Voluntad y cuerpo. Notas sobre Mugre rosa (2021), Fernanda Trías

30 Jul

Mugre rosa (2021), de Fernanda Trías, está escrita movida, casi, por las mismas fuerzas que mantienen las letras encendidas del ruinoso y ocupado hotel descrito al inicio de la novela. Mientras que los habitantes del inmueble mantenían el viejo letrero del hotel encendido “para recordar que estaban vivos,” pues ellos, “Aún podían hacer algo caprichoso, meramente estético, aún podían modificar el paisaje” (13), la novela se pregunta si aún se puede modificar el paisaje, si aún el goce estético es posible en nuestros tiempos de antropoceno (o cualquier otro término en uso y moda para describir nuestra crisis de cambio climático). Y es que, aunque no haya ninguna mención explícita, el distópico escenario dibujado por la novela es ya la realidad de varias ciudades. Así, la historia de la narradora, cuyo nombre nunca se menciona, y sus relaciones afectivas con su madre, Mauro, un niño con capacidades diferentes del que cuida, y Max, su expareja, giran entorno a una crisis ambiental en una ciudad portuaria. Mientras que los que pueden huyen de la ciudad, pues una neblina rosa, “la mugre rosa,” daña y enferma todo lo que toca, aquellas personas que se quedan en la ciudad viven en completa suspensión y crisis, difiriendo su muerte, su enfermedad, o su mermada supervivencia cada día más precaria. 

La novela, en cierta medida, recuerda a “El matadero” (1838?) de Esteban Echeverría. La diferencia radical entre ambos textos está en que, en Echeverría, el culpable de los mares de sangre derramados en Buenos Aires es señalado, Juan Manuel de Rosas, mientras que en Trías, la mugre rosa elude un culpable singular. Los culpables pueden ser la fábrica procesadora de carne, el gobierno, pero también toda la gente que consume los productos de la procesadora, que también es la empresa más importante de la ciudad sin nombre y de país también sin nombre. 

La novela es menos un ejercicio de crítica social y más un ejercicio por regresar a una pregunta fundamental en momentos de crisis: ¿a qué se ata la voluntad para que las cosas cambien? Mientras que todos los personajes, con excepción de Mauro, que parece sólo preocuparse por devorar y jugar, atosigan a la narradora preguntándole los motivos por los que no se ha ido aún de la ciudad, la narradora parece tampoco saber muy bien las razones que la atan a la ciudad. “Ya tenía la plata para irme. Tenía más de lo que cualquiera en el puerto podía tener…Pero yo, igual que los pescadores, tampoco era capaz de imaginarme en otra parte” (27). El hecho de que la narradora no pueda irse de la ciudad, aunque esté trabajando en ello, indica algo que desde las primeras páginas de la novela se dice. Para los demás personajes, como para Max, el exesposo de la narradora, la voluntad era independiente al cuerpo, “Yo, al contrario que Max, no creía que la voluntad fuera algo independiente del cuerpo…. lo que Max buscaba era otra cosa: separarse de su cuerpo, esa máquina indomable del deseo, sin consecuencia ni límites, repugnante y al mismo tiempo inocente, pura” (16). Así, la pregunta no es si es posible “separarse” de la máquina, sino aceptar que nuestra relación con todo lo que nos rodea siempre tiene algo de “maquínico.”

Así, la novela sugeriría que para que las cosas cambien no hace falta separarse de la máquina, que no se puede separar la voluntad del cuerpo, como no se puede limpiar toda la mugre del cuerpo tampoco. Ante este horizonte queda la desazón de no saberse eterno, que nada trasciende a nuestros cuerpos, ni tampoco a nuestra existencia. Como la narradora al final de su relato dibuja una lenta salida del mundo ficcional, pues “Lento, se irá cerrando todo. Nos alejaremos despacio, con los focos fantasmales perforando la noche. La ciudad también quedará vaciada, como un cuerpo sin entrañas, una carcasa limpia que a lo lejos brillará con su luz mala. Eso será la ciudad, un fuego fatuo en el horizonte” (276), en el horizonte también nos confundiremos de nuevo con el paisaje, y aquello que llamábamos un día humanidad se borrará, a la Foucault, como un trazo en la arena. El problema con esto, claro está, es que nadie aún ha podido calcular ese pasaje, ese momento que separa el espacio intermedio entre dejar de modificar el paisaje y difuminarse en éste. En este intermedio abundan más que sólo dos opciones, (desconectarse del cuerpo, o abrazarse a su cuerpo y nada más). Como la mugre, que se cuela siempre en espacios intermedios, quizá en esos recovecos aún pululen una miríada de posibilidades para habitar el mundo y su paisaje. 

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