor Juana is already showing how “fast” the limit of the imperial hermeneutic is reached. If “the admiral” cannot fully capture all the marvelous things he sees, his aphasia is a stasis that turns to be active, an active passivity. The limit was not only reached by the imperial logic, but also by writing itself. After this, then, it might be possible to rethink how the transition from lack to excess is not a process that started and finished, but a constant strategy in Latin American temporality in general (and perhaps elsewhere). Lack is always a void but never a place that misses something. Lack does more than a silenced and fascinated face, lack writes. From this perspective, the lack in Cortés, or any other colonial writer, is a result of something that exceeds it, something that forces writing as emphasis, as repetition, as enumeration, as a list. If “what is visible cannot be contained by language” let the writing turned it form and content so that the yes might see it, so that at least the illusion of readability be achieved.

Notes on The Theory of the Novel. A Historico-Philosophical Essay on the Form of Great Epic Literature (1971) by György Lukács, trans. Anna Bostock

23 Mar

In the 1962 preface to his The Theory of the Novel (1971) György Lukács states his reasons and means of analyzing “the novel”. If “art becomes problematic precisely because reality has become non-problematic” (17) as Hegel suggested it, for Lukács, it happens the other way around. That is, the aesthetic form cannot fully be complex because reality has forsaken it. That is why the problems of the novel, as form, “are here the mirror-image of a world gone out of joint” (17). The novel is, then, something that reflects a deterritorialization, but also an abandonment. It is then, that as another part of the social tissue, the novel always is a symptom of something that changes in the material conditions that allow sociality to be. At the same time, the novel is a form that comes from another. There is an evolution, or better, a history and a philosophy that explains the unfolding change and persistence of a form whose ancestor is the Greek epic. 

The Greek world as depicted by the epic was a round and total world. This world where error “can only be a matter of too much or too little”, knowledge “the raising of a veil”, creation “the copying of visible and eternal essences”, virtue “a perfect knowledge of the paths” (32) is completely homogeneous. There is in the epic a certainty that things have their right place. The Greek epic is the grammar of totality, that is “the formative prime reality of every individual phenomenon” that “implies that something closed within itself can be completed” (34). There are no false ends, no wrong meanings in the epic, there is only a form whose main task is to question “how can life become essential?” (35). To answer this, the epic requires a question from the tragedy, “how can essence come alive?” (35). The epic’s bubble, its totality, is crashed when the tragedy’s globe rises. In other words, art is a sphere that holds and supplants the “natural unity of the metaphysical spheres [when these] have been destroyed forever” (37). While only the epic was able to completely carry the metaphysical homogeneous unity, “the totality of life”, drama (tragedy) testifies for the “intensive totality of essence” (46). That essence persisted because drama makes intelligible the “I of man”, but the totality of life of the epic vanished, the empirical “I” cannot find its correspondence in form. 

While it is easier to see the progression from tragedy to drama, it is harder to see the thread that connects the epic to the novel. At the same time, in the novel it persists the necessity to tie the empirical with the metaphysical, yet the novel cannot cover a totality it “succeeds only in mirroring a segment of the world” (53). The novel still thinks only about life as totality, but it fails and it succeeds at the same time: the novel is a contradiction that tries resolve the riddle of life. If the problem of life is “an abstraction”, in the novel tries to solve it by introducing and relating characters. At the same time “the relationship of a character to a problem can never absorb the whole fullness of that character’s life and every event in the sphere of life can relate only allegorically to the problem” (53-54). The novel is always fragmented, partial and incomplete, it shows a hole but not a lack. That is why “the epic gives form to a totality of life that is rounded from within; the novel seeks, by giving form, to uncover and construct the concealed totality of life” (60). The novel is always defined as something that it “cannot” something that differs in relation to the epic. At best, the novel appears as always that is “in the process of becoming” (73). 

With all these imperfections, the novel could be described as the summatory of the objective failure of maturity in comparison to childhood. The novel is an erasure and a (re)writing “the paradoxical fusion of heterogeneous and discrete components into an organic whole which is then abolished over and over again” (84). The task for the novelist is to master form so that failure after failure the novel finds a way to reaffirm its presence, its (lost) connection with the epic. In modernity a writer is someone in society that is “adopting and accustoming themselves to one another” finds a way to write as “a rich and enriching resignation, the crowning of a process of education, a maturity attained by struggle and effort” (133). All this, however, faints. At the same time the novel found a way to bloom and flourish in its imperfect form, at least for Lúkacs, in the twentieth century the novel is cracking up, it is losing its successful ability to fail. At the same time, perhaps, what Lúkacs witnessed was another beginning.